Soy de la raza que lee libros en la sala de espera de un consultorio. La raza mayoritaria se entretiene con su celular pero a mí un libro me acompaña mejor cuando la consulta se demora una eternidad, lo que es frecuente, como si los médicos te hicieran esperar a propósito, por goce sádico. Ya sé que tienen mucha gente para ver, que alguien los explota o se auto explotan. La cuestión es que médicos y pacientes son polos opuestos (y no necesariamente complementarios) que a veces terminan siendo enemigos.
Mi viejo los llamaba “matasanos”. Pero hay que comprender al enemigo, con todo lo que este tiene que enfrentar: hay pacientes o impacientes que son de temer. Una obra de teatro que vi el año pasado se llamaba “Adversarios” y era una adaptación del cuento “Enemigos” de Chejov. Un médico abrumado por la muerte súbita de su único hijo recibe, cinco minutos después, la visita de un terrateniente que reclama que lo acompañe urgente a atender a su esposa enferma. El médico al principio se niega, su hijo acaba de morir y en ese momento terrible necesitaba quedarse junto a su propia esposa, pero la insistencia del visitante y quizá el juramento hipocrático lo llevan a cumplir con su deber aun en medio de la conmoción por su tragedia. Sin arruinar el desenlace, diré que la mujer a atender no estaba tan enferma, es más, estaba demasiado sana. Y que la indignación del médico por haberse sentido burlado, por el capricho o la ignorancia de un necio, finalmente explota. “Los desgraciados son egoístas, malévolos, injustos, crueles, y menos capaces de comprenderse mutuamente que los imbéciles” escribió Chejov, que también era médico. “La desgracia no une a las gentes, sino que las separa”.
Así que fui con un libro a la guardia de un hospital e imaginé que todos los matasanos debían estar ocupados con desgracias propias o ajenas para que tardaran tanto en atenderme, si es que no estaban contando chistes mientras tomaban mate con facturas; se escuchaban risas. Quería consultar por un dolor en una parte de esas llamadas pudendas, en alusión al nervio que está en la región pélvica y se origina en el plexo sacro. Uno siempre tiembla, porque vaya a saber qué es el fucking grano que tiene en la jeta o en la punta del pene y sólo espera oír del doctor el dictamen sagrado: “es benigno”. Había pedido ver algún urólogo o dermatólogo, no estaba seguro porque uno de los problemas del sistema sanitario, sea público o privado, es que nos movemos a ciegas entre opciones de especialidades distintas sin saber cuál es la adecuada, como dice Boris Groys en Filosofía del cuidado, este libro que no recomiendo jamás llevar a un hospital. Es para leer lejos de ahí, porque Groys pone el dedo en la llaga: describe cómo las opiniones médicas muchas veces se contradicen unas a otras en cuestiones de fondo, y al mismo tiempo todas parecen muy profesionales. Se hace difícil elegir quién nos va a atender o el tipo de tratamiento necesario sin tener conocimientos específicos. Encima, cada tanto hay que dar consentimiento por escrito a ciertos procedimientos, aceptando las eventuales consecuencias negativas de esos procedimientos sin saber realmente lo que está en juego. Esa firma es un acto de fe, dice Groys. Un acto irracional, porque yo no puedo estudiar mi cuerpo como a un cadáver en una clase de anatomía ni hacerme una radiografía o una tomografía computada e interpretarlas. El conocimiento médico trasciende todo lo que sé de mi propio cuerpo. Como es trascendente, solo puedo relacionarme con ese conocimiento mediante la fe. Algo semejante a lo que se requiere ante los cantos de un chamán que danza y hace gestos mágicos alrededor para expulsar espíritus malignos.
Ese día en la guardia me atendió un joven clínico. Me hizo las preguntas de rigor, quiso saber mis antecedentes, si tomaba alguna medicación y otros datos por el estilo, y luego me revisó. Estuvo un rato mirándome el glande con cara de piedra, inexpresivo, y dijo que no era nada, que me quedara tranquilo. Que sería algo así como un dolor reflejo. ¿Reflejo de qué? ¿De algo más que está por ahí para ser detectado? No, dijo el aprendiz de chamán, será de un herpes que usted habrá tenido en otra época. Pudo haber quedado una inervación sensitiva, algo común en el nervio dorsal, ya que ese virus no puede ser tratado de ningún modo y no contagia ni siquiera en la relación sexual a menos que se presenten lesiones en la piel, desgarraduras, que no había en este caso. No era necesario ningún análisis de sangre ni resonancias, tomografías, radiografías, ni nada. El clínico parecía muy seguro de su observación. Si el dolor continuaba, paracetamol y, en caso extremo, tramadol. Y listo.
Milagro: al salir del consultorio el dolor había desaparecido o se había atenuado a un nivel casi imperceptible. Quizá por el placebo de la palabra médica, que es como palabra de dios. Un dios que también se equivoca, se enferma y se muere.
Admito que en otras épocas yo era menos comprensivo y me quejaba mucho del poder médico. Me he moderado en parte porque ahora tengo que consultarlos más seguido y me cuido, no sea que alguno lea o se entere de mis críticas, se ofenda y me deje de atender.
Aquella obra de teatro “Adversarios” estaba codirigida por una médica, María Noble. Y nobleza obliga: aquí mencioné a todos en masculino porque los que me tocaron en los últimos tiempos eran chabones, pero he conocido excelentes médicas. Carezco de estadísticas sobre cuánta eficacia o ineficacia, cuidado o negligencia se pueden encontrar repartidos por género en este campo; sé que hay profesionales de ambos sexos y de todos los sexos que entregan la vida entera a sus pacientes. Conocí de cerca una de esas médicas dispuestas a dejar todo lo que estaba haciendo, aun en medio de su propia desgracia personal, para atender a gente que estaba bastante mejor de salud. Se llamaba Susana González. Conviví con ella. La amé y la perdí a principios de octubre hace justo tres años. Hoy solo quise recordarla con estas palabras.
OB