Este domingo, día de la madre, veremos muchas fotos, muchas postales, las de madres con sus niños en polaroids añejadas, algunas hasta en blanco y negro, las de familiones rodeados de ravioles o asados, las de parejas con sus pequeños. Ésa es una verdad. Las de la maternidad: su decisión, su arrojo, su esfuerzo –ni hablar la sostenida durante la pandemia, mujeres haciendo malabares en departamentos de dos ambientes–. Pero esa verdad no es única. Muchas veces esas fotos no muestran cuánto sostiene a la familia –no siempre, desde luego–: las niñeras, las amantes, las maestras, las abuelas, otras mujeres, otros amores. Ninguna crianza entra en una foto. Es más bien una película, una trama, donde el recorte de lo familiar –el chin chin, la celebración, la sonrisa para la ocasión– también se hace de pasado, de futuro, de oscilaciones, de dudas, de otras familias. “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, escribió Tolstoi al comienzo de Ana Karenina. Pero no escribo sobre esa sentencia. Escribo para todo lo que en ese día no entra en la foto. Todas las familias se fundan sobre un agujero negro.
Violeta Gorodischer explora la “decisión de maternar hoy” y despliega distintos interrogantes en el recién publicado Desmadres: “¿Por qué hoy la lactancia se impone en la construcción de la buena madre, continuando la línea ideológica que impuso el aparato estatal a principios del siglo XX? ¿El llamado ”parto respetado“ es un esnobismo o un real ejercicio de autonomía? ¿Cuál es la verdadera pugna de poderes que deberíamos estar mirando? ¿Qué hace que el duelo gestacional sea tan silenciado por el sistema médico y aun por el entono más cercano?” Y continúan las preguntas: “¿A qué nos enfrenta la imposibilidad de gestar un hijo y que dilemas éticos plantea el avance de la ciencia? ¿En qué momento los cuidados se transformaron en un asunto de agenda pública? ¿Cuán libre es la decisión de no maternar?”. Desmadres incluye un último capítulo en torno al porqué no y despliega las sutilezas que cuajan –desarticulan, complejizan– la polarización maternidad deseada y no deseada. “La maternidad será deseada o no será”: ¿cómo se llaman quienes no pueden –o no pueden aún– cumplir con su deseo?
Un poema de Sharon Olds, “Meeting a Stranger”, dice: “Cuando te conozco no somos solo dos personas que se conocen / Tu madre está aquí y tu padre está aquí / y mi padre y mi madre”. La traducción es caprichosa y deliberada. Subrayo en el poema “culpa”, “vergüenza”, “aliento”, “compromiso”, “riesgo”. Los nudos familiares, los nudos maternos. Muchas veces –y quizá no falten notas este día que lo enfaticen– a las familias se las pretende conocerlas. Como si las familias también pudieran venir con etiquetado frontal: “ensambladas”, “alternativas”, “modernas”. Recuerdo que en ocasión de la sanción de la ley de matrimonio igualitario una de las discusiones era por el uso o no de “matrimonio”. Adjetivar las familias –más allá de la mostración de los distintos órdenes familiares y de sus transformaciones en el tiempo, como estudia entre otras Isabella Cosse– mantiene la restricción de la expectativa de lo familiar. Del núcleo duro de la familia. ¿Qué es una familia? ¿Dónde empieza, dónde termina? No entra en ninguna foto, no entra en ningún adjetivo. Todas las familias que se conocen se parecen unas a otras, pero cada familia que se desconoce lo hace a su manera.
En Notas sobre la familia, Alexandra Kohan escribió: “Separarse de la familia –que no es pelearse, ni no hablarse más– no es nada sencillo. Muchas veces sólo se puede hacer de un solo lado, es decir: forzando esa separación aunque del otro lado vengan los reclamos. Entiendo que a muchos les es más sencillo hacerlo alejándose geográficamente, porque hay casos en los que la cercanía impide demasiado. Pero quizás sea de este otro modo: la familia nunca habilita esa separación, es más bien la separación la que habilita que a uno la familia ya no le pese, ya no lo agobie. No es que cesen los reclamos, sino que uno deja de escucharlos; uno deja de constituirse en ese mismo lugar de siempre, uno empieza a ser otro. Y, a su vez, deja de convocar a la familia en el mismo lugar de siempre”. Y luego: “Porque si de algo estoy segura, es de que fue el análisis el que me posibilitó hacer una vida más allá del destino familiar. Fue el análisis el que me hizo desviarme del lugar familiar en el que se me esperaba. En un análisis acaso se trate de desfamiliarizar, no de no tener familia. Se trata de que el ejercicio analítico disipe un poco el cielo feroz, sombrío y opaco de las tormentas familiares”.
