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Opinión

Imane Khelif es una mujer cis, pero quizás el género ya no sea una categoría justa en el deporte

Angela Carini abandonó su combate contra Imane Khelif en los Juegos Olímpicos de París 2024.

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La pelea duró apenas 46 segundos, el tiempo que resistió la italiana Angela Carini la potencia de los derechazos de la argelina Imane Khelif en el centro de la cara. Carini es una napolitana dura, una atleta de alto rendimiento que aprendió a boxear haciendo guantes con su hermano Antonio y a la que los italianos llaman “la guerrera”, pero terminó de rodillas y llorando en su debut en los Juegos Olímpicos de París. 

“No soy de las que se rinden, es que nunca antes me habían golpeado así”, dijo después a la prensa. También que era una mujer adulta que había preferido irse entera y que no estaba ahí para juzgar a nadie. Del juicio, como casi siempre, se ocuparon las redes. Porque esos 46 segundos y un rumor que tardó aún menos en darse por cierto se convirtieron en tendencia mundial y avivaron el debate sobre el supuesto “borrado de las mujeres en el deporte”. 

La primera versión, falsa, decía que Khelif era una mujer trans. Al antiwokismo (avivado por la llama olímpica de una ceremonia inaugural que fue una oda a la diversidad) le interesó poco lo improbable de que un país musulmán como Argelia, que prohibe la homosexualidad y el cambio de identidad y aplica castigos físicos inenarrables a las personas LGTBIQ+, hubiera enviado a una atleta trans a la competencia. Sus principales referentes, de JK Rowling y Elon Musk a Donald Trump y Georgia Meloni, pasando por el presidente argentino Javier Milei, se quejaron de que “un varón protegido por el establishment deportivo misógino” –como escribió en X la escritora de Harry Potter– hubiera golpeado en vivo a una mujer bajo la fachada del fair play

Pero los comentarios transfóbicos apuntaban –sin saberlo, o apenas porque la verdad ya no es obstáculo para instalar una idea– contra una mujer cis, es decir una persona cuyo sexo asignado al nacer fue femenino y que no hizo –ni hubiera podido hacerlo en su país, del que nunca salió en sus 25 años más que para competir– una transición de género. 

Al igual que la medallista olímpica sudafricana Caster Semenya, cuyo caso generó controversia en 2017, Khelif tiene niveles naturales de testosterona en el rango típico masculino, una condición que se conoce como hiperandrogenismo. Ella y la taiwanesa Yu Ting Lin fueron descalificadas el año pasado del Mundial de Boxeo femenino de Nueva Delhi por no superar pruebas de elegibilidad de género, una decisión tomada por la Federación Internacional de Boxeo (FIB). 

Por esos días, la leyenda del tenis femenino Martina Navratilova fue acusada de “terf” (del inglés, feminista radical transexcluyente) por atreverse a decirle a la nadadora trans Lia Thomas que no era justo que compitiera contra mujeres cis. Terf es una palabra que se expande como la mancha venenosa contra cualquiera que pretenda discutir criterios de justicia que involucren la condición biológica de la comunidad trans. A Navratilova se la repiten –sin ninguna justicia– desde 2018, cuando tomó partido en el debate sobre los derechos de las mujeres cis y trans en el deporte. Aquella vez tuvo que googlear el acrónimo para entender de qué la acusaban.  

¿Su pecado entonces? Pedir que la admisión de atletas trans respondiera a estándares que garantizaran la mayor igualdad de condiciones posible, como medir niveles de testosterona. El repudio fue tan grande, que la veterana tenista y comentadora que vive hace años con su mujer y sus dos hijastras en Florida, terminó borrando su tuit y disculpándose: “Dejen que me eduque un poco más sobre este tema y vuelvo”, escribió en su cuenta de Twitter.

Que justo Navratilova, una mujer que no sólo es legendaria para el tenis sino para el activismo gay e incluso trans fuera señalada ligeramente como terf era por lo menos insolente. Ahora algunas cosas –algunos derechos, incluso en un clima de temor por los retrocesos– parecen haber estado ahí desde siempre, algo dado e inmemorial. Pero a principios de los 80, Navratilova –sacada compulsivamente del closet por un periodista deportivo sin que eso tuviera mayores consecuencias– se convirtió en la primera tenista abiertamente lesbiana y abrió un camino para muchas otras mujeres en el deporte y en la vida. 

