Temerario: en la madrugada del 25 de diciembre de 2020, Matías Uriel Noya ignoró un semáforo en rojo y atropelló a tres mujeres que cruzaban la calle en moto. Dos de ellas, Karen González (24) y Yanina Juárez (30), murieron como consecuencia del choque. Asustado: un testigo del hecho aseguró que el conductor intentó darse a la fuga pero que fue inmediatamente interceptado por otro vehículo. Desafiante: en el escrito de procesamiento, los que acompañaban a Noya en el auto declararon que el joven, mientras aceleraba, les preguntó entre risas: “¿qué pasa, tienen miedo?”
El juez Hugo Fabián Decaria, a cargo del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional N° 20, consideró que Matías Noya actuó con “demasiado desprecio por la vida ajena.” Demasiado desprecio por la vida ajena. Sin ánimos de exculpar al acusado y sin ánimos de poner en duda las capacidades del juez, cabe preguntarse: ¿cuánto es demasiado desprecio? ¿Qué nivel de desprecio por la vida cree el juez que es tolerable?
El sistema legal de cada país dictamina hoy cuáles emociones se pueden sentir, cuán fuerte se deben sentir y qué acciones pueden ellas motivar. Nos hemos acostumbrado a que así sea. Pero si concentramos la atención en casos particulares, empiezan a aparecer ciertas tensiones. Por ejemplo, comprendemos a la persona que, asustada, golpea a un desconocido en la oscuridad. Pero no dudamos en condenar a la que huye, también asustada, de la escena del crimen. Comprendemos a la persona que comete errores por amor, mientras que condenamos a la que mata por la misma causa. De manera similar, la “emoción violenta” es tomada como un atenuante en ciertos casos, pero los crímenes de “odio racial” reciben una pena mayor a partir de la Ley 26.791. El sistema legal se expide al respecto de nuestras emociones, sí, pero no lo hace de manera prolija.
Raúl Zaffaroni dijo hace unos años que los delitos por odio están fundados en prejuicios, pero que aún así “no se pena el prejuicio, que es una mera actitud, sino la conducta.” Esto significaría que tenemos tres elementos a contemplar: el básico sentimiento corporal de la emoción, el juicio que está detrás de ella y la acción que la misma desencadena. Esta tripartición coincide con una tripartición que existe ya en el ámbito de la teoría de las emociones: algunos investigadores creen que debemos definir a las emociones por lo que ellas generan en nuestros cuerpos (empalideció), otros por los juicios o creencias que las mismas contienen (creyó que iba a ser encarcelado), otros por las acciones que las mismas motivan (atropelló a tres mujeres). Pero si queremos fundamentar una pena en una de las tres opciones por separado, se nos presenta un desafío.
Condenar la mera acción resultante del episodio emocional nos deja con gusto a poco: lo que pasa por la mente del acusado, creemos, nos da información relevante para penar su acción. Dejar este aspecto por fuera del cálculo, entonces, no parece ser la mejor solución. Ahora bien, si elegimos movernos exclusivamente en el ámbito de los juicios y las creencias, ello nos introduce en un territorio árido: ¿podemos juzgar a alguien por creencias que no sabemos cómo adquirió? ¿O deberíamos culpar a las instituciones que no supieron formarlo bien? ¿Tendríamos que además investigar al núcleo familiar que lo educó (o dejó de educar)? Esta opción parece desencadenar una regresión al infinito interesante, pero poco práctica al momento de lidiar con delitos del aquí y ahora. Finalmente, podríamos sentirnos tentados a culpar el mero “sentir odio.” ¿Pero no estaríamos regulando ya demasiado la mente humana? Al fin y al cabo, muchas veces nos encontramos sintiendo cosas que no queremos sentir, y nos enorgullecemos al refrenarnos y convencernos de que no deberíamos actuar motivados por tal o cual sentimiento.
Si ninguno de los caminos individuales es satisfactorio, no nos queda más que abordar una propuesta compleja. Dado que es tan difícil legislar sobre el mero sentir, este ámbito parece quedar bajo la regulación individual de cada uno: estará en nuestras manos el darnos cuenta de cuándo se nos está acelerando el pulso por el enojo, cuándo nos empiezan a temblar las piernas del miedo, cuándo el estómago se contrae de los nervios. Este momento de reconocimiento nos permite diagnosticar qué emoción estamos navegando y trabajar sobre ella, y es por esta razón que la educación emocional en las escuelas tiene que contener a su aspecto fisiológico. El segundo ámbito, el de las creencias y juicios, se puede legislar de manera preventiva a través de la educación ética y ciudadana. Los crímenes, delitos y agresiones que parezcan estar motivados por creencias nocivas nos darán una pista certera sobre qué contenidos es necesario reforzar en la educación. La Ley 26.150 de educación sexual integral es un buen ejemplo de esto. Finalmente, la legislación y castigo va a tener que recaer primariamente sobre el aspecto conductual. Pero el carácter tripartito de las emociones tienen que motivarnos a pensar fallos y castigos de manera diacrónica, a pensar en las conductas como resultados cuyas raíces pueden rastrearse hasta la educación emocional y ciudadana. Solo así vamos a poder garantizar que todos los aspectos de la emoción están siendo tenidos en cuenta.
Las emociones no son ni a-históricas ni a-culturales: están finamente entretejidas en su espacio y en su tiempo. Cuando el juez Decaria concluye que Matías Uriel Noya actuó con “demasiado desprecio,” está suponiendo que el acusado fue correctamente educado para reconocer su propio miedo, para respetar el valor de la vida ajena y del cuidado del otro, y que ignoró por completo lo aprendido. Y así con todos los fallos en donde la emoción cumple un rol central. Y si estamos lejos de ofrecer una educación emocional y ética, ¿cómo podemos garantizar que estamos juzgando a los ciudadanos de manera justa?