Hace unas semanas vi Zona de interés, la película de Jonathan Glazer que ganó el Oscar a mejor film extranjero, y por eso también volví a leer Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, la crónica de Hannah Arendt del juicio al jerarca nazi Adolf Eichmann. Zona de interés me impresionó mucho cuando la vi, pero después de conversar con amigos tuve que aceptar que era un poco obvia: no es información nueva que los nazis (igual que los represores argentinos, igual que cualquier miembro activo de una dictadura asesina) tienen vidas privadas y las viven en el medio de las demás tareas horribles que llevan a cabo. Como experiencia cinematográfica, sentarse a ver la vida privada de la familia de un militar que vive y trabaja en Auschwitz (lo más interesante, por lejos, es el trabajo con el sonido, que hace que el campo de concentración al que nunca ingresamos no deje sin embargo de estar presente en ningún plano de la película) es emocionante en el sentido más literal de la palabra: pasan cosas en el cuerpo. En la mente, no obstante, no se te mueve mucho nada.
Como dijo una amiga mía, la película jamás te desafía: no hay ningún momento en que te pida realmente que empatices con los nazis. Los vemos tener discusiones nimias, hablar de trabajo y reírse de los trucos de los judíos para esconder sus diamantes o de lo pequeñita que debía ser la judía a la que quitaron un tapado, pero no los vemos sufrir por amor o cuidar a un hijo enfermo, nada que realmente nos haga pensar incómodamente que en algún sentido o en alguna parte de su vida “eran buenas personas”. Me parece bien, si lo pienso: la tesis de la banalidad del mal muchas veces se confunde con la idea de que cualquiera puede convertirse en un nazi en el contexto correcto, de que todo da más o menos igual y todas las personas son más o menos igual de buenas o malas y lo único que importa es el lugar que uno ocupa en una estructura burocrática.
Es bueno que la película de Glazer no muestre eso: sus nazis son efectivamente gente que se ríe de gasear gente. No son burócratas que no saben lo que hacen, ni tipos grises que participan de una máquina de matar por inercia. Son nazis convencidos. En los últimos años, también, hijos e hijas de represores han demostrado que esa idea de que los militares que ejercían la tortura en los centros clandestinos de detención eran tipos intachables en sus vidas privadas es por lo menos cuestionable en una amplia variedad de casos. Me parece bien, entonces, que Glazer no intente defender esa idea, que incluso si pudiera ser cierta de algunas personas, no aporta nada. Pero así y todo, lo dicho: no tiene mucha novedad lo que la película muestra, y aunque ver la película es difícil, no es estrictamente incómodo.
La lectura de Eichmann en Jerusalén, en cambio, me resultó bastante más incómoda. Yo lo había leído un poco por arriba siendo bastante chica. No solo no recordaba nada, sino que me resulta muy claro que no entendí en su momento lo disruptivo que era ser irónica y hasta crítica con quienes juzgaban a los nazis en el mismo momento en que eso estaba pasando, como efectivamente hace Arendt: ninguno de esos supuestos incorrectos de esta época me generó jamás esa sensación tan espectacular que produce la mezcla de la incomodidad y la certeza, eso que activa la fibra sensible del rigor intelectual. Lo que Arendt hace es interesante no porque sea picante sino porque es valiente, porque realmente nos invita a pensar cosas nuevas, ver el mundo de otra manera, no solo a partir de lo que dice sino del tono incomodísimo que elige para decirlo: una no puede evitar sonreír en las primeras páginas cuando Arendt habla de lo curioso del momento en que se habla de las leyes que prohibían en la Alemania nazi el sexo entre judíos y alemanes en un joven estado que no había habilitado (como todavía no lo ha hecho) el matrimonio civil, y que consideraba bastardos a los hijos de matrimonios interreligiosos. Sonreír pero con el corazón en la boca, claro, porque ella misma lo dice: los juicios de Nuremberg no eran el momento de decirles a los judíos lo que estaba mal hecho en las instituciones de su país. Y así y todo, ella lo hace.
Las personas de a pie repudian como funcionarios e Internet se vuelve un mar de declaraciones de prensa hechas por nadies donde ya no se puede leer nada interesante, solo afirmaciones de superioridad moral
Pienso, en ese sentido, que Glazer completó su película con su discurso en los Oscar, cuando habló de la deshumanización del otro (visible, dijo, tanto en el atentado terrorista del 7 de octubre como en la violencia de la ocupación y de la contraofensiva israelí) como el tema central de Zona de interés. Le temblaban las manos, creo, porque sabía que lo que decía iba a caer mal, y porque iba a caer peor dicho de su parte. Sabía, también, que a un lado le iba a parecer demasiado pro israelí y a otro demasiado pro palestino, y entonces no lo iba a salir a defender nadie (salió, de hecho, el director del museo de Auschwitz).
Estuve pensando también en este 24 de marzo, en el atentado que sufrió una militante de H.I.J.O.S. en Rosario por parte de una banda que escribió el lema de La Libertad Avanza en su pared, y en que todo está dado vuelta. Las personas de a pie repudian como funcionarios e Internet se vuelve un mar de declaraciones de prensa hechas por nadies donde ya no se puede leer nada interesante, solo afirmaciones de superioridad moral. La única persona que efectivamente tenía que hacer su repudio, que era el presidente, no dijo nada. Pienso que tiene que haber una relación entre que sea tan difícil pensar, tan difícil ocupar esos lugares incómodos que Arendt ocupaba y que Glazer ocupó en el escenario de los Oscar, cuando los tipos que deberían estar siendo institucionalistas y aburridos (eso es lo que espero de los funcionarios, no que sean graciosos u ocurrentes) prefieren ser pícaros influencers.
Pienso, también, en el rol que termina cumpliendo la “incorrección política” que no trae nada nuevo en un momento en que esa incorrección gobierna. De vuelta, no me molestaría tanto que eso circulara si no fuera porque genera un clima comunicacional ruidoso en el sentido más literal, como el ruido de fondo del campo de concentración en Zona de interés, que hace que los discursos incómodos en serio, los que nos sirven para pensar diferencias sutiles, los ocurrentes y valientes, no se puedan escuchar con claridad: es como que solo queda lugar para andar gritando lo obvio, justo en el momento en que necesitamos lo contrario.
TT/MF