Con su método de entrenamiento transversal, la checa cambió las reglas deportivas llevando al máximo las posibilidades de su físico: su agresividad fibrosa, demoledora, no parecía propia de una chica. De ella, como décadas más tarde de Serena Williams, llegarían a plantearse dudas ridículas: si su fuerza física doblaba la de otras competidoras, ¿acaso una lesbiana o una afroamericana necesitaban jugar en categorías distintas?

Era 1981 y la entrenadora de Navratilova no era otra que Renée Richards, la primera tenista trans cuya historia llevó al cine Anthony Page, con la magistral Vanessa Redgrave como protagonista. Segundo Servicio (1986) contaba la transición de la tenista y oftalmóloga diez años antes, y cómo –al igual que Navratilova– había sido expuesta por un periodista que investigó su caso como un fraude e impulsó a las asociaciones de tenis norteamericanas a verificar el género de las competidoras mediante un test de cromosomas. Como Richards se negó a hacerse el test, fue excluida de todos los grandes torneos de 1976. 

Entonces Renée llevó su caso a la Justicia: demandó a la Asociación de Tenis de los Estados Unidos (USTA) –que controla el US Open– y alegó discriminación y violación de su derecho a ser mujer. Era un planteo revolucionario entonces, y las respuestas en los medios hoy serían imposibles hasta para los más reaccionarios y conservadores. Sports Illustrated la llamó un “espectáculo extraordinario” que generaba “asombro, sospecha, compasión, resentimiento y, sobre todo, una tremenda confusión”. La USTA defendió su postura con un argumento usado hasta nuestros días –como se vio esta semana en el reality Survivor–, aunque ahora sea escandaloso: “Hay una ventaja competitiva para un varón que se sometió a una cirugía de cambio de sexo que es consecuencia de su desarrollo y de su entrenamiento previo como varón”.

La Corte finalmente le dio la razón a Richards: “Esta persona ahora es una mujer, sin importar lo que haya sido en el pasado. No reconocerlo es injusto, discriminatorio, y viola sus derechos”. Desde entonces hasta 1981 jugó profesionalmente y, contra lo que podía preverse, no estuvo en la cima del ranking, sino en el puesto número 20. 

Lo que ella misma aceptó con el tiempo es que no necesitaba el mismo nivel de entrenamiento para lograrlo, había estado inactiva y seguía ejerciendo su otra profesión, y sin embargo podía darse el lujo de estar entre las jugadoras de élite. El otro partido, el de mantenerse firme en defensa de sus derechos, fue mucho más difícil. Algunas jugadoras se presentaban en los courts con remeras que decían “Soy una mujer real”, otras se negaban a darle la mano cuando las vencía. 

Navratilova, con su contextura suprahumana, logró ganarle en algunas exhibiciones. En la primera mitad de los 80, fueron una dupla a prueba de prejuicios: la primera tenista y entrenadora trans y la primera tenista lesbiana en ser aceptadas en el circuito. Maestra y alumna tienen una amistad de cincuenta años y algo en común que las convirtió en verdaderas agentes de cambio: son profundamente honestas. 

En una entrevista de hace una década, Richards, que se enorgullece de haber sido pionera “en levantarse por los derechos de las personas trans”, dijo que al analizarlo ahora, piensa que tal vez no debió haber sido admitida en el circuito profesional femenino: “Habiendo vivido como varón por 30 años, sé que si hubiera transicionado a los 20 ninguna mujer biológica en el mundo habría podido siquiera acercarse a mi nivel. Por eso reconsideré mi opinión. Las mujeres trans podemos hacer todo: casarnos, tener hijos y una vida profesional plena, pero lamentablemente no deberíamos esperar ser admitidas en categorías deportivas femeninas. Es una limitación, pero la vida está llena de limitaciones. Lo sé porque estuve ahí”. 

Navratilova, que aboga por una categoría abierta que incluya a atletas de todos los géneros, además de la femenina y la masculina, contó en una entrevista que su mujer no para de retarla: “¿Por qué tenías que meter la nariz en eso? La verdad es que no tengo vela en ese entierro. Pero no puedo evitarlo. Toda mi vida he intentado luchar por las causas justas. Así que cuando veo algo que considero que no es justo, tengo que decir algo”. 

Son muchas las cosas que se juegan en el caso de la nadadora Lia Thomas. Lia nada desde que tiene uso de razón y toda la vida compitió como varón en las ligas escolares. Con 24 años, también toda la vida se sintió sin aire fuera del agua: su cuerpo musculoso no tenía que ver con quien era, como un avatar extraño para su identidad. Para luchar contra eso, sólo tenía un refugio: seguir nadando. La misma Sports Illustrated que en su momento cuestionó a Richards, le hizo una entrevista conmovedora el año pasado a Lia. “Sólo quiero mostrarle a las infancias y jóvenes atletas trans que no están solos. Que no tienen que elegir entre quiénes son y el deporte que aman”, dijo. 

