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Las plazas del 17 mostraron un archipiélago. Las semanas de segmentación del dólar parecían replicarse en la segmentación de las plazas: un dólar para cada sector de la economía, un acto para cada sector del peronismo. La (casi arrasada) casa común, el Frente de Todos, parece que sólo ofrece imágenes de fragmentación. La unidad es una palabra que ya no organiza mucho, aunque se la sostenga. Los tiros por elevación entre la CGT, los movimientos sociales y el cristinismo hicieron perder de vista incluso un detalle “clasista”: la hora de las convocatorias. El día que para el peronismo es su “día de los trabajadores” todo fue al mediodía y a la tarde de un día hábil.
Pasemos al “otro lado”. Los movimientos cotidianos de la coalición opositora también hablan de un estado de fragmentación. Muchos se preguntan si las elecciones del año que viene, a veinte años de las del 2003, cuando el sistema político “barajó y dio de nuevo”, serán como aquellas: tan diversas en sus ofertas. Da para creer que no, que el incentivo realista del “todos unidos triunfaremos” será el espíritu transversal, pero la inercia de las cosas no suma cemento a las coaliciones. Hoy, de mínima, para existir hay que tensar la interna.
Pero los funcionamientos de estas coaliciones en un aspecto operan en espejo. Usemos ese sistema bipolar como si nada lo hubiera alterado. Veamos, por ejemplo, el lugar central de Mauricio Macri y de Cristina Fernández de Kirchner que ya se ha descrito mucho: concentran los mayores amores y odios, representan las bases más sólidas, pero solos no pueden. Son auditores de la “calidad ideológica” de sus coaliciones, electores de candidatos y portadores de lapiceras con la puntada final en cierres de lista, aunque insuficientes para asegurar el triunfo. Populismos de minorías, no mayorías. Dentro de cada analista hay un albañil: que los pisos, que los techos. Desde 2015 más o menos se habla de esto. Sobre estas realidades que parecen tan ígneas, ese margen de lo que no “manejan”, esa parte de la sociedad que se les va de las manos, eso que no los hace poder ser mayoría a ambos, es por donde se cuela el oxígeno político que de mínima hace necesaria la existencia de otros.
Ocurre que estos liderazgos fuertes pero condicionados entonces, prefiguraron hasta ahora a sus “otros” aliados internos y necesarios configurando la dimensión de éstos: tienen que ser menos de lo mismo. Personajes menores, complementarios, manejables. Se trata de que siempre haya otros (los clásicos: Scioli en 2015, Larreta ahora) que compensen el peso ideológico macizo del líder (sea Cristina, sea Macri) con su endeblez y pragmatismo. La condición de estos liderazgos de minoría intensa requiere entonces la complementariedad de un otro más liviano, con potencial de catch all, capaz de combinar la fidelidad asegurada de los votos del núcleo duro más la captura del voto blando. Esta mecánica tan lineal esconde lo esencial: que la política se hace con liderazgos. El peronismo vivió este dilema con Scioli: los peronistas no kirchneristas, como lo señaló Pablo Touzon, parecían sobrevalorar en ese candidato popular justamente su perfil trivial, sus gustos musicales “flojos”, su amistad con Pimpinela o Susana, su alergia al conflicto (incluso a los que valen la pena), su ideología de durlock, en definitiva, la fiesta del vacío para contrastar los años agotadores de catecismo progresista, pero privando al propio peronismo de un contraste más elaborado sobre los límites más que palpables del kirchnerismo en 2015. “Como si contra el kirchnerismo lo único que pudiese existir es el vacío”, remata Touzon.
Por ese camino en el que se ofrece “vacío” parece caminar ahora Larreta, al incluir otra lógica sciolista: esperar que se le dé. Que haya una mano meteorológica y una voluntad final del líder que lo elija. Una confusión entre lealtad y obediencia que no mata al padre y hace de esa oferta una pregunta sobre su pertinencia: al final la sociedad, ¿compra algo así? Sólo una lectura endogámica de la política hará creer que la sociedad elegirá a alguien por débil.
