Formosa: un Defensor del Pueblo ya

29 de enero de 2021 20:46 h

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En estos días, Formosa se ha colocado en el centro de la disputa política argentina. Hasta el momento, la provincia norteña es una de los distritos que mayor éxito ha alcanzado en la contención de la epidemia del Covid. Lo ha hecho, sin embargo, a un costo altísimo -y desde mi punto de vista inaceptable- en lo que se refiere a restricciones a los derechos de sus habitantes. Clausura de fronteras, separación de familias, encierros arbitrarios, centros de aislamiento con rejas y candados: todos estos fenómenos forman parte del condenable panorama formoseño de nuestros días. 

Estos abusos han sido admitidos, o cuanto menos tolerados, por la Casa Rosada. La pasividad de la administración Fernández es comprensible. Gracias a su opción por el ghetto sanitario, Formosa no le ha demandado mucha atención a un gobierno nacional que enfrenta, con mucho temor y pobres recursos, una emergencia sanitaria mayúscula. Una de las tres provincias más pobres del país (según el índice de desarrollo humano), Formosa es, además, un distrito de peronismo en estado químicamente puro. Gobernada de manera ininterrumpida por el justicialismo desde el retorno de la democracia en 1983, es el principal baluarte peronista del norte, aún más inexpugnable que Chaco, Misiones, Salta o Jujuy. Gildo Insfrán, quien rige sus destinos de manera ininterrumpida desde hace un cuarto de siglo, ha sabido adaptarse mansamente y sin escándalos a todos los cambios de orientación política de la Casa Rosada. 

En Formosa no florece ni la oposición ni la prensa independiente. Pero en una sociedad como la argentina, violaciones de derechos como los que han venido ocurriendo en la provincia desde que comenzó la pandemia no suelen pasar inadvertidos. Hace muchos meses que los medios nacionales pusieron el ojo sobre Formosa y su política de confinamiento forzado, y contaron historias de puentes bloqueados y arbitrariedad policial. En las últimas semanas, las imágenes de centros sanitarios que semejan cárceles circularon por todas partes, levantando una ola de indignación y malestar en la opinión pública. Hasta la cadena de noticias árabe Al Jazeera se hizo eco de estas denuncias. 

No seamos ingenuos: esta ira se encuentra motivada, al menos en parte, por razones políticas. Es difícil no verla sino en el marco de las disputas políticas de este país en permanente disputa contra sí mismo. Pero, al igual que muchos observadores, no dudo de la gravedad de las acusaciones que pesan sobre el programa de confinamiento puesto en marcha por el gobierno de Insfrán. De hecho, tan ostensibles son las violaciones a los derechos de los formoseños que esta semana el caso comenzó a dañar severamente la reputación del gobierno nacional. De allí que, para restarle peso a las denuncias, y para aventar el escándalo, la administración de Alberto Fernández decidiera enviar al Secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla, a inspeccionar los centros de aislamiento de la provincia.

Petragalla estuvo dos días en Formosa. Su informe describe un panorama edulcorado.  Nadie medianamente informado puede declararse sorprendido por sus dichos. Aquel que imaginara que Pietragalla podía hacer un trabajo decente no conoce al personaje. Defensor de los logros de la dictadura de Maduro –cuyos crímenes manchan el prestigio de toda la izquierda latinoamericana– imbuido de una visión facciosa y tosca de la política, ni su pasado ni sus competencias profesionales indican que estaba en condiciones de encarar una investigación escrupulosa e imparcial. Para Horacio Pietragalla, primero están los intereses del gobierno que integra y de lo que éste significa como proyecto de poder. Luego, muy atrás, entran en consideración cuestiones como la violación de la ley y el sufrimiento de las víctimas de los abusos del poder estatal. 

Creo, sin embargo, que no debemos prestar mucha atención a los dichos o las acciones de este personaje de reparto. Confiar en que Pietragalla podía hacer algo distinto a lo que hizo, indignarse con sus pobres argumentos, es ignorar cómo funciona la política argentina. El Secretario de Derechos Humanos no fue elegido para cuestionar al gobierno que lo designó, al que le debe lealtad y del que se siente parte. Por este motivo, me llamaría mucho la atención que, si fuese reemplazado, su sucesor se comporte de manera muy distinta. Y esto me lleva a concluir que si queremos funcionarios públicos que sean promotores imparciales y consecuentes de la agenda de derechos humanos, debemos ir más allá de la impugnación de algunos nombres propios. El problema de Formosa –que está lejos de ser el único relevante en la fracturada geografía social de nuestra república–, no es sólo de personas, disposiciones subjetivas o ideología. Es, ante todo, de instituciones e incentivos. En este plano debemos colocar la discusión si, como sociedad, deseamos privilegiar la protección de los derechos de todos y, en particular, los derechos de los más débiles. Una acción necesaria para ello es designar, sin demora, un Defensor del Pueblo.

