Cuando alguien muere, es común que se lo idealice. Se exaltan los rasgos positivos, se lo recuerda con afecto, incluso cuando era una persona contra la que se despotricaba.
Esta idealización es todo lo contrario de un duelo. En parejas que recién se separan es frecuente que, como defensa respecto del duelo, se recurra a este mecanismo de destacar lo bueno del otro, como forma de retener lo perdido.
Que a veces se subraye solo lo malo no cambia las cosas. La idealización negativa también es otro modo de resistirse al duelo. El problema central de un duelo es que no se puede elegir. No existe “hacer el duelo” como acción voluntaria. Es más bien el duelo el que te agarra y te trabaja.
Y en el trabajo del duelo, el verdadero drama está en que, ante la pérdida, el Yo tiene que ofrecerse como sustituto del objeto perdido y eso implica tener que transformarse.
Este es un drama, dado que en ese proceso se produce una desexualización y, por lo tanto, una desmezcla pulsional, con la que Yo tiene que ver qué hacer para no quedar mortificado. Ejemplo: todos conocemos algún caso de viejitos que, muerto uno, al poco tiempo el otro desarrolla una enfermedad fulminante y muere también.
El drama del duelo es que su trasfondo es la imposibilidad de que su trabajo sea completo y exhaustivo. Un poco morimos en cada objeto que perdemos.
La pregunta freudiana, la que recorre toda su obra, es cómo perder un objeto y no morir en el intento de sustituirlo; porque su sustitución es solo eso, un intento.
Ahora bien, el duelo solo hace una parte del trabajo de separación. Una parte muy importante, sí, pero solo una parte.
El resto del trabajo de separación está en cómo seguir viviendo en un mundo en que el otro está, o no, sin una relación afectiva.
En este punto, la separación es como una pérdida de mundo, mucho más profunda que la pérdida de objeto que se puede elaborar a través del trabajo del duelo.
Por ejemplo, en los mejores casos un hijo ya dueló la pérdida de sus padres mucho antes de que estos mueran. Esto quiere decir que pudo dejar de ser un niño –sin dejar de ser hijo. Sin embargo, esto no quiere decir que esté preparado para vivir en un mundo en el que no estén sus padres.
A algunos hijos les agarra por el lado de no poder separarse de los objetos que dejaron sus padres: desde la ropa hasta algún objeto que, en verdad, no es tal, porque más bien recrea un ambiente o una tonalidad emocional.
No se trata de fetiches, sino de una recreación de la transicionalidad que, así como está en el inicio de la vida, también sirve para ciertas despedidas finales.
Lo mismo podría aplicarse a cualquier relación en la que media el amor. Lo importante –en la medida en que es algo sobre lo que muy pocas veces se llama la atención– es distinguir entre trabajo del duelo y trabajo de separación.
Freud estudió principalmente el primero. Sobre el segundo dijeron algunas pocas cosas algunos autores post-freudianos (sobre todo cómo la separación puede enloquecer a ciertas personas).
Lacan hablo de separación, pero como lazo respecto del deseo del Otro (es decir, para Lacan la separación no es separación del otro) y su relectura del duelo freudiano no profundiza sobre lo que antes llamé “pérdida de mundo”.
Fenómenos típicos de lo insoportable de la separación cuando el otro sigue vivo son el stalkeo y/o o el deseo de eliminarlo. Con la virtualidad, saber del otro se vuelve intolerable –eso intolerable de que se goza–, porque no se puede hacer “como si” el otro estuviese muerto.
El mundo pre-virtualidad podía con esfuerzo subsumir el trabajo de separación al trabajo del duelo; hoy estos dos trabajos son independientes y, en efecto, separarse se volvió más difícil que duelar.
LL