En definitiva, en Larreta y ahora digamos en Alberto (porque en Alberto podemos también ver la sombra pasada de Scioli, aún cuando no se pueda decir del presidente que fuera exactamente un “hombre vacío” como el motonauta) vendrían a cumplir esta ecuación “lógica” pero fallida: ser elegidos y contemplar sus posibilidades sobre estos “cálculos” que hacen los otros. En 2018 y 2019 Alberto Fernández hizo del silogismo “sin Cristina no se puede, sólo con Cristina no alcanza” su rezo laico. Toda esta “inspiración” con que se contó la política de estos años ya tiene la evidencia expuesta de la experiencia del Frente de Todos: sin liderazgo propio no hay presidencia. Lo que ves es lo que hay: el resultado es que hace demasiado tiempo nos gobierna el empate entre minorías que se bloquean mientras todo inexorablemente empeora. Volvamos entonces: no existe una presidencia prestada. No le sirve ni al que la presta. Balcarce 50 no quiere inquilinos. Quiere dueños. Y, llegado el caso, quiere órdenes de desalojo para que lleguen otros dueños.
Así, hoy Larreta vive en el frenesí ciego de esto: arma equipos, lotea el poder porteño como si vendiera “poder futuro” (en eso, tal vez solo en eso, se parece a su amigo Massa, en la tendencia por almorzarse la cena), concede ideológicamente lo que cree que hace falta hasta no saber exactamente qué piensa él de las cosas, basado en el peor de los males: tiene tanta plata que termina sacrificando en esa “solvencia fiscal” la política. A veces, en política, billetera mata político. Porque creer que todo, todo, al final, se compra, que todo se blinda, limita la parte mágica de la oferta: ¿por qué te elegiría la sociedad a vos? A veces donde termina la plata empieza el político. Diluir cualquier impronta propia, permanecer debajo de la cama de lo que “el Pelado” identifica como el electorado duro macrista, consagrarse a un el silencio es salud para no enojar a Macri: es el lado sciolista de la vida. Ni siquiera Larreta sabe cómo nombrar acciones propias de su gobierno que podrían proyectarlo sobre otras zonas de riesgo y de promesas. Como la política de urbanización de villas, cuya gestión está salida de este libreto, Larreta la hace en “mute” (y aun así suele recibir “fuego amigo”). Larreta es un político inseguro. Y como me dijo un novio policía de mi abuela hace mucho tiempo: “no hay nada peor que un hombre que lleva un cuchillo y tiembla”. Por eso a la sombra de Larreta se proyecta Patricia Bullrich (una mujer de clase, en palabras de Pablo Semán, “comprometida con la violencia fundacional, asumida como una herencia y un desempeño”), Javier Milei (de cuya popularidad más o menos ya se dijo todo) y ahora Facundo Manes, un “outsider de centro” que se le animó a Macri alterando la disciplina obediente de los radicales (¿y la arquitectura del espacio?).
Ahora volvamos al oficialismo. A lo que parece roto arriba y roto abajo. Las suturas del efecto de la derrota de 2021 parecen empezar a terminar en el reciente retorno de Juan Zabaleta a la intendencia de Hurlingham. Zabaleta, Katopodis y Manzur se enfrentaron en sus intervenciones tanto a la imposibilidad de resolver la interna como a la de crear un liderazgo: Alberto es el presidente que no fue. Los dos intendentes y el gobernador ingresaron a darle cuerpo a la gestión y encontraron una desolación presidencial, como en la película italiana Habemus Papa, que cuenta la historia de un nuevo pontífice en quien se desata una crisis existencial cuando arde para él la fumata blanca. No sería insólito oír en mucho tiempo alguna leyenda que cuente que un día de su presidencia se lo vio a Alberto solo en una estación de tren o viajando en colectivo. No es que no “gozó” el poder, simplemente no quiso liderar y encontró los argumentos que lo justifiquen.
El 17 de octubre peronista es recordado como un día en que la clase obrera se mostró homogénea: en mameluco. El nacimiento del peronismo en su doble condición: producir un acontecimiento y narrarlo. Hacer historia y decirla. Líder y pueblo. La fragmentación de las plazas de este año es la fragmentación “por arriba” de un desconcierto por abajo, donde para ponerlo en escena, lo más vital es el crecimiento del trabajo no registrado: 5,4 millones de trabajadores asalariados informales. Leemos a Delfina Torres Cabreros acá: “Gran parte de los trabajadores y trabajadoras no aportan a la seguridad social y –aunque en los últimos años se han jubilado muchos vía moratoria– tampoco se sirven masivamente de los derechos que otorga. Es el universo de los informales, que no para de crecer y alcanzó en el segundo trimestre de 2022 una cifra récord.” A este universo de asalariados no registrados hay que agregarles los trabajadores de la economía popular, que tampoco tienen aún protección social. El último informe del Renatep (del lejano febrero de este año), arrojó que eran más de 3 millones. Según lo que se viene trabajando, el próximo informe tendrá un registro que supera los 4 millones.