¿Por qué un Defensor del Pueblo de la Nación? Este cargo fue creado gracias a la reforma constitucional de 1994, tomando como inspiración el modelo del ombudsman que es muy frecuente en las democracias sociales más avanzadas, aquellas a las que en muchos aspectos queremos parecernos. La Constitución creó la Defensoría pero, desde 2009, el cargo se encuentra vacante. La naturaleza y atribuciones del Defensor del Pueblo ayudan a explicar el escaso interés de las autoridades nacionales en cubrir la vacante. 

Nuestra Constitución dispone que el Defensor del Pueblo debe ser designado por acuerdo parlamentario de una mayoría calificada (dos tercios) de ambas cámaras. Una vez en el cargo, el Defensor no está obligado a rendirle pleitesía a ningún grupo político o parlamentario, y tampoco puede ser removido fácilmente. Su continuidad no depende de ninguna mayoría parlamentaria circunstancial. Entre sus obligaciones está la defensa de los derechos humanos y la protección de todos los demás derechos que puedan ser objeto de violación por autoridades nacionales, provinciales o locales. Representa a los ciudadanos ante el estado y a empresas que prestan servicios públicos. La Constitución le otorga muchas prerrogativas. El Defensor del Pueblo no sólo es autónomo sino que cuenta con legitimidad procesal, así como con las inmunidades y privilegios de que gozan los legisladores nacionales. Por supuesto, el Defensor tiene la facultad de intervenir en cualquier rincón del territorio nacional. 

A nadie puede sorprender que un funcionario público dotado de estas atribuciones y, sobre todo, tan independiente del poder de turno, sea una presencia molesta para los ocupantes eventuales de la Casa Rosada. De hecho, desde que Eduardo Mondino se alejó de la Defensoría en 2009, ningún gobierno ha hecho demasiados esfuerzos para reemplazarlo. Los últimos dos presidentes, Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, intentaron designar figuras identificadas con su proyecto político y, ante el fracaso de sus iniciativas, prefirieron dejar el cargo vacante. Más que la figura de un Defensor independiente, los tentaba el modelo que ofrece la autoridad de la Oficina Anticorrupción ya que es designada por el Poder Ejecutivo. Primero con Julio Vitobello, luego con Laura Alonso y ahora con Félix Crous, esa autoridad tiene por costumbre inalterable prohibirse molestar a quienes la designan. 

Desde hace tiempo, el Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas y Amnistía Internacional, entre otros organismos, han reclamado que el Estado argentino cubra la vacancia de Defensor del Pueblo. También lo hizo la Corte Suprema. Pero sabemos bien que ni la presión internacional ni la del Poder Judicial son suficientes porque, con mucha frecuencia, a los funcionarios no les entusiasma que sus acciones se vean sometidas a escrutinio. 

Por estas razones simples pero nada irrelevantes, poner en movimiento el proceso de designación de un nuevo Defensor no será posible sin incrementar la presión sobre los gobernantes. Por sobre todas las cosas, requiere apoyar a aquellos sectores de la dirigencia política que están convencidos de que una política pública más transparente produce resultados de mejor calidad. Para ello, hace falta más compromiso de la sociedad civil y más presión tanto sobre el poder ejecutivo como sobre aquellos legisladores (de todo el arco partidario) reacios a ceder prerrogativas ante el control ciudadano. No es sencillo pero es posible. De hecho, hace poco tuvimos una muestra formidable del potencial creador de los movimientos ciudadanos, y en una lucha aún más difícil: sin la fuerza del movimiento de mujeres, la sanción de una ley tan trascendental como la de Interrupción Voluntaria del Embarazo no hubiese tenido lugar. 

El escándalo de los centros de aislamiento de Formosa nos recuerda cuán dañina puede resultar una política pública desprovista de controles externos. Pero el caso Insfrán y Pietragalla también nos invita a tomar conciencia de que hay acciones posibles que pueden ayudarnos a poner coto a la arbitrariedad y los antojos del poder de turno y, sobre todo, que pueden morigerar algunas de sus iniciativas más lesivas para la dignidad humana. Para ello, debemos tomar conciencia de la importancia de reclamar la designación de un Defensor (o Defensora) del Pueblo comprometido con la construcción de una democracia más respetuosa de la diversidad, el pluralismo y la promoción del bienestar ciudadano. Nunca está de más recordar que la mejor medida de la calidad de nuestra civilización política no la ofrece la elocuencia de la retórica de los que alzan la voz en nombre del pueblo. Más bien, la ofrece el modo concreto en que protegemos, de la manera más amplia y sistemática posible, los derechos de los integrantes más débiles de nuestra comunidad. Esto vale tanto para Formosa como para Jujuy o la CABA. Para avanzar en esta tarea, nada mejor que apostar a fortalecer instituciones diseñadas específicamente para salvaguardar los derechos de las mayorías, y colocadas por encima de los caprichos y avatares de la lucha partidaria.