No quisiera quedarse, ni salir
Ezra Pound
“Cuatro paredes cuando sopla
el viento:
sin movimientos
o con el solo movimiento de los ojos…
Mañana cambiaremos el lugar
de esa ventana.“
Alejandro Zambra
La pandemia hace trizas muchísimas cosas: también, algunas fantasías. Pensemos una: trabajadores y trabajadoras que tengan, casi como un traje de astronauta, el orden de producción como algo externo. Algo que los recubre, que los acompaña durante el día, un puching ball para enfrentar cómo ganarse la vida. Una coraza. Algo que pudiera ponerse durante la mañana y sacarse por la noche. Algo que empezara de la puerta para afuera, de la piel para afuera. Ya Michel Foucault había señalado que ningún poder funciona realmente (o solamente) así: de arriba para abajo, de afuera para adentro, vertical, prohibitivo, censor. Ningún sistema de la modernidad –la democracia, el patriarcado, el capitalismo– se organiza de ese modo, como aquello frente a lo cual se podría luchar o modificar desde la externalidad. La polaridad amigo/enemigo se choca la frente contra el vidrio ante ese “tener adentro” aquello que se quiere combatir. (Incluso cómo resistir también se genera desde esas coordenadas, no en el aire.) Los modos de creación, de trabajar y hacer sostenible la vida, son epidérmicos: producen. Producen hábitos, gustos, compras, fantasías, sistemas, órdenes, derechos, repliegues, familias, clases, sexo. Producen esta misma escritura.
Volvamos a esa escena fantaseada: llegar, revolear las llaves, dejar atrás la ciudad de la furia. La fantasía ya se venía pinchando de antes: las tecnologías –los mails, los mensajes (por sintetizar)– irrumpen en medio de la ida al supermercado, la vuelta en colectivo, la cena, etc. La distinción entre ocio y negocio –fundante de la modernidad: la escisión entre trabajar y recuperar la fuerza para seguir haciéndolo después– empiezan a estar salpicados. No sólo porque el negocio se entromete adentro del ocio sino porque, sobre todo, el ocio crece en tecnificación (leer un libro y comentarlo en una plataforma, estar comiendo y opinar sobre un restaurant, gestionar la “atracción” de los perfiles en redes sociales, vacacionar y elucubrar las fotos para compartir, Tiktok o Twitter –no tan distintos–). A la vez, los feminismos politizan la noción de trabajo al mostrar cómo eso que pasa –en apariencia– de la puerta para afuera solo es posible por lo que pasa de la puerta para adentro. Silvia Federici dice “lo que llaman amor es trabajo no pago” y relee la transición del feudalismo al capitalismo sostenida en los cuerpos de mujeres.
La antropología latinoamericana del trabajo viene señalando, con las inflexiones que tiene el trabajo en el continente, esos engranajes entre trabajo y vida. Trabajo es la forma de nombrar la subjetividad moderna. Imaginemos: cómo ilustrar una nota no sobre “las” trabajadoras sino sobre este día, el de los/as trabajadores/as, así, a secas. Quizá se elegiría la típica imagen fabril. Pero a la revolución industrial la identifica tanto la máquina de vapor como la ama de casa que cocina un guiso. Una no se sostiene sin la otra. Para que alguien pueda hacer un zoom, dar clases, ir a atender un negocio, alguien más tiene que hacer la comida, cuidar, comprar; incluso querer. La división entre la esfera pública –la de la producción y el reconocimiento– solo es posible por la esfera privada –la de la reproducción y la invisibilización– y por la diferenciación histórica entre los espacios típicamente construidos para varones y para mujeres.
La división entre la esfera pública –la de la producción y el reconocimiento– solo es posible por la esfera privada –la de la reproducción y la invisibilización– y por la diferenciación histórica entre los espacios para varones y para mujeres.
Hannah Arendt había identificado la biopolítica décadas antes que la palabra exista cuando, de modo pionero, en La condición humana distingue entre trabajo y labor; labor es aquello que hace posible la vida misma y que es irreductible. Pueden cambiar los modos de producción pero la labor está adherida al hecho de estar vivos: comer, dormir, dar cobijo, aseo, etc. ¿Cómo se puede cuidar la vida y producir dinero a la vez? Esta pregunta pandémica intersecta capas: las económicas, las de clases, las de género –una peluquera que tiene abierto el local pero la escuela cerrada, una conductora de Uber que sale a completar lo que no consigue como kiosquera, una policía que tiene que darle clases de inglés adicionales al hijo cuando vuelve, el recargo de tareas en las trabajadoras en casas de familia, el seguir produciendo igual aunque todo sea diferente–. Las listas no dejan de ser caprichosas porque la pandemia iguala en esto: todos/as estamos perdiendo. No del mismo modo. Hay 42 por ciento de pobreza y una precariedad que nos pisa los talones.
