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Los discos de la buena memoria

19 de agosto de 2023 00:14 h

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Fue el año de Artaud, como titula Sergio Pujol su notable libro sobre el disco que Luis Alberto Spinetta publicó en 1973, a los 23 años. Y fue el año de Traigo un pueblo en mi voz, el disco de Mercedes Sosa que comenzaba con la canción “Cuando tenga la tierra”, de Daniel Toro y Ariel Petrocelli. El chiste fácil sería pensar en nuevas versiones a cargo de un sojero devenido cantante –o lo contrario– incluyendo “Todas las sojas son del viento” y “Cuando tenga más tierra”. Al fin y al cabo ya se sabe que la historia se repite dos veces y la segunda como comedia, como escribe Karl Marx en el comienzo de El Dieciocho Brumario. Y allí está para demostrarlo Emilio del Guercio, ayer autor de “Violencia en el parque”, el tema editado en 1973 por Aquelarre, su grupo post Almendra, y hoy candidato como diputado al Parlasur por el espacio de Patricia Bullrich.

1973, ese ya lejano medio siglo atrás, fue, en todo caso, un año de revoluciones –o de vilsumbres y sueños acerca de su posibilidad– también en el campo de la música. Baste señalar dos discos que fundaron concepciones absolutamente novedosas para los géneros de los que provenían: The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, y Solo Concerts. Bremen. Lausanne de Keith Jarrett. El primero acaba de ser reeditado (de nuevo) en una versión remasterizada (de nuevo) que lleva como leyenda “50th Anniversary”. El segundo es el mismo de siempre. El que inauguró el formato de las grabaciones de largas improvisaciones en vivo, realizadas en teatros dedicados habitualmente a la música clásica y tal vez el mejor de todos ellos. El que nunca necesitó remasterizaciones por la sencilla razón de que no podía sonar mejor. Y el que, entre 1973 y 1974, fue elegido como disco del año por las revistas Time, Down Beat y Stereo Reviewy por el periódico The New York Times, en los Estados Unidos, por Jazz Forum en Polonia y Swing Journalen Japón, además de ganar el Gran Premio del Disco Alemán (Großer Deutsche Schallplattenpreis).

Más allá de la infinidad de reediciones –varias de ellas ligadas a esos objetos hoy desaparecidos, los discos, cuyas presentaciones, plagadas de ilustraciones, desvelaban a los coleccionistas– esta última, y el fasto del aniversario, son un pretexto para recurrir a un intento de extrañamiento –ese viejo truco con que los formalistas rusos explicaban el arte– y tratar de escuchar The Dark Side of the Moon como si fuera la primera vez. Como si no hubiera allí una leyenda. Y, sobre todo, como si no hubiera un recuerdo y fuera necesario (lo es) volver a prestar atención a cada detalle: a las líneas del bajo de Roger Waters, al timbre de la guitarra de David Gilmour (una revolución en sí mismo), a los ritmos intricados –y al formidable trabajo de Nick Mason en la batería–, a las texturas en el teclado de Richard Wright, a la elaborada espacialización del sonido y, por supuesto, a la fomidable erupción de Clare Torry, la cantante invitada en “The Great Gig in theSky”, esa pieza que antes se había llamado “La secuencia de la mortalidad” y para cuya interpretación la intérprete recibió una única consigna: “Pensá en la muerte o en cualquier cosa horrible y cantá”.

Hay una apostilla necesaria a este disco y es la edición, también reciente, del concierto en que lo presentaron el año siguiente, en Wembley. La versión extendida de “Money”, con Gilmour en estado de gracia, las voces de “The Great Gig…”, que esta vez son dos, Carlena Williams y Venetta Fields, escalonándose, imitándose, enmascarándose y recorriendo luminosas su propia escalera al cielo, y el sonido algo más crudo, de una potencia arrasadora, del grupo en vivo –al que se agrega en dos canciones Dick Parry en saxo– valen por sí solos.

Hay otra reedición menos notoria y corresponde, sin embargo, a uno de los grandes discos de 1973, Twice Removed from esterday, el primer álbum solista del guitarrista Robin Trower después de abandonar Procol Harum. Allí, este extraordinario instrumentista, en trío con el bajista y cantante James Dewar y el baterista Reg Isidore y con el agregado en un tema del organista Matthew Fisher –otro ex integrante de Procol Harum que fue, además, el productor de la grabación–, ofrece un magnífico conjunto de canciones, cercanas al rhythm & blues y la balada y traslada a ese campo una sonoridad –y una tridimensionalidad en el timbre y las posibilidades de la guitarra eléctrica– que tenía la patente de invención de Jimi Hendrix. Trower es a Hendrix, eventualmente, lo que la prosa de Faulkner es a James Joyce: no existiría sin ello pero está lejos de ser su repetición o su parodia.

Mientras tanto en Brasil, donde la dictadura aflojaba en parte el tormiquete en materia cultural, y un recién llegado Caetano Veloso publicaba el gran Araçá azul, Chico Buarque, que había actuado el año anterior con Veloso (actuación registrada en el disco Caetano e Chico, juntos e âo vivo) y jugado con el silencio –y la respuesta del público– en las letras censuradas, editaba un disco con la tapa en blanco –salvo su nombre en el ángulo inferior derecho– que luego, en una edición de ese mismo año, incluiría una foto suya y cambiaría su título por Chico Canta. Calabar. O elogio da traiçâo (la publicación en Spotify omite la primera parte del título). Hay allí, por supuesto, varias piezas centrales tanto en la poética de Buarque como en la historia de la canción: “Tatuagem”, “Barbara”, “Fado tropical”, “Fortaleza” y, como testimonio de la barbarie, “Ana de Amsterdam” y “Venzena vida quemdiz sim” en versiones instrumentales, dado que sus letras estaban prohibidas.

El paisaje brasileño no estaría completo sin otros dos discos fundamentales, el debut de Secos e Molhados, con la voz extraterrenal de Ney Matogrosso y canciones como “Sangue latino” y la aterradora y magnética “Rosa de Hiroshima” sobre un poema de Vinicius de Moraes, Elis 1973, de Elis Regina con arreglos de César Camargo Mariano, donde brillan con luz propia “Oriente” de Gilberto Gil, y varios temas de la dupla Joâo Bosco y Aldir Blanc, “O caçador de esmeralda”, “Agnus Sei” y la piazzolliana “Cabaré”.

DF