Entre las cosas que extraño y los pasados que pienso me cuesta distinguir lo real de lo imaginario. Hasta hace poco —hasta hace nada— yo era demasiado joven para tener cosas reales que extrañar, sobre todo teniendo en cuenta que tuve una infancia muy difícil y de los primeros doce años prefiero recordar lo que me invento y que me sirve para escribir. Todavía soy joven pero ya no soy tan joven; mi adolescencia ya tiene veinte años, mi juventud algo más de diez. Si me junto con una persona de veinticuatro o veinticinco años, y a veces lo hago, ya puedo contarle de boliches y partes de la ciudad cuyo nombre esa persona jamás oyó nombrar, o mejor, oyó llamar como leyenda, como espacios donde pasaban cosas míticas. Pero me cuesta distinguir lo real de lo imaginario porque en esos lugares que de verdad habité ya había otras capas de nostalgias que no podían ser mías. En los boliches a los que yo iba en los 2000 temprano —en Réquiem, en Alternativa, en Unione e Benevolenza, en algún otro sótano de microcentro cuyo nombre no recuerdo y que no volvió a abrir después de Cromañón— éramos todos unos melancólicos de lo no vivido, escuchando música de cualquier década menos de la nuestra, leyendo libros de vampiros o de damiselas en apuros del siglo XIX, copiándoles los cuellos con volados y la palidez de castillos sin sol. No se dice mucho eso de “las tribus urbanas” de mi época: todos éramos nostálgicos, góticos siglos después de la novela gótica, punks décadas después de la gloria del punk, ochentosos nacidos casi en la década del 90. Se me mezclan de esa época las bandas que sí llegué a ver en vivo y las que idolatramos pero ya no existían. Me pasa algo parecido con los relatos de Leo Perutz, un judío de principios del siglo XX que escribe sobre los judíos en el siglo XVI. Leerlo hoy es abrirse paso entre dos pasados distintos, dos lenguajes que me son ajenos, sin poder distinguir qué hay de cada siglo en cada línea y en cada imagen, qué hay de su presente y qué hay de su nostalgia.
Pienso tres cosas: primero, que aunque esté de moda el pastiche y la nostalgia es evidente que también hay una cuestión de temperamentos y siempre existimos las personas que sienten, cuando llegan al mundo, que todo está inventado, o el hambre de habitar todas las épocas, la sensación de que el presente es demasiado poco, que con lo que hay hoy ahora no alcanza. Segundo, que si naciste con ese temperamento, tu única esperanza de no vivir completamente fuera de tiempo es tener una infancia infeliz. Y tercero, que si hay algo en común entre todos estos melancólicos de los que hablo es la posición marginal. En los relatos de Perutz eso está patente: a veces los protagonistas son los judíos, pero muchas veces están en el fondo, en los rincones apenas de las historias de los cristianos, los auténticos personajes principales de la historia europea. La literatura de Perutz no es reivindicativa; no hay ningún interés en poner a los judíos en el centro, en hablar de la línea alternativa de la historia. Perutz no quiere dar vuelta ningún mapa: quiere explorar la posición del margen, y sé que hay una relación entre esa posición y el mirar para atrás en la historia, entre la periferia y la melancolía por un pasado que no fue necesariamente más generoso pero al menos nos conecta con algo rodeado de mística. Esa relación entre ser minoría y ser pasado también aparece en mi memoria de andar con góticos y punks y alternativos (no lo hubiéramos dicho con e, a duras penas leíamos la x en alguna nota de Página/12): creo que todas las que íbamos por esos lugares a los trece o los catorce teníamos escrito en la mochila ese verso de El Otro Yo que decía “la música que escuchan todos yo no la escucho”, con la esperanza de que alguna vez la linda del curso nos preguntara qué quería decir para hacerla sentir a ella afuera de algo.
Lo que molesta no es la nostalgia, es la melancolía; lo que molesta, en el imperio de la felicidad entendida como salud, es la tristeza.
La nostalgia está por todas partes, las chicas de ahora se cuelgan cassettes del cuello como nosotras nos colgábamos chupetes de colores: y así y todo, es como si tuviera mala prensa. Pienso en el arquetipo del inmigrante melancólico del que habla la filósofa Sara Ahmed, el inmigrante al que se le pide que se integre, que sea feliz. Porque en el fondo, y vuelvo a los chicos con los cassettes colgados, lo que molesta no es la nostalgia, es la melancolía; lo que molesta, en el imperio de la felicidad entendida como salud, es la tristeza. La nostalgia es simpática mientras una la lleve con liviandad, con alegría y con estilo. La melancolía, en cambio, aparece como una patología personal y social; el famoso soltar, que aunque ya solamente circule como parodia sigue representando un espíritu de época. Lo que es yo, ex judía, ex casi gótica y ex niña triste creo que tener algo que extrañar, incluso algo que llorar, es tanto o más identitario que tener un horizonte; tanto o más constitutivo de una vida que valga la pena ser vivida que tener un futuro.
Quizás no haga falta decir esto en Buenos Aires, la ciudad en la que estamos todo el tiempo contándoles nuestros tangos a todos; quizás esa cultura gringa de la felicidad nunca vaya a prender en estas cuadras. No me interesa hacer una reivindicación de la nostalgia, ni vivir en ninguna gloria pasada; pero quizás sí me interesa reivindicar la melancolía como conexión con el pasado, una melancolía sin nostalgia, que sabe que no hay adónde volver. Justamente creo que el problema de la nostalgia es ese: que la relación con el pasado se trate de intentar resucitarlo. Un amigo me lo puso en palabras parecidas: el problema de la nostalgia es que se convierte en la única manera de evocar el pasado. El pasado es demasiado importante para ser nostálgica.
Para el final: quizás no hace falta decir esto en Argentina, pero hay algo más. Lo que dice mi amigo de la nostalgia. Melancolía sin nostalgia. Es verdad que si la melancolía se instala como un desprecio del presente es un problema. O no. Podemos seguir haciendo cosas aunque pensemos que el presente es difícil. Y que todo está hecho.
TT