Detrás de las cortinas de Isabel Perón

7 de abril de 2021 07:18 h

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Uno es uno y sus circunstancias, estamos de acuerdo, pero ¿hasta dónde llega uno y hasta dónde las circunstancias? ¿Qué es más importante: lo que ellas hacen de nosotros o lo que nosotros hacemos con ellas? La disyuntiva encierra la eterna discusión entre las leyes de la estructura y las capacidades del sujeto, entre las intenciones del individuo y las condiciones sociales que no domina, entre el despotismo de las fuerzas extrañas y los límites de la voluntad. En la resolución de esos dilemas se cifra el arte de la política. 

Una casa sin cortinas, el documental de Julián Troksberg se atreve a explorar el lado oscuro de la luna peronista y busca entender quién fue y quién es María Estela Martínez de Perón, más conocida como “Isabel” o “Isabelita”. Esa suerte de tabú o sambenito para la historia argentina en general y para el derrotero del peronismo en particular.

La película intenta descifrar cierto enigma que rodea a su figura: “A pesar de haber integrado la fórmula más votada de la democracia argentina junto con Juan Perón, y de haber sobrevivido a la cárcel y el exilio, su figura fue olvidada”, afirma el documental para fundamentar la búsqueda.

En la Argentina actual en la que —con la excepción de la derecha más recalcitrante— parece que “progresistas somos todos”, Isabel Perón es un punto ciego, un tren fantasma o un viaje al fin de la noche hacia el que nadie quiere ir. No es lucha ni bandera, no es historia ni memoria. Es olvido y silencio. 

Sumergirse en ese itinerario vidrioso es una apuesta audaz y también delicada. Con un extenso coro de testimonios, Troksberg reconstruye los retazos de una vida. Hablan la actriz Haydée Padilla y la indefinible Eva Gatica; opinan los artistas plásticos Marcia Schvartz y Enrique Savio; reflexionan políticos como Carlos Ruckauf, Osvaldo Papaleo, Juan Abal Medina, Nilda Garré, Dante Gullo, Carlos Corach o integrantes de la vieja guardia sindical como Hugo Curto. Sus exapoderados legales o financieros, su antigua asistenta y hasta un vidente amigo personal. 

La película tiene la dinámica de un thriller político con una historia que se construye alternando las revelaciones de los testimonios con las impactantes imágenes de archivo que producen una tensión narrativa que no da respiro.

Como no existen ángeles ni demonios en ningún proceso histórico o político, la apuesta de Una casa sin cortinas es atrayente: indaga en las múltiples causas que llevaron a Isabel a convertirse en lo que fue. Rastrea sus circunstancias.

Sin embargo, en toda historia hay responsables, víctimas y victimarios. En una entrevista con el diario Tiempo Argentino (22/03) Troksberg reflexiona con el director en torno a un hecho llamativo: nadie en el documental condena decididamente a Isabel, como si hubiera cierta comprensión por lo que le tocó vivir. Troksberg responde que no cree que sea así porque otros testimonios de militantes peronistas de la Tendencia (el peronismo de izquierda NdR) que finalmente no quedaron en la película dicen otras cosas.

El interrogante sería: ¿cómo queda el equilibrio final con esas ausencias? Da la impresión que el resultado de la construcción coral de la trama —sin juzgar las intenciones del director o los guionistas— termina inclinado hacia esa frontera difusa que separa la compresión de la justificación. El documental pinta una Isabel humana, quizá demasiado humana. No obstante, en la expresidenta más que en nadie todo lo personal fue político.

Con el uso de todas sus facultades intelectuales y políticas, el miércoles 5 de febrero de 1975, Isabel Perón y sus ministros rubricaron un decreto de carácter secreto. Se habilitaba al Ejército a realizar “las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos” en la provincia de Tucumán. Años después se debatió si la orden de “aniquilar el accionar…” implicaba la “eliminación física” de las personas (el inefable Ruckauf rescata en el documental aquellas sutilezas semánticas). En los hechos no sólo fue lo que sucedió, sino que para los integrantes de las fuerzas represivas de ese momento era el único modo de entenderlo. No hacía falta un manual de hermenéutica para que Antonio Domingo Bussi tradujera aniquilar por aniquilar. El debate sobre la interpretación de las órdenes surge siempre que se pretenden licuar las responsabilidades políticas. Pasó en la Masacre de Avellaneda en 2002 en la que fueron acribillados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán: nadie dijo “tiren y maten”, la orden fue “cáguenlos a palos”, pero en el clima creado por la narrativa estatal en las semanas previas, Alfredo Fanchiotti y la Policía podían entender esa orden de una sola manera. 