Byung-Chul Han caracteriza el “cansancio” como parte de este orden de época: cada quien se agota a sí mismo. La producción como desborde: todo es un trabajo. Buscar pareja. Mantener pareja. Criar hijos. Decidir no tener hijos. Subir contenidos a redes sociales argumentando cualquiera de estas decisiones. Las lógicas del trabajo y del mercado han venido desbordando a otras esferas. La oficina es el celular. El whatsapp como aquello que mezcla escenas: la de un jefe o jefa, la organización de la escolaridad, la charla con amigos, el levante (eterno). Todo se parece a trabajar. Epicidad y cansancio. Todos/as creemos que somos la persona más cansada de la tierra. Cada vez hay menos espacios que no se parezcan a trabajar. El dolce far niente ha muerto. Trabajar a cualquier hora, estar pasado, no parar un minuto: está de moda. Queda bien. Incluso dormir puede estar controlado, estimulado, optimizado. Ya se crean unas app que nos sacan el sueño de encima, que nos digan cómo dormir mejor. La fantasía Silicon valley por la cual una empresa financia el congelamiento de óvulos es un síntoma último del bendito work life balance, un mundo aspiracional sin niños ni muertos, sin conflictos. Potencia y posposición. La pandemia no inventa un modo de trabajar, recrudece uno que estaba en ciernes.
Todo se parece a trabajar. Epicidad y cansancio. Todos/as creemos que somos la persona más cansada de la tierra. Cada vez hay menos espacios que no se parezcan a trabajar. El dolce far niente ha muerto.
La producción de la propia vida: de sus formas de ganar plata pero más aún de la trasformación del dinero en cierta calidad de vida. Eso es la definición de clase. No se podría hacer una historia de la clase (media) sin ese monumental libro de Nancy Armstrong sobre la ficción doméstica inglesa donde explica ese pasaje. Ahí hay una llave que conecta, entre mapas y tiempos superpuestos, con el peronismo, con su orden transformador histórico a mediados de siglo pasado: los modos de producción exigen y ofrecen a la vez. El trabajo dignifica. Consumo y subjetividad. Flechas que apuntan a los dos lados. Las muchachas de antes –inmortalizadas en los tangos, en las películas del cine de oro, en el extraordinario cuento “Emma Zunz”, de Borges– son quienes hacen de casa al trabajo un salto a la banca. Hacer de lo que es una necesidad –vender la fuerza de trabajo– un flujo de modernidades que, de formas contradictorias, son apropiadas con ímpetu por esas mujeres. A la construcción histórica de la trabajadora como “fea” o “tuberculosa”, degradada respecto de la idealización doméstica, se la contrasta con el comienzo de la elección de la Reina del Trabajo. Aristrocratizar a las trabajadoras. Una princesa plebeya con guantes viaja en un ferrocarril.
El trabajo es la política, la literatura o el rock mismo: un modo de leer, de intervenir el mundo, de arañarlo. Es el tema de temas. Aquello que conecta series: la producción remota con la construcción de edificios para monoambientes, el “emprendedorismo” con la cat family –quienes viven nada más que con la mascota–. Aglutina lo disperso, pegotea billetes y anhelos. El siglo XX es un siglo de mediaciones. Ahí viaja. La fantasía del XXI es otra, se nos escurre de las manos. Que la producción y que los vínculos puedan sostenerse de forma remota no es un invento pandémico: que se pueda morir de espaldas al mundo, que el sexo sea “virtual” mientras seguimos trabajando son condiciones de época que la pandemia hace explotar, lleva al extremo.
El primero de mayo recuerda el hito trágico –un grupo de trabajadores sindicalizados que son ejecutados en 1886 en Chicago–. Todos tenemos nuestros mártires íntimos, a quien prenderles una vela, nuestros héroes y heroínas de clase trabajadora. En la familia, en la Historia, en el sindicato, en los partidos. Hace pocos días el presidente de Estados Unidos hizo (¡propias!) las críticas al neoliberalismo y anunció un plan de familia y empleo. Habló de clase media y habló de sindicatos en el origen del país. Esas dos cosas que resisten, que se niegan a morir: el Estado y la “sociedad salarial”.
Para quien puede, no hay más ciudadanía en estas semanas bravas que quedarse en casa; a la vez, para hacer de esa casa una nueva fábrica, parafraseando la antigua consigna de la CTA de los años noventa. Abramos la ventana un rato este primero de mayo.
FA