Hace poco The New York Times llevó a cabo a cabo un experimento de honestidad brutal con algunos de sus columnistas. Específicamente, les pidió que reconocieran en qué afirmación, pronóstico o postura se habían equivocado, y por qué. No solo eso, los convidó a escribir una columna sobre ello. El resultado fue extraordinario, y quisiera repasar aquí algunos de los casos más interesantes.
Primero, un periodista del diario llamado Farad Manjoo confesó su desafortunado entusiasmo a principios de 2009, cuando no solo celebró el nacimiento y consolidación de Facebook, sino que además recomendó a todo el mundo que se uniera esta red social. En el presente Manjoo no solo se arrepiente de su consejo, sino que directamente afirma que internet y quizás el mundo serían mejores lugares si este monstruo de la industria de la comunicación social jamás hubiera aparecido.
Otro caso emblemático fue el de David Brooks, periodista del diario y también del Wall Street Journal. Antiguamente este autor era un defensor a ultranza de la revolución conservadora liderada a principios de los 80s por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En aquel entonces Brooks se montó a las ideas emprendedoras e innovativas que parecía prometer Silicon Valley, y que él vinculaba con los resultados más fascinantes del libre mercado. A principios de los noventa viajó a la Unión Soviética (luego Rusia) y se maravilló con los planes de privatización de un socialismo en retirada. Pero hacia 2003 Brooks empezó a notar que la máquina del capitalismo posindustrial, aún con su dinamismo sin igual, tenía defectos fundamentales. Notó que los estadounidenses con los niveles más altos de educación acumulaban más y más riqueza y colmaban a sus hijos de ventajas, sembrando una especie de sistema de castas. Empezó a escribir columnas sobre la desigualdad, pero sus amigos economistas de derecha no tenían mucho para decir sobre ella. Para cuando se desató la crisis financiera, los defectos del capitalismo moderno le resultaron más y más evidentes, y no tardó en apoyar políticas de intervención más decididas, como la que propició Obama para contrarrestar la crisis de 2007-2009.
El caso más interesante, por su protagonismo académico y mediático, fue el de Paul Krugman. A principios de 2021 el economista se vio envuelto en un intenso debate sobre las posibles consecuencias del Plan de Rescate Estadounidense por 1,9 mil millones de dólares llevado adelante para compensar los efectos de la pandemia sobre los ingresos de los ciudadanos. Un grupo advirtió que el paquete sería peligrosamente inflacionario pero otros especialistas, entre los que se contaba Krugman, estaban bastante tranquilos.
Krugman reconoció recientemente esta fue una mala apreciación. Su hipótesis era que el plan generaría un aumento mucho menor en el PIB de lo que sugerían las estimaciones, y de lo que fue la cifra final. De hecho, se ha acumulado evidencia de que muchos estadounidenses destinaron su cheque de ayuda a ahorrar o a repagar deudas, y no tanto a consumir (Nota nerd 1: este es un resultado consistente con la teoría tradicional de que un individuo racional ahorrará la mayor parte de sus ingresos transitorios).
Lo extraño de todo esto, cuenta Krugman, es que pese a que el impacto del plan de rescate sobre el gasto fue relativamente bajo, la inflación haya sido tan alta. De hecho, el argumento del Equipo Alarmado era que tanto la expansión fiscal como la monetaria deberían haber generado una demanda excesiva que, imposibilitada de ajustar suficientemente con mayor producción, terminaría afectando al alza los precios. En otras palabras, Krugman reconoce que perdió, pero también que sus adversarios no ganaron, o al menos que no lo merecían de acuerdo a la justificación teórica que delinearon en aquel momento.
Según el economista, gran parte del aumento de la inflación reciente parece reflejar las vicisitudes de la pandemia. Su hipótesis (actualizada) es que el miedo a la infección y las disrupciones permanentes en la oferta durante la pandemia provocaron alteraciones importantes en la combinación de gastos de la gente, que consumió menos servicios (turismo, restaurantes y espectáculos no estaban disponibles) y más bienes, lo que provocó una escasez de contenedores de transporte, sobrecargó la capacidad portuaria, y provocó cuellos de botella en esa parte de la oferta productiva. Sin dudas, el shock de la invasión rusa a Ucrania resultó en un impacto adicional a este efecto, debido al alza significativa del precio de las commodities (Nota nerd 2: si Krugman tiene razón, debemos asignar causas reales a la inflación reciente, contrastando con la visión de Milton Friedman, para quien la inflación es en todo tiempo y lugar un fenómeno monetario).
Lo interesante de todo esto es que si bien al principio la inflación se limitó en buena medida a una parte relativamente pequeña de la economía, ahora se ha extendido. Y no sólo eso, también se ha dilatado en el tiempo, dando lugar a la aparición de cierta inercia. Lo que les está pasando a muchos países en el mundo es que están redescubriendo una anomalía que hace rato había desaparecido de los libros de economía. Anomalía que viene además con muchos condimentos “heterodoxos” o “estructurales” a los que la economía argentina nos tiene acostumbrados. Hoy los diarios se han puesto a discutir sobre si existe o no una Curva de Phillips (la presunta relación negativa entre inflación y desempleo), y cuál es su forma actual, siendo que durante varias décadas había desaparecido por completo del radar del economista.
Más allá de cada caso puntual, resulta interesante el ejercicio del New York Times de proponer a sus columnistas que hagan un reconocimiento de sus errores de discernimiento. En el caso de Krugman, esta intervención resultó en una lección de humildad para su enfoque. Si bien su perspectiva analítica parece haber funcionado después de la crisis de 2008, el nuevo mundo moldeado por la pandemia volvió poco confiable la extrapolación, y allí fue donde falló. Y convengamos que no es común que un periodista afirme en público que se equivocó, ¡y mucho menos un economista!
Me atrevo a afirmar (y espero no arrepentirme en el futuro) que es posible que el debate público se vea sensiblemente enriquecido si esta práctica se institucionaliza, especialmente en Argentina. Desde el punto de vista de la psicología individual, la invitación a reconocer errores es una poderosa herramienta retórica que tiende a matizar las posiciones más extremas del interlocutor de turno. Desde el punto de vista de la reflexión personal también es útil, ya que permite recapacitar sobre pensamientos y conclusiones apresurados. Y quizás lo más importante, desde el punto de vista de la cohesión social, promueve una deliberación más empática y racional.
CC