La democracia peronista y radical

3 de abril de 2021 23:59 h

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“Que se rompa y no se doble”, dice la marcha radical. A veces las marchas nombran el karma más que el mandato. Migran pero el partido no se toca. Ni el hijo de Alfonsín se lo pudo llevar. Se habló siempre de la pasión de los radicales por la interna. Acaba de ocurrir una hace pocas semanas. Pasa de largo porque esta realidad tiene líneas paralelas en las que cada tanto nos autonomizamos, nos entretenemos, hasta que, “de golpe”, llega el aviso: la pobreza alcanzó el 42 por ciento. 19 millones de personas bajo la línea de la pobreza. Los números son duros, hay que mirarlos sin runrún ni chachachá, pero tienen historia. Año 2019: 35,5 por ciento de pobres y 8 por ciento de indigentes. Después vino la pandemia. La caída de todos los PBI del mundo. Un dato más: en Resistencia y en el conurbano bonaerense más del 50 por ciento de la población está bajo la línea de pobreza. 

En el barrio de Once, en una esquina donde se hizo un baldío del cual levantarán un nuevo edificio, se alcanza a ver que un vecino colgó en su ventana, al lado de una maceta, un cartel pintado a mano que dice: “Que se vayan todos”. Su pequeño homenaje a veinte años del estallido. El sociólogo Ricardo Sidicaro dijo una vez una frase provocadora a propósito de una entrevista por los 25 años de democracia: dijeron que se vayan todos y al final se fueron los partidos. Otro enorme, Juan Carlos Torre, escribió “Los huérfanos de la política” y en una revisión de su propio texto en revista Panamá dijo: “La formidable ola de desafección partidaria prácticamente pulverizó al polo no peronista; entre tanto el Partido Justicialista logró esquivar en gran parte el voto bronca y consiguió victorias electorales en casi todos los distritos de la geografía política”.  

Si es cierto que el kirchnerismo es hijo directo del duhaldismo (no sólo por los votos sino por la concepción híper realista de que para gobernar la Argentina hay que gobernarla desde la provincia de Buenos Aires), también es cierto que hizo esfuerzos como pocos en revivir un legado alfonsinista. De modo que peronistas y radicales se disputaron ese bronce. ¿Y qué hizo el macrismo con el radicalismo? ¿Y qué hizo el radicalismo con lo que el macrismo hizo de él? Por lo pronto, en las últimas internas partidarias (el 21 de marzo pasado) y en boca de una militante radical: “Ninguna de las listas que estuvo en juego, ninguna de las jurisdicciones, ninguna de las listas planteó salirse de la coalición de Juntos por el Cambio”. Es decir: los unió. Ahí hay una respuesta. 

Casi 200 mil afiliados fueron a votar. Se discutieron liderazgos, candidaturas “pero también matices de cómo participar en esa coalición y en la forma de integrarse”, me dice Marta, que ganó en su comuna, además. Hubo internas en Córdoba, Ciudad de Buenos Aires, Provincia de Buenos Aires, Neuquén y Salta capital. Las listas fueron con paridad de género (50 y 50), según la modificación que se produjo en la carta orgánica en 2019. El viejo partido peinado por la época. De los 200 mil afiliados que votaron más de la mitad lo hicieron en la Provincia de Buenos Aires. Se enfrentaron el joven Maximiliano Abad y Gustavo Posse, ya un “eterno”, único intendente radical del Conurbano. Y Posse se hizo fuerte ahí: ganó en el Gran Buenos Aires. Pero los votos del interior provincial le dieron el empujón final a Abad. No faltaron las grescas, ni las acusaciones, ni micro escándalos. Ya parece un signo de época: primero judicializar, después hacer política. Posse fue apoyado por Lousteau y recibió logística y militancia de su espacio “Evolución” (o sea: Enrique “Coti” Nosiglia). La lista de Posse, que en la Provincia de Buenos Aires se llama “Protagonismo radical”, ganó en todo el conurbano menos en Avellaneda y Berazategui. En la primera sección electoral sacó 12.500 votos de ventaja. 

Córdoba sigue siendo Córdoba y para que haya internas se tuvo que judicializar porque, en principio, el oficialismo cordobés con Negri y Mestre a la cabeza pretendieron presentar una lista única. Y Lousteau apoyó la lista de Rodrigo de Loredo, un abogado joven que logró un resultado importante teniendo en cuenta que enfrente tenía a los demás pesos pesados: 52 a 48 fue su digna derrota. En la Ciudad de Buenos Aires había tres listas y votaron cerca de 30 mil afiliados. Ganó el oficialismo de CABA (que no es el oficialismo de Córdoba y la Provincia de Buenos Aires) que sostiene el liderazgo de Lousteau fuertemente en el “Comité Capital”. Habrá que volver a pensar en la habilidad anfibia de Lousteau para construir su vigencia luego de tantos traspiés. Resultando algo así como el Massa de los radicales. Las dos listas mayoritarias de CABA lo apoyaron claramente. Ganó la del referente Emiliano Yacobitti, un guapo del 900 de la Facultad de Económicas. Los muchachos de TNT tienen su triste recuerdo de él.