Además, durante los dos años anteriores al decreto, la patota de José López Rega —que había comenzado a operar en vida de Perón y con personal nombrado por él en distintas jerarquías del aparato de Estado— llevó adelante una masacre a cielo abierto contra por lo menos 1500 activistas, referentes o militantes. Entre ellos estuvo el abogado Rodolfo Ortega Peña que fue asesinado en Carlos Pellegrini y Arenales en pleno centro porteño, se encontraron no menos de 24 cápsulas servidas en el lugar y el cadáver presentaba ocho impactos en la cabeza, uno en la muñeca y otro en el antebrazo; el intelectual marxista Silvio Frondizi, secuestrado de su domicilio en plena luz del día y conducido hasta los bosques de Ezeiza donde fue fusilado con más de 50 impactos de bala; el abogado Alfredo Curutchet apresado en la localidad de San Isidro en la vía pública, su cuerpo fue encontrado en la localidad de Béccar, boca abajo y atado con un cinturón de cuero, a su alrededor se encontraron 31 cápsulas servidas calibre 9mm y dos cartuchos de escopeta. Son solo algunos de los ejemplos más sobresalientes e inocultables.

Un largo debate jurídico y político se desarrolló en torno a la causa Triple A. Los querellantes consideraron que era perfectamente judicilizable, no sólo a partir del análisis de los decretos de aniquilamiento, sino partiendo de la coexistencia evidente del Gobierno de Isabel con la patota loperreguista. 

Un hombre como Mariano Grondona, con profundas simpatías hacia el poder militar (y hacia el poder en general) describió con claridad meridiana la “función” que para muchos cumplía el “Brujo”: “La caída, que muchos desean, entrañaría peligros —advirtió—. López Rega ha promovido o facilitado una serie de desenvolvimientos que se aprueban en voz baja y se critican en voz alta. La firmeza ante la guerrilla, la desideologización del peronismo, la recuperación de la universidad, pasan por el discutido secretario ministro. De la estirpe de los Ottalagano y los Lacabanne, José López Rega es uno de esos luchadores que recogen, por lo general, la ingratitud del sistema al que protegen”. (1)

Si desde su escritorio de traductor periodístico del espíritu militar, Grondona pudo captar el rol de López Rega, ¿quién puede pensar que Isabel no sabía, no conocía o ignoraba? El desconocimiento era imposible, la responsabilidad indiscutible y no saber no era una opción.

Es recurrente en casi todos los testimonios de la película la referencia a la escasa preparación política de la expresidenta para hacerse cargo de los destinos del país. Describen a una mujer despojada de atributos a la que se le cayó encima un país estallado. Sin embargo, eso no impidió que asumiera el centro de la escena y tomara decisiones políticas trascendentales. 

Por último, es curiosa la reivindicación casi unánime del silencio que mantuvo la expresidenta durante los años del genocidio y en el periodo posterior. Se podría interrogar: ¿Qué estaría en condiciones de decir Isabel si “rompiera el silencio”? ¿Cuál sería su testimonio: el reconocimiento, la negación, una combinación de ambas? ¿Cómo se explica lo inexplicable o se justifica lo injustificable? Su opción por el mutismo no es un acto de estoicismo, es un posicionamiento político, quizá el único que puede adoptar una mujer de su condición en las actuales circunstancias. Todo silencio es político.

Isabel Perón tomó decisiones conociendo el contexto y, sobre todo, las consecuencias. Determinaciones que implicaron la eliminación física de personas mediante la represión parapolicial y la destrucción económica de un país —Rodrigazo mediante— que allanó el camino al golpe y adelantó alguno de sus métodos.

La memoria de los muertos, silenciados con los más feroces recursos, vapuleados y masacrados reclama derechos sobre el presente. Quizá por aquello que decía Walter Benjamin sobre la cita secreta que existe entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y por la certeza de que “tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.”

Probablemente todo esto vaya más allá o más acá del recomendable documental Una casa sin cortinas, pero forma parte de los secretos inconfesables guardados con hermetismo detrás de las cortinas de Isabel Perón.