Las desigualdades educativas están insertas en una trama compleja donde se entrecruzan desigualdades económicas, sociales y culturales que afectan a las posibilidades de los sujetos para acceder a la educación, transitar por los diferentes niveles y egresar con aprendizajes genuinos. Hablamos de desigualdades educativas cuando estas posibilidades se ven condicionadas por el origen social de la persona, su situación económica, el lugar donde vive, su etnia o religión, el género, su condición migratoria y/o de discapacidad o cualquier otro rasgo de su situación personal, familiar o de su grupo social.
Es posible dar ejemplos concretos de algunos de los aspectos que componen esta trama poniendo el énfasis en ciertos atributos de los sujetos o de las instituciones. En el primer caso, se trata sencillamente, de asistir a la escuela con tres comidas diarias, con calzado, aunque llueva, tener un lugar en el hogar para estudiar, contar con materiales de estudio (como cuadernos, libros, una computadora y/o dispositivo y conexión a internet), tener una escolarización temprana en el nivel inicial, contar con un adulto en la casa que pueda ayudar en las tareas académicas, (por eso en las estadísticas se indaga sobre el nivel educativo de quien ocupe ese rol), y/o ser estudiante de tiempo completo (muchos menores trabajan y/o cuidan familiares o hermanos/hijos, etc). Si focalizamos en las instituciones, las condiciones de desigualdad involucran la disponibilidad de vacantes para asistir a una escuela cercana al hogar (muchos estudiantes deben trasladarse), acceder a una escuela equipada con infraestructura y recursos materiales adecuados (como wifi, computadoras, pizarrones, tizas, biblioteca, taller, etc). Incide además la asistencia a una escuela con menor rotación de docentes y directivos en sus cargos, entre otros factores.
Como se ve, son numerosas las variables que afectan a las trayectorias escolares en relación con las condiciones de enseñanza y de aprendizaje, y es diverso el peso de estas variables sobre las dificultades que enfrenta cada estudiante en su propia experiencia escolar, experiencia que siempre es distinta dentro de grupos que se suelen pensar como homogéneos, y que no lo son.
Dada la persistencia y profundización de las desigualdades en el campo de la educación y frente a las políticas implementadas por el gobierno de Javier Milei, bien vale recuperar la pregunta del sociólogo francés François Dubet: ¿Por qué preferimos la desigualdad?
Claramente las desigualdades sociales y económicas se expresan con algunos tópicos comunes en los diferentes países. Por ejemplo, en la concentración geográfica por niveles de ingresos: en la ciudad de Buenos Aires esta situación se presenta en la diferenciación de las comunas de la zona norte y sur con disparidades en relación con el acceso a la vivienda, la cantidad de espacios verdes, y la disponibilidad de vacantes escolares. Podemos sostener entonces, a grandes rasgos que, al igual que en otros países, los estudiantes más desfavorecidos viven en barrios desfavorecidos por las propias políticas públicas.
Esta situación reforzaría la afirmación de Dubet acerca de que la escuela sigue siendo una máquina de producir y reproducir desigualdades entre las generaciones. Desde mi perspectiva, eso no es correcto: la escuela es la institución del Estado con mayor potencial igualador.
Es claro que las trayectorias y experiencias escolares de los estudiantes todavía son profundamente desiguales; queda mucho trabajo para llevar a la escuela a su potencial. En este sentido, preocupan las recientes medidas de política educativa llevadas a cabo en nuestro país vinculadas con el desfinanciamiento del sistema universitario, el abandono de la compra de libros escolares (ambas son atribuciones del Ministerio de Educación de la Nación- ahora Secretaría-) y el subsidio directo del Estado nacional a una franja de familias de escuelas de gestión privada con los llamados vouchers educativos (la Ciudad de Buenos Aires parece estar evaluando una política en similar sentido).
En particular sobre los “vouchers” del Gobierno nacional cabe señalar, en primer lugar, que este subsidio interfiere en la concurrencia del financiamiento educativo (en nuestro sistema educativo la administración y financiamiento de los niveles obligatorios es responsabilidad de las provincias mientras que el de las universidades nacionales lo es del gobierno central). En segundo lugar, se duplica la asistencia financiera que recibe un subsector (las escuelas privadas con más del 75% de subsidios del Estado provincial). Ambas medidas rompen con acuerdos políticos y sociales fundantes de nuestro sistema educativo donde el Estado tiene un rol central como garante de la educación pública, laica y gratuita (que convive con un subsistema de educación privada).
Más allá de nuestro contexto local, las desigualdades, según Dubet, tienen nuevos modos de expresión en términos individuales (y ya no solamente de clases). Se trata de las micro desigualdades que operan al interior de cada clase social y que se manifiestan por ejemplo, en familias más informadas que eligen la “mejor” escuela, pública o privada, que estimulan los aprendizajes de sus hijos, aventajando a algunos niños respecto de sus pares recurriendo por ejemplo a actividades extraescolares y a clases de apoyo, a programas de idiomas y/o escuelas de arte (con vacantes limitadas), ventajas que se trasladan hacia el próximo nivel educativo y al mercado de empleo. En este sentido, interesa reflexionar ¿cómo se puede vincular la escuela pública con estos actores?, ¿cuáles son sus demandas al Estado y en particular a la escuela?, ¿cómo es posible recuperar el lugar de la institución escolar y de la escuela pública como ámbito de democratización del conocimiento y de redistribución de oportunidades sin una fuerte presencia del Estado?
El breve recorrido por algunos de los aspectos que conforman la trama de las desigualdades educativas deja a la vista que para hacer efectivo el derecho a la educación es necesario contar con un Estado que garantice el funcionamiento de las instituciones educativas, no sólo a través del financiamiento concurrente que estipula la normativa vigente, sino también desde la coordinación y articulación de los recursos, y políticas existentes. Además, resulta imperante generar nuevas respuestas a las necesidades y demandas también nuevas de una sociedad que va cambiando. Contrarrestar las desigualdades educativas requiere reforzar los instrumentos del sistema y también ir en busca de nuevas estrategias que promuevan una oferta de formación con un criterio universalista e igualador. Por sólo nombrar algunas posibles, sería deseable generar una sólida red de instituciones de educación formal y no formal mediante la articulación estatal del sistema educativo en sus distintos niveles con diferentes organismos del ámbito nacional y local: bibliotecas populares y barriales, museos, parques, y centros culturales, clubes deportivos, de ajedrez, y otras organizaciones de la sociedad civil vinculadas al arte, la ciencia y el deporte.
Se trata de multiplicar de manera creativa pero a la vez eficaz las iniciativas destinadas a mejorar las oportunidades de todos los ciudadanos para acceder, transitar y egresar de los diferentes niveles del sistema educativo con experiencias de aprendizaje significativas. Experiencias que promuevan la integración en la vida cívica, profesional, laboral y de estudios para toda la población.
La autora es docente e investigadora en educación.