¿Qué significa ahora entonces frente a esta clase obrera heterogénea celebrar el 17 de octubre? ¿Cómo convive la paritaria abierta de camioneros y los que, como dice Paula Abal Medina, “no saben qué timbre hay que tocar”? ¿Un dólar en busca de un sector, una actividad en busca de un sindicato, un rabajador en busca de un patrón? Del legendario chalecito californiano peronista al “barrio popular” es el largo camino difícil de un siglo a otro. El jueves de hecho se aprobó la prórroga del Régimen de Regularización Dominial para la Integración Socio Urbana, es decir, el reconocimiento de asentamientos y villas donde vive una gran parte de “La Clase” en el siglo XXI. Se nombró poco la noticia porque las cosas que se votan por unanimidad no tienen quién las escriba. El obispo Gustavo Carrara describe acá con voz paciente lo que se vota y el cuadro más general. Más de 5 mil barrios populares a lo largo y ancho del país a los que el Estado debe garantizarles un piso de estabilidad, servicios, seguridad. Se viene votando desde 2018. Esta unanimidad que atraviesa gobiernos y unifica bloques enfrentados en el Congreso podría también precipitar una pregunta “contracultural” para tiempos de fragmentación: ¿será la Argentina capaz de hacer algo en lo que todos están de acuerdo?
La movilización cristinista del 17 ofrece una última versión de sí mismos: un énfasis más en la “clase” que en el “territorio”. Parece más obrerista que social, ¿tal vez por el temor al crecimiento de un clasismo en la demanda de los trabajadores del GBA? ¿Tal vez explorando su propia versión de la radicalización de época? ¿Buscando la otra radicalización pendiente de este tiempo, una por izquierda? Quién sabe. Por lo pronto es un discurso más vinculado a la distribución de la renta que a la distribución del presupuesto, ¿pero puede existir uno sin el otro tal la realidad de “la clase”? A la genuina existencia de la “aristocracia obrera” le crece hace tiempo la realidad de trabajadores sin derechos, sin patrón, sin vivienda. ¿Quiénes y cómo son hoy los trabajadores argentinos? ¿Quiénes pueden movilizarse un lunes a las 3 de la tarde? ¿Qué promesas son realizables para los que están “afuera”? Cuando Milei le dice a Grabóis en ese mutuo “acuerdo táctico” (¿quién soy yo para prohibir a un mantero que ponga su manta?), ¿no alcanza el libertario a nombrar también algo de lo que está afuera de la plaza, de los miles que están solos y esperan? ¿Quién agarra la agenda que pisa el video de Marcos Galperín (orgulloso de su creación: la herramienta financiera de un pueblo concreto que crea su propio trabajo)? Mirar el viejo 17 de octubre sirve siempre para ver en el presente el hormiguero pateado de esa clase hoy.
“¡Servicio de medias!”, dice un vendedor pícaro que interrumpe el café americano a unos comensales de una mesa del centro ofreciéndoles zoquetes y medias. Y les muestra un posnet de Mercado Pago, colgado con un cordón al cuello. Esta superposición entre cooperativistas y “emprendedores” habita el corazón de la economía popular.
Más allá de plazas e internas en el oficialismo, por lo pronto nadie saca los pies del plato presupuestario, y nadie habla del todo como si fuera gobierno. ¿Quién cuenta a este gobierno? ¿Qué creíbles pueden ser los discursos de barricada y las promesas futuras si se eluden las responsabilidades del presente? El problema de este peronismo y del cristinismo de cara a la sociedad es inédito: es que están en el gobierno. Y ese déficit, la página en blanco de esta gestión, se hace sentir. El peronismo supo contar siempre resistencias y oficialismos, fue una máquina simbólica. El debate sobre Argentina, 1985 nos puede ofrecer una ucronía reducida para pensar en eso: ¿cuánto provecho simbólico hubiera sacado el peronismo si en 1985 era gobierno e impulsaba el Juicio a las Juntas? Reduzcamos la ucronía a eso. Podemos imaginar que desde ese día, hasta en el último jardín de infantes comunitario de Salsipuedes, los chiquitos a la mañana saludarían a la bandera así: “señores jueces, nunca más”. Por eso, estos tres años de gobierno del Frente de Todos no fueron sólo tres años donde este peronismo gobernó sin liderar, fueron tres años donde no hizo Historia. Y eso quedó claro justamente en su día histórico: demasiadas plazas para ningún balcón.
MR