¿Quién no se acuerda en las incansables marchas de los años noventa, la voz militante del MST y su tono cansino de horas circulares por avenida de Mayo, repitiendo el cantito en el megáfono que denunciaba “la democracia peronista y radical”? Así se nombraba, en bloque, esta democracia que supimos conseguir. Y después, lo que sabemos: las tres veces que los radicales llegaron al poder desde 1983 forman un ciclo que va de mayor a menor. Primero delante de todo. La lista 3. Alfonsín se comía la cancha. La segunda vez, en esa fatal Alianza con el Frepaso. Haciendo un equilibrio con el socio al que, cuando subestimaron del todo, se empezaron a ir del poder. La tercera vez, “un poco en el furgón”, con un Ernesto Sanz que tejió la alianza de Juntos por el Cambio, cuyo poder real prefirió “transparentar” en una decisión: no ser parte del gabinete. Para que no se note el lugar: iba a tener de jefe a Marcos Peña. El espectáculo de la última Convención radical en Gualeguaychú de 2015, en la que se jugó a todo o nada la alianza con Macri, fue una suerte de Super Bowl de la politología argentina. Sin votos. Pero astutos para volverse por momentos una pieza decisiva. Y aunque después, con total puntualidad, Macri y su círculo se encargaran de ningunearlos.

Bien mirado, la relación de Macri con la UCR no parece tan lejana a la que por momentos tuvo el kirchnerismo con el PJ o al menos con la “idea de partido”. Con el partido no alcanza, sin el partido no se puede parece grabado desde 2001. Estructura de poder y estructura de sentimientos. Yo pertenezco a mi propio ismo. Aunque… ¿no siempre hubo algo de eso? Contra viento y marea, el radicalismo insiste con ser un partido. El último partido. En el balance hacia atrás de péndulos peronistas y radicales fueron ideológicamente partidos de centro. Con una diferencia: el radicalismo por vocación, el peronismo por promedio histórico. La disminución del caudal del voto radical es un dato contundente (¿se acuerdan del 2 por ciento de Leopoldo Moureau en 2003?), a la vez que hoy parece consagrado, en su labor dentro de Juntos por el Cambio, a reconstruir no especialmente el volumen electoral perdido, sino ese espacio social que hoy forma el voto macrista. El radicalismo es el hueso de Juntos por el Cambio, el macrismo es la carne. El radicalismo sacrificado a reconstruir ese sujeto histórico, aún a su propio costo. El voto de los exportadores, el voto cosmopolita, el voto de los que “agregan valor”, el voto republicano, el voto anti peronista, y sobre todo, anti kirchnerista. La hoja de ruta electoral nacida de las rutas del 2008. 

“Un partido sin el hombre para un hombre sin partido” había dicho Alfonsín para sellar la alianza con Lavagna en 2007. Años antes Alfonsín dijo: “No sigan hombres, sigan ideas”. Otro que nombró su karma: le hicieron demasiado caso. Alfonsín quiso o supo o le tocó ser el último hombre para ese partido. Lo que había dejado, paradójicamente, y como herencia, era una UCR para el sistema político. Y eso tiene un nombre: Enrique Nosiglia. Un partido dominado por hombres que no hacen declaraciones a la prensa. Oficinas céntricas, alfombras grises y decoración de Alemania Oriental. Qué difícil para los radicales crecer a la sombra de un padre que nadie quería matar. Ni propios ni ajenos. Ni los peronistas. Para despedirlo a Alfonsín hacían cola todos.

El mandato cruzado de Alfonsín tenía también esa contraseña (nunca dejar de estar en la mesa del poder). Así se lo planteó cuando gobernó Menem: Alfonsín quería ser el hombre con el que se firmaban los pactos. De la Rúa se le escapó de las manos. Y duró poco. Alfonsín también sobrevivió a ese gobierno horrible de la Alianza y fue, tal vez de un modo más simbólico que real, el “aliado” de Duhalde. La inspiración productivista de esa nueva alianza con el bonaerense permitió mínimas condiciones para una patriada costosísima y necesaria: devaluar, salir del 1 a 1. Como dice el sociólogo Tomás Borovinsky: el problema de la clase política de la década del noventa fue que estaban demasiado de acuerdo en una sola cosa… en sostener la Convertibilidad. En 1999 ganaba el que la garantizaba. Menem lo hizo porque supo usar una de las capacidades instaladas que dejó la década frustrada del 80: la clase política. Pero era eso el 1 a 1: empezó como la gallina de los huevos de oro electorales (lo supo Menem, lo supo De la Rúa), y terminó siendo el huevo de la serpiente. Luego, implosionó casi todo.

Entre las cien líneas paralelas del juego político en que andamos, que se llama “si pasa pasa”, vemos de costado el estúpido planteo de “separatismo” mendocino que repite Alfredo Cornejo. Los países son, para empezar, soberanía, territorio y pueblo. Vaya si lo sabemos. Tenemos la fecha del 2 de abril. Nuestra única guerra. Esa línea paralela infinita, que no nos podemos sacar de encima. Malvinas y democracia, asunto no separado. 

MR