Thomas se sometió a una terapia de reemplazo hormonal en 2019 y lo comunicó a su coach y sus compañeros de equipo, que fueron amorosos y contenedores. Al principio siguió nadando con ellos, aunque ahora lo hacía con traje de baño entero. Cuando decidió unirse al equipo femenino, también la apoyaron. Claro que también hubo objeciones que, en un contexto político en el que los derechos trans –y los derechos LGTBIQ+ y de las mujeres, en general– están retrocediendo en los Estados Unidos y otras partes del mundo, parecen ir mucho más allá de la preocupación por la sana competencia. 

Thomas, como hoy Khelif, se transformó en un apellido que divide aguas en los Estados Unidos: políticos y personalidades conservadoras, en general varones, a los que poco les interesan los deportes femeninos, alzan sus voces reclamando fair play. Hay razones atendibles, como las que plantean Navratilova, Richards y Evert: los atletas varones tienen ventajas físicas innegables con respecto a las mujeres. Si no fuera así, no habría razón para que compitieran en categorías diferentes. O sí: siempre fue una manera de darles a las mujeres un lugar de reconocimiento propio en un mundo diseñado para varones (cis, blancos y heterosexuales).

Las atletas que transicionaron de varones a mujeres y atravesaron su desarrollo sin terapias para inhibir la testosterona, tienen en promedio más capacidad cardiovascular, mayor masa muscular, huesos de más densidad y suelen ser personas más altas, más fuertes y más rápidas. Por eso no hay mayores condicionamientos para que varones trans compitan en ligas masculinas, quienes transicionan a la inversa no experimentan la superioridad física que da la testosterona y no representan un problema para nadie.  

Thomas dice que perdió masa muscular y capacidad aeróbica por la terapia hormonal, pero se impone en todos los campeonatos y su velocidad en todos los estilos genera tantos récords como quejas. Algo en el hecho de que ninguna atleta cis se le acerque siquiera en velocidad, parece, como mínimo, poco equitativo. 

Es cierto, la idea de buscar la equidad competitiva no es tan sencilla y no sólo tiene que ver con la identidad autopercibida. Todos los cuerpos son diferentes y los cuerpos de las mujeres atletas siempre fueron juzgados socialmente por ser demasiado trabajados (“demasiado masculinos”), y desbancar el mito de la fragilidad femenina. De nuevo, en un punto, lo que se dice de Thomas no es distinto de lo que tuvieron que soportar Serena Williams o la propia Navratilova. Las mujeres –y las personas de todos los géneros– que se apartan de lo que se espera de ellas siempre son juzgadas. Y más cuando pertenecen a minorías, como ellas. 

Quizá lo fundamental en ese sentido sea pensar en qué criterios de justicia nos importan más. ¿El sufrimiento de Lia fuera del agua y el odio que recibe a diario –desde publicar su nombre muerto y fotos viejas hasta hostigarla diariamente en redes sociales– justifican que pueda competir en una categoría femenina aunque eso perjudique a mujeres cis? ¿La discriminación salvaje que aún sufren las personas trans en todos sus vínculos, y que las margina de la vida social y laboral, no es razón suficiente para cuidar incluso más el lugar de una atleta profesional de alto perfil? ¿Si se excluye a Thomas de la categoría femenina, qué implicancia tiene eso para millones de chicas trans en todo el mundo? ¿Qué derechos cuentan más, cómo protegerlos sin afectar al resto ni hacer que otras competidoras que también lucharon por su lugar terminen siendo excluidas de hecho?

Son preguntas incómodas, pero los temas que preferimos evitar –o en los que les recomendamos a nuestros seres queridos “no meter la nariz”– para no ser sentenciados de manera sumaria en las redes y en los medios por lo general son carne de las miradas más rancias a las que la provocación les sienta bien. Y aunque sea incómodo decirlo en voz alta, algo en la pelea de Khelif y Carini tiene el mismo sabor de la injusticia que la brazada inalcanzable de Thomas. La diferencia entonces tal vez no sea el género (asignado o autopercibido) sino el nivel de testosterona, tal como plantea Navratilova. Quién sabe, quizá esta polémica fogoneada por una fake del antiwokismo sirva para entender que en el deporte separar atletas según las categorías tradicionales varón/mujer hoy ya resulta obsoleto.   

                                                                     

MF/DTC

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