Alfredito. Máximo Disfrute. Jackaroe. El Negro. Alfredito era el hijo de Nina, una gran amiga de mi mamá. Se conocieron ambas trabajando en una fábrica de corpiños, Peter pan. Nina venía a mi casa con Alfredito, no había un padre a la vista, daba la impresión de que, como la Virgen María, lo había tenido sola, y jugábamos durante muchas tardes. Fue mi primer amigo. Hay una foto en la que los dos estamos agarrándonos de una de las manos y con una hamaca detrás. Alfredito me llevaba un año y era un stalker. Él iba delante enseñándome las cosas que descubría. Un maestro en el dolor, la alegría el erotismo, un maestro en la idea de que, para avanzar en la vida, teníamos que robar. Que nadie nos iba a dar nada, que lo teníamos que sacar por nuestra cuenta, sin que nos vieran. Eso que me enseñó, él que no leía un libro ni a palos, después fue de gran utilidad cuando decidí escribir poesía: la tradición no se hereda, se la va a buscar, se la cuestiona, se la mestiza. La idea de tradición estática subsiste en alguna revistas de poesía clásica y en San Antonio de Areco.
La mamá de Alfredito trabajaba limpiando oficinas y él la acompañaba. En una de esas oficinas dio con una caja donde guardaban la plata -eso nos contó- y empezó a sacar fajos de dinero para gastarlos con nosotros. Ya estábamos por entrar en la adolescencia. Me acuerdo que, con la plata que traía Alfredito, nos juntábamos con otros amigos del barrio y tomábamos taxis, íbamos al cine en la calle Lavalle, nos comprábamos revistas de la editorial Novaro: Batman, Superman, la Liga de la Justicia. Había una canción en ese entonces que promocionaba el Ital Park: “Los chicos lo conocen a Máximo Disfrute/ Máximo Disfrute está en el Ital Park”. Le empezamos a decir a Alfredito Máximo Disfrute porque cuando él llegaba la rompía mal con su plata robada y todos éramos felices. Comenzamos a trepar por los techos de la manzanas. Recorrerla de noche, entrando en lugares abandonados, viendo a la gente en sus casas, en la intimidad, eso nos encantaba. Todas eran ideas de Máximo.
Son esos amigos difíciles que las madres desaconsejan que tratemos, pero que nosotros sabemos que terminan siendo fundamentales.
Pasaron los años, me fui de viaje por dos y cuando volví estaba desquiciado. Un día que corrí los muebles de toda la casa, porque me parecía que la casa estaba inclinada, mis hermanos se asustaron y llamaron a mi papá que decidió internarme para una desintoxicación. Me acuerdo que el médico que me atendió me dijo: “tenés aburrimiento atávico” y me recomendó sol, playa, ejercicios, cosas que ocuparan el lugar que la droga estaba ocupando en mi metabolismo. Yo tenía 23 años y como escribió Paul Nizan en Aden Arabia: “No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”.
Decidí hacer un viaje en carpa a la costa, como hace el personaje de Hemingway en “El río de dos corazones”. Para sanar. Me iba a ir solo cuando apareció Máximo Disfrute a quién yo había dejado de ver por el largo viaje que había hecho. Me dijo que me acompañaba. Le dije que no era la mejor idea ya que yo no quería recaer en el consumo. Me dijo que él estaba limpio. Nos fuimos una nochecita desde Constitución a una playa de la costa. Cuando llegamos al camping había sol. Fuimos a la playa. Charlamos con gente. Hicimos un asado en una parrilla que estaba en un extremo del lugar. Hablamos mucho con Máximo. Le conté mi viaje. Agarró un libro que yo había llevado para leer, lo hojeó y me lo pasó sin decir nada.
A la noche hubo tormenta y estábamos metidos en la carpa cuando empezó a relampaguear mal. Máximo me dijo que había traído un papelito de merca sólo para él para que yo no me tiente. Que lo iba a tomar para salir y hacer el pozo alrededor de la carpa, para que no nos inundemos. No habíamos hecho ningún pozo. Era verdad. Tomó unos tiros y salió a hacer el pozo. Me acuerdo que me quedé pensando con qué lo iba a hacer ya que no teníamos palas. Empezó la percusión de la lluvia en el techo de la carpa y me dormí. Me desperté con el sol entrando a través de la tela de la carpa. Máximo no estaba. Escuché que unas voces decían: Uuuuuu, mirá el pozo que hicieron esos locos. Salí despacio y vi un pozo gigantesco. Si no hubiera escuchado a esa gente, me podría haber quebrado al tratar de salir. Se ve que Máximo -impulsado por la merca- hizo un pozo profundo, monumental.
¿Pero ahora dónde estaba? En un costado del camping, hablando con unas chicas. Tenía un sombrero de cowboy que no había traído. Cuando me acerqué me dijo que la tormenta lo había dejado tirado cerca de la carpa y que él se lo había puesto, hasta que apareciera el dueño y lo reclamara. Estuvimos cinco días más, pero el dueño no apareció. Él se hizo amigo de todo el camping y la gente le decía Jackaroe -por un personaje de una historieta, un vaquero que andaba siempre con un sombrero ancho y puntiagudo- .
Volvimos del verano, volví a la facultad. Me puse a estudiar. Me contacté con gente que escribía poesía. Dejé de ver a Jackaroe durante un tiempo largo. Un día alguien llamó a la casa de mis viejos donde yo vivía y preguntó: ¿El negro está ahí? Qué negro le dije. Ya sabés quién, me dijo. Era una voz genial, que venía del planeta de los monstruos. Pensé en Frank Sinatra, pensé en “A mi manera”, esa canción imbatible, épica, para justificar cualquier vida.
Lo volví a ver dos o tres veces, mientras se movía de un lugar a otro porque me dijo que “se estaba combatiendo con unos tipos densos”. Después le perdí el rastro y, hasta el día de hoy que escribo esto, nunca más volví a saber nada de él. Son esos amigos difíciles que las madres desaconsejan que tratemos, pero que nosotros sabemos que terminan siendo fundamentales. En su Teoría estética, Theodor Adorno, al hablar de los fuegos artificiales, habla de ellos, dice que son “Un arte que no quiere durar, sino relucir por un instante y explotar. Es una escritura que se enciende y desaparece , pero que no se puede leer”.
FC