En el capítulo X del Apocalipsis de San Juan, aparece un ángel ante el profeta con un libro abierto entre sus manos. Desde algún lugar no identificado, que provendría desde las alturas, suena una voz con eco que repite: “Ve y toma el librito”. Juan se acerca, agarra el libro y la voz divina le dice: “Toma y trágalo; te amargará tu vientre, pero tu boca será dulce como la miel”.
No solo los insectos comen las páginas de los libros quien sabe en busca de qué conocimiento singular. También los humanos. Y, al parecer, desde tiempos remotos.
Hay selectas y obsesivas almas que se entusiasman con un libro, luego se enamoran y se convierten en devoradores insaciables. No en sentido metafórico, sino literal. Y aunque el amor es algo que se sufre, encuentran en este deseo, difícil aunque no imposible de satisfacer, la causa de su orgullo y del asombro de los demás. Se llama bibliofilia.
Amor y apetito se confunden y aparece la llamada 'bibliofagia', que es el hábito de comerse un libro, una práctica que ha recorrido la historia y que es una conducta netamente nutricional. Se trata de la propensión a degustar los libros, como si fuera una tabla de achuras, de vegetales o de pescados a la parrilla, tal como ocurre en algunos pasajes de la Biblia.
Cuenta Antonio Castronuovo en su flamante Diccionario del Bibliómano (Edhasa) que en su Diario Atrabiliario, ya desginado director del Museo Picasso de París, Jean Clair, recordaba haber nacido pobre y sufrido el hambre cuando era un chico. Más adelante tuvo una carrera brillante, pero no soportaba la idea de tirar comida, como efecto de la evocación de la panza vacía.
Algo similar le sucedía con los libros. Los guardaba todos en su estómago, como si fueran baguettes perdurables y no mendrugos secos y viejos. “Ambos son valiosos, símbolos de paz, de plenitud, signos de que la vida ha retornado al orden y que las necesidades serán satisfechas”, escribió.
“Siempre fui impaciente para comer y para leer, en ambos casos un poco golosamente, alarmado por la eventualidad de una despensa y de estantes vacíos”, dice Clair. Esa equivalencia entre leer y alimentarse es apropiada, su separación irrelevante. Será por eso que cuando un libro se lee con ansiedad y deseo, se dice que se lo devora.
Devorar libros es la frase que se usa para referirse a quien lee cantidades copiosas de ejemplares. También alude al hecho de que comiendo se aprehende, se asimilan más profundamente los conocimientos o las historias relatadas, como ocurría con los tártaros que devoraban los libros para absorber su sabiduría.
Estudiosos de las religiones han hablado de ello en ensayos que tratan del “comer Dios”, masticando, tragando y digiriendo materia sagrada pareciera que se la asimila en la fibra interior.
Quienes asistieron o asisten a la iglesia católica saben sobre eso: junto a la ostia consagrada se traga también el Verbo, la palabra divina, como si fuera una nuez, un dátil o un caramelo.
Devoro un libro, asimilo la sustancia y de pronto estoy proyectado hacia una cierta esfera celeste, donde se encuentra todo el conocimiento. Lo que explica el disgusto de tirar libros, ya que sería como arrojar el pan
El escritor también desea que sus textos sean comidos o devorados como un testimonio de que le gustó su producción literaria. Causa por la cual la bibliofagia es venial, es decir un acto fisiológico que en sí tiene algo de rito religioso. Devoro un libro, asimilo la sustancia y de pronto estoy proyectado hacia una cierta esfera celeste, donde se encuentra todo el conocimiento. Lo que explica el disgusto de tirar libros, ya que sería como arrojar el pan.
La bibliofagia marca el camino de la historia del libro. Vale detenerse en la peculiaridad del fenómeno, que es aquella de dar la sensación de poder comer bien por mucho tiempo, por lo menos hasta que aparezcan nuevos libros comestibles. La bibliofagia se convierte entonces en ciencia y momento de inspiración. Entra en la literatura, los narradores la toman como argumento de cuentos, pero existe en la realidad. Entre los ejemplos más conocidos está aquel de Bernabó Visconti, señor de Milán que en 1370 obligó a los enviados del papa Urbano V, portadores de una bula de excomulgación, a tragársela. Por suerte era de pergamino, que en todo caso es un producto natural.
Está la bibliofagia que se actúa por libre elección, pero también aquella infligida por la autoridad, estudiada por Johann Carl Conrad Oelrichs en su Bibliothecarum ac librorum fatis in primis libris comestis de 1756. Interesa porque las cosas han cambiado. Hoy al lector genuino , que justamente es un devorador, le fue quitada toda ilusión de poder comer todo. Tantos son los libros, tan ínfima la calidad del papel y las tintas, más allá de los vaivenes de la industria, que extinguieron todo apetito.
Entre los comedores ficcionales de libros emblemáticos se encuentra el monje Jorge de Burgos, el anciano bibliotecario de la abadía benedictina de la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Burgos mantiene oculto el segundo libro de la Poética de Aristóteles y, como un modo de preservarlo de la curiosidad ajena, decide comerse las páginas envenenadas del ejemplar.
Consciente de rechazar la bibliofagia, el argentino Eduardo Berti radicado en Francia, dijo durante una entrevista: “No soy bibliómano, nunca lo he sido porque mi naturaleza no tiende al fetichismo. Tengo un amor innegable por los libros, pero no sé si llega a la bibliofilia porque no es un amor ciego ni generalizado, sino más bien selectivo. Me entusiasma poco la bibliofagia porque mi estómago es bastante frágil”.
Cuenta Karina Sainz Borgo en el periódico Voz Populi, de España, que en su libro Las confesiones de un bibliófago, el escritor barcelonés Jorge Ordaz, convierte a su personaje, un liberal del siglo XIX, en el autor de las memorias de un hombre que pasa de detestar los libros a devorarlos en el selecto Book eater's club londinense.
Hay volúmenes que resultan apetitosos. En 1987 se publicó en París la novela Chatterton. El protagonista Charles se concede cada tanto una placentera comida con páginas de novelas de Dickens, sin lograr resistir al llamado alimentario de sus propios libros. En 1989, Edgardo Franzosini publicó El comedor de papel, novela con ensayo narrativo. En Las ilusiones perdidas, tríptico narrativo de Balzac aparece la figura de Biren, secretario del rey de Suecia que ama cada tanto masticar el papel: comienza con la página en blanco, luego con la que ya ha sido escrita y finalmente con el pergamino. Cuando se come un importante tratado que el monarca sueco debería firmar con Napoleón, el funcionario es condenado a muerte. Se salva y vuelve a devorar papel.
Existen versiones infantiles del tema, como El increíble niño comelibros, de Oliver Jeffers, que narra la vida de Enrique, un niño al que le gustan mucho los libros y que se decide a degustar uno. Así, inicia el hábito al comer una palabra, luego una oración, más tarde una frase, hasta paladear el ejemplar entero, satisfecho de que la repetición del acto no podrá traerle más que cosas buenas.
Claro que será difícil mantener el ritual del bibliófago una vez que el libro electrónico se devore por completo al de papel. Aunque seguramente surgirá alguna otra costumbre que haga sentirse plenos a los lectores hambrientos.
LH/MF