El primer recuerdo que aflora es este: estaba en abril de 1989 en una calle de La Habana y esperaba, entre la gente que pasara el auto en el que iban parados y solícitos, Fidel Castro y Mijail Gorbachov. El coche sigue de largo y un amigo me susurra: “al calvito habrá que darle pronto el Premio Nobel de Química porque convertirá el socialismo en polvo”. Seis meses más tarde se caía el Muro de Berlín. A Castro no le gustaba para nada la Perestroika ni la Glasnost porque desconfiaba de la apertura política y cultural y no tenía ningún interés en sustraerle a la burocracia el control de todos los resortes de la economía, al precio, incluso de hacerse un harakiri. La derrota del “calvito” era esperada, aunque no deseada para una isla que recibía de la Unión Soviética la gran mayoría de sus recursos con un alto grado de dilapidación. De hecho, en 1988, durante un acto oficial, el Comandante que mandaba a todos (como dijo una vez un niño) avisó a los cubanos que “un día” podrían despertarse con la noticia de que la URSS no existiría más. Ese “día” llegó pronto: selló la suerte de Gorbachov y su intento de reformar cupularmente un sistema que estaba echo torta desde hacía décadas por una combinación de razones, una no menor fue el hecho de que la URSS nunca se recuperó del todo de los flagelos de la Segunda Guerra Mundial. Su victoria ante los nazis encubaba una derrota. El otro gran lastre, claro, el Terror. O, mejor dicho, el estalinismo como “civilización”, de acuerdo con el potente concepto que desarrolla Stephen K. Kotkin en Magnetic Mountain. Stalin no vivió para ver sus consecuencias más extendidas en el tiempo: falleció sobre una alfombra en la dacha de Kuntsevo, y como señala Karl Schlögel en su extraordinario ensayo El siglo soviético. Arqueología de un mundo perdido, con él comenzó a enterrarse una época. “Los sanatorios y las casas de reposo recibían a los líderes del Partido y del Estado que fracasaban, como le sucedió a Jruschov. En agosto de 1991, los golpistas encerraron a Mijaíl Gorbachov en la residencia gubernamental de Foros, en la costa meridional de Crimea. Si en la época de Stalin las residencias junto al mar eran centrales del terror dirigido a distancia, en este caso se utilizaron para un intento de golpe de Estado al que poco después le siguió el fin de la URSS”.
Su proyecto de renovación incruenta había quedado en el aire al igual que el cosmonauta Sergei Krikalev. Nadie lo fue a relevar el 4 de octubre de 1991 en la estación espacial Mir. Llevaba casi cinco meses a más de 300 kilómetros de la superficie terrestre. Cuando quiso saber la fecha del retorno le dijeron desde la base de Kaliningrado que habían tenido que posponerla por falta de fondos y porque desde el 21 de agosto, el día del golpe fracasado de la KGB y parte del Gobierno contra Gorbachov, ya solo quedaban escombros del primer país socialista. Krikalev se quedó varado en el espacio. Casi en sincronía, el coro del Ejército Rojo cantó My way, la canción de Paul Anka que había globalizado la voz de Frank Sinatra y que, en las gargantas de los herederos de la formación armada que alguna vez había creado León Trotsky se convirtió en una suerte de nueva Internacional.
A partir de ese momento, Gorbachov se convirtió en una pieza parlamente de museo. Lo vieron como un héroe fallido y un timorato, el enterrador y el fracasado. El ladillo de Ronald Regan en su intento de desnuclearizar Europa y permitir la unificación alemana. Los últimos años fueron de exilio interno: dejó de interesarle a casi todos los supervivientes de la disolución soviética. Era un fantasma, pero no al modo que anunciaba el Manifiesto Comunista en 1848. Se parecía más a aquellos de los cuentos de Henry James.
Ya en 1992 Gorbachov comenzó a recorrer el mundo como módico conferencista (ese año lo recibió Bernardo Neustad, me acuerdo haber asistido a la rueda de prensa en Buenos Aires: la manchita en la cabeza era el código de barras de su hundimiento). Hay que decir a su favor que nunca se envileció y que debió repudiar con vehemencia y en soledad no solo el dislate de sus sucesores sino las aspiraciones imperiales de Vladimir Putin.
Si algo pudo intuir Misha en 1986, al encumbrarse como líder del PCUS, es que la Unión Soviética no solo era un sistema político con fecha de inicio (1917) sino que su fin quizá no podía evitarse. Cuando todo formalmente terminó quedaron modos de vida y culturas residuales que, desde el presente, con la invasión rusa a Ucrania, adquieren significación. ¿Cuándo pensó Gorbachov de que su tentativa de salvar a la URSS tenía más de perder que de ganar? Dice bien Schlögel: la persecución de la oposición interna soviética por parte de Brézhnev y la represión de la Primavera de Praga demostraron definitivamente que la pretensión de un “socialismo auténtico” era una ilusión.
