En estas semanas de inicio de clases, leo y escucho los efectos inmediatos de la inserción de los niños en la maquinaria institucional. Las familias -cualquiera sea su conformación- tiemblan, zozobran ante el ingreso al mundo extrafamiliar (y el del mundo extrafamiliar a la dinámica de la familia). Pienso en los modos inevitables en los que choca la institución familiar con la institución escolar: los niños que comienzan por primera vez su escolarización vienen de ser nombrados por sus familiares y van a encontrarse ahora con otros modos de ser nombrados: por maestros primero, por pares después. Todo lo “especial” que un niño es para los padres -y por especial no me refiero solamente a una característica positiva- empieza a ser un poco resquebrajado: como si el inicio de la escolarización se tratara de entregar ese ser especial e impoluto a los enchastres de las relaciones con otros, por fuera de lo familiar. La cosa se pone en cuestión. Aparecen las preguntas y la normalización: “¿es ”normal o no es normal?“. Comparaciones con otros niños, parámetros, medias, promedios, estadísticas, etc. Adiós ser especial, hola ser general.
Natalí Shejtman se ocupó de algunas de las vicisitudes de ese período inicial en esta nota. Parece que hoy ya no se llama “adaptación” a ese período, sino que, como señala la autora, “en los últimos años fue renombrado como «período de inicio»”. De lo que no estoy tan segura es de que cambiar el nombre cambie las prácticas. Más bien tiendo a creer que ese tipo de cosas funcionan al revés: se cambia el nombre para que no cambie nada más -rotular siempre es más sencillo que revisar prácticas-. Se trata, sin dudas, de una adaptación a los modos institucionales. ¿Quién se adapta? El niño, sí. Pero también, y sobre todo, los padres. Por eso Natalí Shejtman da su testimonio diciendo: “Ahora me encuentro iniciando el mismo proceso progresivo en una nueva institución con mi hijo menor. Y se repite, palabras más palabras menos, el diálogo de mis adaptaciones anteriores”.
“Período de inicio” termina siendo entonces un eufemismo en la medida en que la función de las instituciones permanece. Pueden variar sus contenidos, pero su función sigue siendo la de normalizar, disciplinar, domesticar, enseñar, educar, civilizar. Las escuelas pueden modernizarse en muchos aspectos, incluso pueden cambiar los nombres, pero el modo en que ejercen su poder es inevitable. Para eso están. Se trata de ese poder que, como diría Foucault, “se ejerce sobre niños, colegiales, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia”. Luego tenemos toda la vida para aprender también cómo resistir, cómo sacarnos de encima esos lastres.
No pasa mucho tiempo para que, desde la escuela, o desde los padres, surja la idea de que un niño es tímido y que ser tímido es un problema. Es en ese contexto en el que pienso en la timidez y en cómo sigue siendo, en muchos casos, un estigma. Basta googlear “timidez” para que las primeras y más abundantes entradas sean cómo “superarla” o “vencerla”. En casi todos los casos, el sentido común la asocia a otro estigma, “la inseguridad” y, por supuesto, a la baja autoestima. Y pienso que la autoestima es siempre alta: ya sea que nos creamos geniales, ya sea que nos creamos unos idiotas. Y es que creerse ser siempre implica tener autoestima alta. El problema no está en lo que refleja el espejo, sino en ser mirados constantemente, en no poder sacarnos el espejo de encima. La personalidad que creemos que tenemos, o la que nos atribuyen: una pata de elefante sobre nosotros, la hormiga. La personalidad: esa consistencia densa, pesada, agobiante, difícil de alivianar.
La timidez, entonces, casi siempre resulta una característica destacable y destacada; casi siempre se subraya. Como si no se pudiera omitir. Una ironía: el que se siente tímido tiene encima las miradas de los que lo notan tímido. Y es que muchas veces la timidez se forja a partir de la idea de que se tiene una mirada encima. Pero ¿quién no tiene una mirada más o menos encima? La timidez ha sido casi siempre catalogada dentro de los defectos, dentro de los déficits, dentro de los estigmas. Y en esta época exhibicionista, que todo lo da a ver, quizás lo sea aún más. Si algo hace el tipo de psicoanálisis que más me interesa, es intentar deshacerse de los catálogos, las clasificaciones, las patologizaciones. En todo caso se tratará de indagar el estatuto de un sufrimiento: ¿inhibición, síntoma o angustia? ¿De qué sufre alguien? ¿Qué de todo lo que dice lo hace sufrir? En un análisis se va a tratar, en todo caso, de deshacer ese cúmulo de etiquetas y clasificaciones y adjetivaciones de las que está hecha una “personalidad”. Para el psicoanálisis no existen problemas a priori. No se maneja como un manual de diagnósticos, ni como un catálogo de síndromes. La timidez, por ejemplo, no es un problema en sí mismo hasta que lo es para alguien en particular, hasta que la timidez esté haciendo sufrir. Muchas veces lo que hace sufrir no es tanto una vivencia, sino el modo en que una característica personal es señalada como estigma. Y es que la autoestima siempre viene del otro. O, como dice Lacan, “el ser está perdido en el basurero del Otro”.
Como si la timidez no fuera muchas veces algo que irrumpe sin que nos supiéramos tímidos. Como si la timidez no fuera un modo en el que nos escuchamos decir que sí, o que no. Como si la timidez fuera necesariamente un modo del impedimento. No siempre. A veces sólo es un síntoma, es decir: una solución a un problema.
Timidez se llama a veces a la discreción, a la mesura, al repliegue voluntario. Al gusto por la soledad, a la preferencia por el silencio. Timidez se le llama a veces a la zozobra y a la vergüenza. Como si fuera obligatorio ser desvergonzados. En el mundo actual del coaching y el management, de la expresión y la mostración, el de la imposibilidad de callarse, el de la estridencia de las buenas causas, no hay lugar para la timidez porque la timidez es un signo -en la patética naturalización- de lo que no va bien.
Nick Cave recibió por parte de dos fans -Daniel y Vera- dos preguntas -respectivamente-: “¿Qué es la timidez?” y “¿Cómo fue la primera cita con su mujer?”.
Nick Cave -dejo el texto original- contestó con un texto muy bello. Lo primero que dice es -la traducción es mía, es torpe-:
“La timidez es el sonido tentativo de la orquesta afinando antes de que comience la sinfonía. Es una hermosa pieza musical fracturada en sí misma. Es la orquesta que intenta encontrar su intención compartida y, si me preguntas, termina demasiado rápido. En algunas circunstancias, la timidez nunca encuentra su acuerdo armónico y la situación nunca estará a tono. Sin embargo, la timidez es un regalo que también puede ser la intuición a veces paralizante, a menudo abrumadora, de que lo siguiente que presenta la vida es potencialmente trascendental, ya sea hermoso o devastador, donde un intercambio de palabras o un gesto es una puerta de entrada a un mundo nuevo y desconocido. A partir de estas insinuaciones de una claridad insoportable, podemos caer a través de nuestra timidez en momentos de significado trascendental, y nuestras vidas pueden cambiar por completo”.
La timidez: esa tentativa.
Dejo también la pieza que Nick Cave hizo con su texto:
AK