Opinión

Femicidios: el techo de cristal del movimiento feminista

11 de febrero de 2021 16:43 h

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Twitter es salvaje. Cuando la Ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, pronunció en esa red social su pesar por el asesinato de Úrsula Bahíllo, las respuestas y los retuits irónicos y/o enardecidos no tardaron en llegar. El grueso de los comentarios condensaba dos de los odios favoritos de la jungla digital: las feministas y los empleados públicos. La Ministra y el resto de las funcionarias y equipos que de ella dependen condensan ambos mundos. Probablemente a nadie se le ocurriría reclamarle a Meoni ante cada accidente de tránsito. Pero las mujeres siempre tenemos que performar mejor. Las mujeres, encima de que les creamos un ministerio, no pueden resolver la ultraprecarias y múltiples capas de nuestro sistema institucional roto para impactar en el número de asesinadas anuales.

Sin embargo, en la reacción contra la funcionaria feminista ante el asesinato de Úrsula no había solamente un sesgo de género o antiestatal. En algunos reclamos también se observaba tristeza y desazón, como si alguna parte de nosotras mismas creyera que después de seis años de movilización feminista masiva y de conquistas importantes, y ahora que hay algunas oficinas feministas ubicadas en lugares influyentes del Poder Ejecutivo, ya era hora de que derramara perspectiva de género en otras dependencias públicas, y luego de algunos otros pasos en cadena, eso impactara en una disminución significativa de asesinadas. El Ministerio fue creado, justamente, como respuesta “al compromiso asumido con los derechos de las mujeres y diversidades, frente a toda forma de discriminación y violencia, y en pos de la construcción de una sociedad más igualitaria que promueva la autonomía integral de todas las personas, sin establecer jerarquías entre las diversas orientaciones sexuales, identidades o expresiones de género, siendo estos objetivos prioritarios de gobierno”. Pero su labor, aunque tenga el aura celebratorio de la conquista, recién empieza. 

Según los datos de La casa del encuentro, entre 2009 y 2019, los femicidios, transfemicidios/travesticidios y femicidios vinculados de mujeres y niñas oscilaron entre 231 y 299, altos y estables números del horror. El Observatorio de femicidios de la Defensoría del Pueblo reporta algo similar: en 2019, 280; 2018, 281; en 2017, 292. En el primer semestre del 2020, 168 femicidios. 

La discusión sobre el rol y también los límites de la burocracia feminista -este término no conlleva un ápice de valoración negativa- coincide con el lanzamiento del libro de Sara Ahmed, Vivir una vida feminista, en el que se dedica, entre otras cosas, a desgranar en qué consiste trabajar en pos de la diversidad en instituciones que tercerizan en la contratación de determinados recursos humanos el trabajo de hacerse más diversas. Muchas veces esos mismos puestos padecen lo que combaten en un sentido estructural. “Incluso cuando te han contratado para producir una cierta clase de cambios aparece una reticencia ante esa transformación que estás intentando llevar a cabo. Una expresión que se repitió a lo largo de las entrevistas que hice fue la de la institución como un ‘muro de ladrillos’”, señala Ahmed. Pero también es consciente de las trampas del sistema que quiere persistir en determinadas prácticas segregatorias aunque contrate personas para combatirlas o, peor, ya que contrata a esas personas y las convierte en ornamentales: “Nuestros propios esfuerzos para transformar las instituciones pueden ser instrumentados por esas instituciones para mostrarse transformadas”. Eso, además, plantea otro problema: la expectativa de transformación de la ciudadanía cuando saben que hay alguien ocupándose del tema.

 Los desafíos del flamante Ministerio no son pocos y también incluyen derribar los muros de las mismas instituciones que lo han creado, de mesas grandes y chicas. No solo el número de femicidios está lejos de caer, sino que en los últimos años creció la cantidad de femicidios que ya habían hecho una denuncia previa. Es decir, creció el fracaso de herramientas que el Estado ya promueve para evitar estos asesinatos. También, aumentó, aunque todavía falta mucho, la concientización sobre la problemática de las mujeres. 

Son innegables las conquistas del feminismo argentino: el último de ellos, la legalización del aborto, se lo debemos a mujeres que luchan por los derechos de todas desde la vuelta de la democracia, y con renovada visibilidad y potencia desde que en 2015 se movilizan bajo la consigna Ni Una Menos. El Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad es también parte de estas conquistas. Pero cuando vemos de cerca un caso como el de Úrsula, con sus denuncias reiteradas, su pedido de botón antipánico que nunca llegó, el letargo judicial, la complicidad policial, su total y absoluta conciencia de lo que le pasaría si el aparato institucional estatal no tomaba cartas en el asunto, entendemos que las conquistas feministas parecen tener en los femicidios una especie de techo de cristal como el que opera en tantas brechas de género: un engranaje sistémico diagramado para una inercia que se reproduce, que no entiende la urgencia y que, en este caso, acumula estremecedoras muertes evitables. 

NS