La URSS no pudo seguir la carrera armamentista ni sostener su presencia militar en Afganistán. Antes había perdido una batalla material y simbólica (ya hemos mencionado My way como manifestación sónica) que tiene su preanuncio en 1959 cuando el vicepresidente norteamericano Richard Nixon visitó Moscú. Lo hizo en la Exposición Nacional Americana. Ahí polemizó con su anfitrión Nikita Kruschev sobre la supremacía de los dos sistemas. Nixon presentó una “casa modelo” norteamericana con televisión, equipos de sonido y artefactos domésticos que los soviéticos nunca tendrían, además de maquinaria agrícola, automóviles último modelo y yates. Gorbarchov tenía entonces 28 años. ¿Qué vio ahí? ¿Cómo tomó la promesa de Krushev de superar pacíficamente a los rivales en la Guerra Fría? “El sistema estadounidense está diseñado para tomar ventaja de los nuevos inventos y nuevas tecnologías”, dijo Nixon. “Esta teoría no se sostiene. Hay cosas que no deben tener fecha de vencimiento… las casas por ejemplo”, le replicó el líder del PCUS. “En Rusia, lo único que tienes que hacer para conseguir una casa es de haber nacido en la Unión Soviética. Aquí tienes derecho a la vivienda... En Estados Unidos si no tienes un dólar, sólo tienes el derecho a elegir entre dormir en una casa o en la calle. Sin embargo, ustedes dicen que nosotros somos los esclavos del comunismo”. Y Nixon: “Ustedes pueden aprender de nosotros y nosotros de ustedes. Debe haber un libre intercambio. Que la gente elija el tipo de casa, el tipo de sopa o el tipo de ideas que quieran”. ¿Eligieron?
Señala Susan Buck-Morss en Mundo soñado y catástrofe, otro de los libros esenciales para comprender el tránsito de la utopía a la implosión soviética que la modernidad industrial en ambas formas, la capitalista y la socialista, “creó un entorno hostil para la vida humana, precisamente lo contrario que propugnaba el sueño de la modernidad”. En el marco de esta contradicción, el poder prosperó insertándose entre el soñador y el cumplimiento de sus propios sueños. La modernidad industrial ofreció como sustituto para el desarrollo humano “la ilusión de la omnipotencia”. Bajo el capitalismo “su forma es la ilusión consumista de la gratificación instantánea”, mientras que las necesidades a largo plazo permanecen desatendidas y la seguridad social son tan precarias que el desempleo se siente como una suerte de catástrofe natural. Bajo el estilo soviético de socialismo, la situación se había invertido: la ilusión fue que el Estado “proporcionará total seguridad (a cambio de una dependencia total)”, aunque no hubiera “control alguno sobre las satisfacciones inmediatas”. Gorbachov no pudo cumplir con sus anhelos porque, entre otras razones, dice Buck-Morss, el socialismo “realmente” existente no dio el control de los medios de producción a los propios individuos, “este control pertenece, por el contrario, a las masas imaginarias”.
Aleksandr Kosolapov tradujo esa paradoja en 1982 cuando ideó una de sus obras más conocidas de lo que se conoce como Sots Art, una hibridación del realismo socialista y el pop-art. La pieza se llama Lenin Coca Cola e incluye, sobre un fondo rojo, común a la bandera y el refresco, la imagen de Vladimir Ilich y el logo, junto con una frase atribuida al líder de la revolución bolchevique: “the real thing”. Esa imagen se complementó años después con otra de Gorbachov, multiplicada al estilo de Andy Wharol. Su cabello es rubio, como Marilyn. Lo único rojo que deja esa imagen para la historia son los labios. Y ya sabemos que la eternidad del pop es muy acotada. Escuché hablar por primera vez de Kosolapov en aquella Habana de 1989. Creo que a su modo artistas plásticos como José Angel Toirac y Pedro Vizcaíno, del colectivo Arte Calle representaban en sus trabajos las mismas e insalvables contradicciones, aunque en clave caribeña. El primero convertía en cuadros las imágenes de Granma, el diario oficial del Partido Comunista: imágenes que ya tenían inscritas la clave de realismo socialista antes de pasar al lienzo. El segundo trabajaba más cerca del pop. Tanto Toirac como Vizcaíno, así como otros tantos valiosísimos artistas de esos años vieron cómo el polvo de la entropía que se llevaría puesto a Gorbachov se acercaba a las costas cubanas. El obituario de Misha en Granma ha sido de una brevedad pasmosa. La presencia del seleccionado de voleibol y la inminente llegada a la isla de la cantante y el pianista argentinos, Lola Barrios Expósito y Leandro Marquesano, ocupó mucho mayor espacio en la página web del diario.
AG