El nervio de una casa es la cocina. El nervio de una familia es la madre. ¿Qué es una familia? Este año me mostró una respuesta más: el lugar donde se abre la heladera sin preguntar antes. No me refiero a la intrepidez –o hasta la desubicación–. Me refiero a las condiciones de posibilidad de abrir esas puertas blancas sin anuncio. Las cocinas de las casas tienen muchas sucursales. Y cambian. Para mí la heladera de mi casa también está en Puán 480. La familia es un género, leerla solo como policial es leer nada más que las huellas del “fracaso” o del “éxito”, o como si fuera una “sortija” que “toca”. Prefiero quedarme con las canciones, con la familia como la más animal de las canciones. Están quienes dan portazos, están quienes se quedan a cualquier costo, pero si hay un solo adjetivo que elegiría para lo familiar es “mestizo”. Romper desde adentro. Bancarse la pelusa –y cómo va cambiando la pelusa–. Lo más animal es ser mestizo. Allí quizá haya un riesgo: ni irse ni quedarse, y hacer algo con eso.
“Nací el 20 de diciembre del año 2001 a las 19:52. Mi partida de nacimiento indica que soy argentina, pero lo cierto, lo exacto, es que nací en territorio ucraniano. La diferencia horaria entre Argentina y Ucrania es de +6 horas y la distancia entre Buenos Aires y Kiev es, según Google, de 12.816 kilómetros. Con esto quiero decir que no nací en el momento preciso en el que el Sikorsky S76B de fabricación estadounidense y 3,5 toneladas de peso hacía equilibrio a centímetros del techo del viejo edificio rosado con el objetivo de no dañar su estructura. Lo que quiero decir es que respiré por primera vez el aire de este mundo cuando el mayor Claudio Zanlongo y el vicecomodoro Juan Carlos Zarza recibieron el llamado del jefe de operaciones de helicópteros. […] Entonces nací a las 13:52 hora argentina, seis horas antes de que Fernando de la Rúa se subiera a ese vientre de metal para surcar el aire de la nación hacia algo más que la deshonra. Pesé 2,900 kilos. Se hubieran necesitado más de doce mil bebés como yo para alcanzar el peso de aquel Sikorsky. En esto no hay diferencias con Ucrania ni con ningún otro país: un kilo de bebé es un kilo de helicóptero. Los números no mienten. Las palabras, sí”. Así comienza El cuerpo es quien recuerda, de Paula Puebla, novela que a través de las voces de Nadija, Rita y Victoria productiviza uno de los desafíos de la época: cómo venimos al mundo. Puebla –el mismo año de la guerra en Ucrania, de las notas sobre estos bebés por nacer– pone el ojo clínico y agudo en una ficción que explora otra parte de la canción que a veces nos cuesta mirar.
El poeta Francisco Madariaga escribió “ese tambor de sangre es tu país”. Familias argentinas y tambores de sangre. Leer la imbricación entre lo familiar y lo político –como en el extraordinario Familias póstumas, de Marcos Zangrandi– es también parte de aquello que llamamos “familiar”. Feliz día a todas las madres, a todas las que maternan, a todas las que buscan, a todas las que lidian con las mil formas del deseo y, sobre todo, feliz día a lo que hacemos con lo que las puertas de esas heladeras hicieron de nosotros. La familia da trabajo, y da capital. Estas palabras no son una diatriba contra el estatus de las fotos del día de la madre. Son, apenas, poner otro foco: el que muestra, quizá, la luz blanquecina cuando se abre la heladera.
FA