La presidencia de Alberto Fernández se ha extraviado. Los atisbos de una impronta propia, distinta a la del último kirchnerismo, se extinguieron en poco tiempo. Con mejores modales y menos determinación, el gobierno parece una continuidad desprolija del segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner.
Las cosas quedaron bastante claras en el último acto que compartieron el presidente y la vice en el Estadio Único de La Plata, el 18 de diciembre pasado. Cristina Kirchner se quejó por segunda vez en público de los funcionarios que no funcionan, los acusó de cobardes y los mandó a buscar otro trabajo. Alberto Fernández fue incapaz de improvisar una respuesta que le devolviera algo de autoridad. No fue eso lo más grave que ocurrió en aquel acto.
La vicepresidenta tomó el timón y señaló el rumbo para el gobierno. Dijo que el triunfo del Frente de Todos en las últimas elecciones no se debió sólo a la unidad del peronismo (el principal aporte de Alberto Fernández a la coalición fue, precisamente, esa unidad que facilitó el ingreso de Sergio Massa). El otro gran aporte, dijo, fue la memoria colectiva de un sector importante de la población que pasó años de relativo bienestar durante los doce años y medio de kirchnerismo. Cristina Kirchner habló de los doce años y medio con toda intención. Pretendía abarcar la gestión de Néstor Kirchner y sus dos mandatos completos. Porque muchos de los funcionarios que según la vicepresidenta no funcionan creen que su segundo mandato estuvo plagado de errores que llevaron al estancamiento de la economía y al triunfo de Mauricio Macri. Una de aquellas políticas fue el congelamiento de las tarifas de servicios públicos por diez años.
En La Plata la vicepresidenta advirtió que este 2021 electoral el incremento del costo de los precios regulados (transporte, gas, electricidad y ahora también telecomunicaciones) no debe afectar el poder adquisitivo de salarios y jubilaciones. Lo dijo mientras el ministro Martín Guzmán negocia cómo será ese aumento, y en el marco de las conversaciones para cerrar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Guzmán suele decir que no es un tema impuesto por la agenda del FMI, sino que las tarifas -sin pegar saltos abruptos como en la era Macri- deben acompañar la inflación para que la economía argentina no tropiece con los mismos problemas que ya tuvo para crecer.
El equipo de economistas más cercanos a Alberto Fernández no quiere repetir ciertos errores del pasado: subsidios crecientes, tensión con el campo, poca participación del sector privado en la generación de riqueza, déficit fiscal, baja inversión, falta de energía y luego, escasez de dólares. Nada de esto es un secreto: el ministro de la Producción Matías Kulfas dejó sus críticas por escrito en el libro “Los tres kirchnerismos”, en el que el último se lleva la peor parte de la evaluación.
Para el gobierno nacional avanzar en un nuevo esquema de tarifas será difícil cuando los organismos de control que intervienen en el proceso están en manos de funcionarios leales a Cristina Krichner, algunos, veteranos de la gestión de Julio De Vido, que supo ser el peor adversario del actual presidente cuando se desempeñó como jefe de gabinete. Alberto Fernández nunca gastó saliva en defender a De Vido, pero las cosas han cambiado últimamente.
Hace unos días saltó por Amado Boudou, condenado en sucesivas instancias, y consideró injusto que la Corte Suprema no le haya concedido un trato especial por haber sido vicepresidente. No será un indulto pero es toda una novedad: Boudou empujó de manera artera la salida de la Procuración General de la Nación de Esteban Righi porque permitió que un fiscal lo investigara. Righi es el mentor intelectual del presidente: cada vez que lo nombra en público se le llenan los ojos de lágrimas.
Las ráfagas del discurso de Cristina Kirchner en La Plata se hicieron sentir en muchos terrenos. Para el 2021 fijó otro objetivo: la reforma del sistema de salud. Primero elaboró un buen diagnóstico. Habló de un sistema que debería ser sustentable y eficiente, porque consume el 6 por ciento del PBI, pero que es ineficiente (y corrupto) porque tiene demasiados jugadores que se superponen (las obras sociales de los sindicatos, los privados con las prepagas, y el sistema público, nacional provincial y municipal). La pregunta es qué propone a cambio y la experiencia indica que una vez que la vicepresidenta menciona un problema es porque ya tiene una solución en la cabeza. Debió saberlo con antelación Horacio Rodríguez Larreta, cuando en un acto en La Matanza dijo que no podía ser que la ciudad tuviera jardines colgantes en las plazas y que en La Matanza faltaran cloacas. Los dueños de empresas de medicina prepaga (y también los sindicalistas) se preguntan ahora qué sigue a continuación tras la marcha atrás del incremento del 7 por ciento en las cuotas que el presidente les concedió y les quitó por decreto en cuestión de horas.
El escenario es impredecible porque Alberto Fernández se contenta con muy poco. Se contenta con esperar 24 horas para decir que los integrantes de su gabinete no son ningunos cobardes, que son personas muy valientes, cuando lo que debería defender son sus políticas. A ciertos funcionarios la conducta de Alberto Fernández les produce más desconcierto y más angustia que la actitud de la vicepresidenta. Si ella los reta en público, él, en cambio, parece un general que desertó de su propio ejército.
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