La paz de los muertos ya no es lo que era. Jeffrey Epstein acaba de resucitar y con él la memoria de su esquema Ponzi de depredación de niñas pobres a cambio de un puñado de dólares. Ese sistema de quebranto empleado contra voluntades inocentes es nauseabundo, incluso más nauseabundo que Filthy rich, el documental de Lisa Bryant, flojo de atributos generales y obsesionado con la utilización de drones, ese juguete de alturas que aplana la mente de los espectadores de series mientras los ilusiona con compartir el punto de vista de un dios o de una nube.
Viene al caso honrar la tendencia filozombi de la actualidad argentina recordando que Epstein fue un financista que se pasó la vida boneando, hasta amasar u$s 600 millones de los cuales más de u$s 400 se los hirvieron y evaporaron los abogados y los acuerdos extrajudiciales. Unos años más y terminaba pidiendo plata en un semáforo. Pero la oscuridad se apiadó de él y se automarginó de este mundo inexplicable en agosto de 2019 en una celda del Centro Penitenciario Metropolitano de Nueva York, la pajarera de hormigón del bajo Manhattan para reclusos en tránsito con vista a la nada.
En el expediente Epstein hay una lista de celebridades manchadas, quizás muchas de un modo injusto. Se puede ir a la casa de un pedófilo sin serlo y no matar a nadie en la casa del asesino. Pero eso es un razonamiento, y la razón nunca precede el juicio, por los que aquellos nombrados en la lista quedarán mancillados de ese lamparón de aceite en la camisa llamado Jeffrey Epstein.
Pero el asunto no es una suelta de pulgares apuntando hacia arriba o hacia abajo para lapidar o absolver sin información ni argumentos a Tom Hanks, Michael Jackson, Donal Trump, David Copperfield, el Príncipe Andrés de Inglaterra, Naomi Campbell, Bill Clinton y, si nos descuidamos, hasta Carlitos Balá. El asunto son dos enigmas que llevan la especulación ya no hasta la reducción del “sí o no” sino hasta los bordes mismos de un agujero negro
¿Habló Epstein por teléfono con su madre antes el suicidio, pese a que la doña descansaba en paz desde hacía quince años? ¿Stephen Hawking, el hombre que nos dijo que el universo alguna vez no existió, participó de una orgía en la isla Little St. James en la que Epstein desembarcaba con su ferry de 200 localidades?
La primera parte del primer enigma se dirime con facilidad: hay que creer que sí habló con su madre muerta. ¿Por qué no? Uno habla con quien quiere. Habló y luego se ahorcó con la eficacia que no había tenido en el primer intento un tiempo atrás. Los investigadores, a los que los mueve la paranoia, dijeron en cambio que habló con cierto hombre X, y que la charla versó sobre libros y música, un buen canto de cisne para un hombre de mundo en las sombras.
Un detalle técnico a considerar en pericias vinculadas a las paradojas que anidan en las tragedias, es que los guardias de Epstein permitieron la llamada con su madre muerta o con el hombre X (aunque uno hable con quien quiera nunca sabe con quién habla) para evitar que se ahorcara en la celda con el cable. Dicho así, de una manera en la que la frase nos habla de una realidad del año 2019 en la que se puedan reunir la palabra “cable” con la palabra “teléfono”, parece un homenaje a la telefonía fija. Lo que no advirtieron los carceleros de este pedofilazo es que no sólo de ahorcarse con un cable muere el hombre, y omitieron la presencia de varias prendas en la celda, cuando no la incentivaron. Epstein vio la oportunidad de darle fin a esa experiencia desoladora que es el martirio del victimario, y cerró el círculo con un nudo de algodón.
La negligencia del personal carcelario produjo el cierre del Centro Penitenciario Metropolitano de Nueva York y una cesantía en masa. Y aquí podría citarse por vía de la antífrasis el inolvidable latiguillo de Jorge Luis Borges en Biografía de Tadeo Isidoro Cruz: “Cualquier edificio, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre qué pasó en su interior”. Y lo que pasó en esa mole, más allá de los miles de eventos a los que les prestó su escenografía deprimente absorbida por la oscuridad, fue un solo hecho: se ahorcó Epstein. Quien camine con su botellita de agua y su gorra copa por el One World Trade Center, el memorial de la Torres Gemelas y el puente de Brooklyn podrá agregar al circuito este punto cercano en el que Epstein dejó atrás su pasado.
El enigma del ahorcamiento de Epstein puede resolverse por el lado de su insistente voluntad de desaparecer, dejando su nombre iluminado con grandes reflectores de luz negra. Pero no sabremos nunca por qué el hecho no fue impedido. No hay suicidio sin “algo” que sirva de agente o auxilio. De hecho, no ha de haber mayor desesperación que la del suicida que no tiene “nada” para eliminarse. Sin la proximidad de gas, cables pelados, venenos, armas, alturas, mares o un kit de bidón de nafta y un encendedor sólo queda la idea fija de morir, que en ese ambiente debe ser menos llevadera que morir.
¿Y qué hacemos con Hawking? ¿Qué cuento le damos a su misterio? ¿Es cierto que estuvo en una orgía en la isla de Epstein? ¿O sólo fue a dar una conferencia sobre el tiempo, su mascota misteriosa? ¿Alcanza con que el propio Epstein, justamente él, lo haya desmentido por mail? Si hay algo que hacen las preguntas es descargar respuestas en la nada. Eso es la especulación: muchas cosas dando vueltas sobre la nada. Por algo Georges Simenon, el escritor más dotado del mundo, sembró sus novelas de preguntas. Lo hizo para no detenerse, no para llegar algún lado.
Lo que podemos es deducir una pista: la silla de Hawking. Era un artefacto con detector de movimientos de mejilla (uno de los pocos territorios del cuerpo que podía mover) por medio de rayos infrarrojos desarrollado por Intel, un sistema de algoritmos predictivos para acelerar los procesos de escritura, motores, plataformas móviles de apoyo y un ventilador para respiración asistida. ¿Qué hubiera podido “hacer”, excepto mirar?
JJB