Me gusta que volvamos a hablar de las películas como acontecimientos, aunque sea por un rato. Hace tiempo que no percibía la sensación de “tener” que escribir sobre algo. En la coyuntura política existe algo así como el evento de la semana, y los columnistas políticos más o menos saben que tienen que cubrirlo. La actualidad cultural, en cambio, es cada vez tanto más infinita y dispersa que ya es raro sentir la obligación de comentar una novela o una película. Ya he escrito sobre Barbie, y estrictamente, no soy crítica de cine y probablemente nadie necesite que yo escriba sobre Oppenheimer. Si no fuera por todo el marketing que se armó alrededor del estreno simultáneo, de hecho, no escribiría sobre una película que ni siquiera me gustó tanto. Pero me pareció que en el fondo, la epopeya de Nolan habla tanto de nuestra época como la (para mi gusto) mucho más lograda de Gerwig, y que vale ver qué tan lejos nos puede llevar en el análisis el meme de Barbenheimmer.
En términos de adaptación, Barbie y Oppenheimer eran ejemplos contrapuestos: en el primer caso tenemos una muñeca sin relato, una muñeca que literalmente había sido todo y podía ser cualquier cosa, puro plástico y plasticidad. La historia de Robert Oppenheimer, en cambio, venía ya de fábrica con una serie de conflictos de vida o muerte, personajes interesantes, oscuros y contradictorios e incluso un par de escenas espectaculares que prácticamente se escriben solas (como el testeo de la bomba en el desierto estadounidense, que Christopher Nolan aprovecha con virtuosismo cinematográfico en la que es por lejos la mejor parte de la película). Al contrario de lo que mucha gente cree (toda esa gente que te dice “es una historia genial, deberías hacer algo con eso”), pienso que es mucho más difícil hacer una película con una historia extraordinaria que con un IP que no te da nada. La historia extraordinaria es una responsabilidad; hacer las cosas mal es “desaprovechar una oportunidad”. En la misma línea, esas historias suelen tener tantas partes geniales que una especie de FOMO (Fear of Missing Out, miedo de perderse de algo, el mal de nuestra época) se apodera de quienes las adaptan y terminan sacrificando narración, belleza, profundidad e inteligencia en el altar de la completud. Es un poco lo que le pasa a Nolan con Oppenheimer, pero ni esa voluntad enciclopédica ni la solemnidad grandilocuente ni la falta de frescura son los problemas que me interesan. O sí, en realidad, porque estos problemas están conectados con el problema que interesa, aunque sean más efectos que causas.
Lo que me dejó pensando es que el problema de esas películas de superhéroes que algunos nos la pasamos denostando no son las películas de superhéroes, es decir, no es que esas películas existan, ni siquiera que sean las películas más vistas: sino que el hecho de que sean las películas más vistas genera una especie de efecto contagio sobre el resto de las películas, del mainstream y quizás más allá. Quintín lo desliza en su crítica excelente y demoledora: “...esa gente que hace películas también maneja la tecnología actualizada de los guiones, en los que no hay héroes sino superhéroes o antihéroes y por eso en Oppenheimer, a diferencia de los viejos biopics solo hay personajes turbios”. De la estética de los superhéroes que se ha derramado sobre tantas producciones que no tienen nada que ver con esos universos a Quintín le molesta lo turbio. Tiene razón, pero a mí me molesta más la teoría de la subjetividad que leo en los armados de los superhéroes, y el modo en que eso influye sobre películas que, como Oppenheimer, se tratan de otra cosa; básicamente, de gente de verdad.
Unos días después de ver Oppenheimer empecé a leer Caja 19, de Claire-Louise Bennett, en una traducción preciosa de Laura Wittner. Me atrapó de inmediato porque tiene unas técnicas bastante curiosas para narrar el nacimiento sedimentario de la subjetividad de una escritora: digo sedimentario porque justamente, no es un nacimiento construido a partir de grandes acontecimientos puntuales, ni tampoco hecho completamente de talentos y excentricidades traídas desde la cuna. Entendí que eso era lo que me había molestado de Oppenheimer: la construcción del superhéroe que se convierte en quién es a partir de una combinación de dotes divinas que vienen de nacimiento y eventos trascendentales en los cuales el (super)héroe, en lugar de descubrir algo con genuina sorpresa, descubre en realidad algo que siempre estuvo dentro suyo. El (super)héroe, a diferencia del héroe, no se deja afectar por lo que lo rodea, salvo por “su única debilidad”, que siempre es una debilidad con significado, nunca algo que no se pueda explicar. El (super)héroe, igual que toda la película de Nolan, tiene “contradicciones”, pero no tiene cabos sueltos. Su personalidad se hace con líneas rectas, sin borrones, sin dibujitos.
En Caja 19, en cambio, vemos nacer a esta escritora adolescente en el modo en que reflexiona sobre la materialidad del acto de leer; en la angustia que le produce escribir con otros, ofrecer en el trabajo en grupo del secundario las más aburridas de sus opiniones porque defender las más inteligentes le daría demasiada fiaca. La vemos titubear, la vemos tomar direcciones impensadas, la vemos ir a lugares que no la conducen a ninguna parte. Me hizo pensar en el Retrato de un artista adolescente de James Joyce, pero sobre todo, y más que nada, en la Odisea, el ejemplo paradigmático de la construcción de un héroe que cree que sabe adónde va pero en realidad no sabe, y en el fondo sabe que no sabe. Es eso, finalmente, lo que más me molestó de Oppenheimer: el modo en que encarna una teoría de la subjetividad completamente basada en la conciencia y en la certidumbre, una teoría de la subjetividad que, por supuesto, tiene todas las chances de ser bien recibida en esta época en la que lo único que interesa de la subjetividad es lo que se puede controlar, y lo que se puede elegir. Es curioso porque empecé pensando que el problema de Oppenheimer era su solemnidad, es decir, su falta de sensibilidad para la comedia; y es verdad, pero la otra cara de ese problema es la falta de sensibilidad para la tragedia, para contar las historias de héroes que no son responsables de todo los que les pasa. En el fondo es lo mismo: los superhéroes no son cómicos ni trágicos porque no son humanos.
Supongo que la debilidad por lo humano, en una época que quiere ser posthumana, es una nostalgia tan retrógrada como cualquier otra: pero ver esa falta de humanidad en una película ubicada en el cénit del siglo XX, en el epicentro de las historias de guerra y de amor y de carne eminentemente humana, no puede no dar un poquito de melancolía.
TT