La casa familiar que ahora tenemos que desmontar está llena de fotos. Mi abuelo materno sacaba fotos, hay diapositivas y negativos a granel. Todos mis abuelxs murieron y de sus casas nos llegaron fotos, las suyas, las de sus antepasadxs, en álbumes de hojas transparentes entre página y página. En algunos de ellos hay familiares que nos cuesta reconocer. Y después mi padre, que sacaba fotos de toda situación. Y no sólo sacaba sino que además mandaba a revelar, el rollo entero claro, como se solía hacer. Así que hay armarios y cajones repletos de albumcitos de fotos de las casas de revelado. Los de cuando éramos bebés son formato más pequeño, de menos que 10x15, en colores naranja, entre sepia y saturado, el cartón de los álbumes del mismo color. Y fines de los ochenta o noventas aparecen las famosas 10x15 brillantes, con sus álbumes de tapa blanda algunos, tapa dura otros, con el nombre de la casa de revelado más alguna marca reconocida, Kodak en la mayoría de los casos. Rollos y rollos y rollos, cerca de 30 años registrados en papel fotográfico que -ahora me entero- no se puede desechar.
La foto no puede ser basura, la foto no es basura, la foto no se puede desechar. Leo cómo se puede destruir papel fotográfico. Recomiendan no quemarlo porque es tóxico por sus químicos. Recomiendan no tirarlo como basura común porque no se recicla ni se degrada. El papel de fotografía es eterno. Recomiendan hacer artesanías con él. Un jardín de flores de papel fotográfico con cachitos de nuestras caras en sus pétalos no es para mí. Tampoco quisiera tirarlas a la basura común, siempre me da impresión cruzarme con fotos en o cerca de basureros, las caritas ahí, esos abrazos, esas sonrisas, entre pañales cargados y yerba mate. Eso sé que no quiero para nuestros instantes capturados. Recomiendan triturarlos para después poner las tiritas en bolsas que, otra vez, no se pueden tirar en ningún lugar. Imagino mi madre migrando a su nuevo hogar más pequeño con fotos en todos los ambientes, o rodeada de bolsas de consorcio con nuestras caras en tiritas.
Las fotos no se pueden deshacer.
Las fotos no se reciclan, no se queman, no se degradan. Una foto impresa en papel fotográfico, queda para siempre.
Justo lo contrario de la actuación. De todo el fenómeno teatral, bah, pero particularmente de la actuación, que es de lo más efímero que existe.
Esta semana murió, demasiado joven, Julieta Vallina, una de las actrices más conmovedoras que hayamos visto. Alcanza con ver todas las palabras hermosas en las redes, alcanza con haberla visto actuar aunque sea una vez. Julieta trabajó en cine, tele y teatro, siempre preciosa, siempre bien, pero en el teatro, ahí de cerca, era que se podía asistir al milagro de verdad. Trabajó tanto y a lo largo de tantos años que cada unx tiene su momento de devoción por Julieta, según cuándo le haya tocado encontrarse con ella. A mí se me viene el Andrei de Un hombre que se ahoga, la versión de las Tres Hermanas de Chéjov que hizo Veronese en el 2004, en la sala anexa de El camarín de las musas, que se estrenaba con ese espectáculo. Hacían función a la tarde, si no me equivoco a las cinco de la tarde. La sala tenía una claraboya en el techo que a esa hora recibía aún la luz de la tarde, filtrada, y la obra se hacía con esa luz, natural. Esos hallazgos que unx le agradecía tanto a ese Veronese: esa sala de piso de fenólico clarito, las paredes de cemento, peladas, excepto por una mapamundi sepia, las actrices y los actores con su ropa, algunas sillas, un sillón, un ropero, y esa luz natural que iba cediendo conforme avanzaba la acción. Si eso no era un suceso teatral, qué si no. Y ahí estaba, entre varixs otrxs, Julieta Vallina, con su carré reluciente, siendo Andrei, el hermano menor de las tres hermanas que en esta puesta eran interpretadas por tres varones. Si mal no recuerdo, en un momento Julieta Andrei se metía adentro de ese roperito y alguien la sacaba de ahí. En esa puesta, también, los actores que justo no actuaban estaban sin embargo en escena asistiendo al y siendo parte del drama que a lxs otrxs les tocaba contar. Todo de esa puesta, y Julieta, su voz, su piel, su presencia, verla actuar. Para mí Julieta siempre estuvo rota, en el mejor sentido en el que se puede estar, no sé si para sí misma, no sé a quién le cabría juzgar eso, rota de estar abierta y poder ver el mundo en ella, el universo, la humanidad. Julieta cuando actuaba estaba ofrecida, brindada, sacrificada. Era la encarnación de eso que describe Grotowski en su Hacia un teatro pobre, como la actriz santa que se ofrece en sacrificio expiatorio, que sacrifica su cuerpo y se entrega como en un acto de amor. Actuar así, una actriz así, actuar y poder conjurar el amor y la humanidad, así.
Y a diferencia de las fotos, que no se dejan destruir, el teatro en sí, el hecho teatral, y lo que en él hace la actriz, deja de existir como materia en el momento mismo en el que se encienden las luces, y sólo vive como transformación en los que asistieron al fenómeno, al milagro, a eso que los griegos llamaban catarsis. Quizás también por eso todxs queremos contar, queremos decir, lo que fue verla actuar, para poder prolongar ese estado un poco más, esa transformación.
A diferencia de las fotos, el teatro se destruye, se inmola, su existencia es su extinción y en eso reside todo su poder.
Compartimos fotos de la hermosa Julieta, que nunca se destruirán; compartimos muchxs de lxs vivxs el milagro de haberla visto ser en un escenario y que eso se haya extinguido, fue la condición misma de su existencia.
RP