El dinero se aprende. Y casi no te lo enseña nadie. Como un tabú. En la infancia vivimos en un mundo repleto de transacciones y condicionantes invisibles del dinero. Los adultos nos llevan de paseo y compran, pagan, en la caja del supermercado, tan vistosa y automática, una señorita revisa uno por uno eso que vamos a llevar: ese brebaje color celeste por el que pugnamos y que seguimos con ojos ansiosos en la pista del mostrador lateral de la caja, el shampú, la lechuga y un paquete de fideos para comer esta noche. Y en cada pase de estado: desde el chango hasta la retaguardia de la cajera, algo sucede que habilita, que acepta. La cajera dice una cifra en voz alta, la persona adulta con autoridad de compra -ella y sólo ella dice qué se puede llevar y qué no-, saca la billetera de la cartera o de la mochila, y despliega una tarjeta colorida -no hay billetes- o varias con las que la cajera resuelve un impedimento que había hasta ahora -no sabemos que el impedimento es no haber pagado- y a cambio le dan una tira de papel muy larga o lo suficiente para querer mirarla o tocarla. Y ya nos vamos con las bolsas y ahora nuestra pugna es por tomar ya -ya, ya- el brebaje celeste y no recién cuando lleguemos a casa, como dice mamá.
Mis hijos adolescentes cuentan que creían que la tarjeta de crédito era algo que todos tenían para poder llevarse cosas. Un derecho -por qué no- a tener las cosas que queremos y necesitamos. Tardé mucho tiempo en explicarles el concepto de crédito y que lo materializaran en una tarjeta. A veces querían algo, algo de esas cosas que quieren los chicos: una play, por ejemplo. Y yo les respondía tirándoles sin más que teníamos que esperar que cierre la tarjeta, o una oferta con cuotas. Y no entendían por qué ni cuándo iba a comprar y, mucho menos mi negativa. Lo primero que aprendemos del dinero en la infancia, es que es lindo y hace magia: los billetes de juguete y las monedas de chocolate son un tesoro, y lo segundo que el dinero es parte de una estructura de demora que muchas veces, según el poder adquisitivo, nos aburre, nos decepciona y nos desespera.
Mi tía cuenta que cuando yo era pequeña le mostré en calidad de secreto inquebrantable el escondite de mis ahorros: ¡Vení tía, no se lo cuentes a nadie! y la llevé a mi habitación y descubrí la cortina de voile blanca que llegaba hasta al piso y ahí, bajo ese manto de seguridad, en el parquet, permanecía apoyada una billetera de plástico lila con algunos billetes que me habrían regalado. Claro, el escondite no era para nada oculto y bastante perezoso. Pero supongo que para mí estaría bien. Abajo de la tela, lo aprendemos de bebés al taparnos con una sábana, todo desaparece, nada se ve. Lo tercero que aprendemos del dinero es que te lo pueden robar. Y lo cuarto es que lo tenemos que guardar para algo más grande. Lo quinto que aprendemos, pienso ahora, es que todos, hasta un niño, puede tener su propio dinero: es la idea de propiedad privada, de autosustento, de paciencia que te quieren inculcar con cada billete que deja el odontológico Ratón Perez o regalan los parientes en la primera comunión. Recibir a Cristo en nuestro cuerpo por primera vez para comprarse una caja de lápices larguísima. Tal puede ser el precio de las cosas.
Cuando era chica iba a la escuela en subte. De pronto, hubo un auge de niños pidiendo plata en los coches del subte. Aparecían en el vagón con un pilón de tarjetitas en las manos. Un fangote de limosna por conseguir. Con las manos sucias de varios días apoyaban en la falda de los pasajeros una estampita de San Cayetano, con su trigal, un baby santo en su regazo envuelto en una mantita color obispo y el aura dibujada en la cabeza de ambos como una pecera o el casco de un astronauta. Casi siempre tenía un papel con el contexto para el pedido: “Somos cuatro hermanitos y mi papá no tiene trabajo. Nos ayuda con lo que pueda. Que Dios lo bendiga”: una fotocopia de un manuscrito con caligrafía rudimentaria. Los chicos y las chicas hacían ese reparto a toda velocidad sin reparar en nada, moviéndose entre los pasajeros que los doblaban en altura y las miradas de todos los que iban sentados. Porque siempre eran un espectáculo. Una vez que terminaban de dejar cada estampita en las piernas de cada pasajero (después se había puesto de moda que el pasajero se anticipe al gesto y con una mano en alto o la cabeza negando rechazara que le apoyaran algo. Algunos hasta lo hacían revelando claramente el fastidio), volvía a retirarlas y a ver si alguien le trocaba la estampita de la suerte y el trabajo por unas monedas. La secuencia era imposible de ignorar. Al menos para mí. La verdad es que les daban poco. Les enseñé a mis hijos a dar siempre. A dar a los que piden. No para cambiar el mundo, más bien para mejorarles el día. Para que le salgan las cosas. Ayudar a volverse antes a casa, a lubricarles el status quo con eficiencia. Porque si encima de tener que pedir no te dan, no se puede nada. Otro aprendizaje: los chicos son buenos para pedir limosna. Otro más: la gente es rápida para fastidiarse con un chico que pide. Hace poco mi hija estaba leyendo en un bar y un chico le pidió una moneda. Como no tenía cambio, y le pesaba mi mandato: “Pará que le tenemos que dar algo”, hizo con muchísimo pudor otro truco que yo les enseñé para las propinas: si no tenés cambio, pedí cambio al mozo. Y le pidió al mozo cambio y le dio algo al chico, y se quedó ella, como yo, creyendo que todos íbamos a tener un día mejor.
AS