Conocí a dos personas este fin de semana pasado viendo un documental: Naomi Osaka y Kobe Bryant. El documental de Naomi Osaka me llamó la atención. Una tenista muy joven que gana el Grand Slam de Estados Unidos a los veinte años y que de la noche a la mañana se convierte en un celebridad por muchos motivos. Primero, tiene un infancia dura, su madre trabajaba sin parar y llegó a dormir en el auto entre turno y turno. Naomi dice en un momento del documental: “Quería jugar al tenis y triunfar para que mi madre no tuviera que trabajar más”. Hija de una madre japonesa y de padre haitiano, ella misma es una fuerza salvaje en el “tatami” del tenis a la hora de jugar. Es negra, pero con rasgos japoneses y si bien, dice “habla mal el japonés de su infancia porque se olvidó la gramática”, a la hora de competir no lo hace ni por Haití (la tierra de su padre) ni por Estados Unidos (donde reside) sino por Japón, donde nació y donde es una celebridad.
El documental es intrusivo, entra en la intimidad de la tenista, los lugares donde le hacen masajes, las fiestas particulares, íntimas, sus entrenamientos y hasta cierta deriva que practica la chica mientras camina después de perder el Abierto de Australia, muy triste y donde se entera de la muerte de Kobe Bryant, un jugador de básquet que era su ídolo y con quien había hablado en una oportunidad. “Me siento mejor como una cazadora”, dice en un momento cuando explica que le gusta más estar al acecho que soportar la presión de ser la número uno del mundo. Una de las tensiones del documental es que la chica estrella tiene cara triste. Rápidamente consiguió ser la número uno y se metió en el mundo fashion que rodea a las celebridades y da la impresión de que a Osaka no le llena mucho la insoportable levedad del set. Ese mundo que está dividido entre ganadores y perdedores y toda una corte de sirvientes que los acompañan.
Entonces empieza a perder. Su entorno le contrata al mejor entrenador de tenis y sigue perdiendo. Hasta que matan a George Floyd y se produce una conmoción que sacude a la opinión pública mundial. Un policía estuvo nueve minutos con su pierna sobre la garganta de Floyd para detenerlo. Los negros salen a prender fuego todo y muchos deportistas inician una huelga. Naomi Osaka decide abandonar un torneo internacional para visibilizar esa protesta y después -ya con el coronavirus en acción- va a jugar con los barbijos escritos con los siete nombres de personas asesinadas por la policía durante los incidentes. Para mostrar las siete, tiene que llegar a la final. Lo hace y gana el Abierto de Estados Unidos por segunda vez. Su madre dice: “Esa idea de abandonar el torneo y de usar esos barbijos, de luchar por causas sociales se le ocurrió a ella sola”. Hay un momento en que a determinadas personas, por más entorno y presión que tengan, se les empieza a ocurrir ideas propias. No sé si Osaka conoce a Guillermo Vilas, pero en un documental que anda circulando sobre él, éste muestra sus libretas donde escribía poemas y diarios y deja ver un dibujo de una cancha de tenis donde Vilas explica que cada lugar de la cancha tiene un poder especial y que es un territorio esotérico. No ahonda mucho más el documental en ese tema y uno se queda con ganas de descubrir qué es lo que esconde una cancha de tenis para Vilas. Nuestro tenista número uno -cuenta en el documental- presenció una charla de Jiddu Krishnamurti que le cambió la vida. No creo que tanto, porque de haber comprendido las enseñanzas de Krishnamurti en su totalidad, jamás hubiera gastado energía para que se lo reconozca como número uno del mundo. Otra vez la insoportable levedad del set.
Hay un momento en que a determinadas personas, por más entorno y presión que tengan, se les empieza a ocurrir ideas propias.
Jiddu Krishnamurti nació en la India. Tenía un hermano más chico Nitya, al que adoraba. Su madre murió muy joven y quedaron a cargo de su padre, que tenía un trabajo precario. Como la familia de Osaka, eran pobres. Una tarde unos miembros de la Sociedad Teosófica vieron a los dos niños jugando en la playa y pudieron observar que Jiddu tenía un aura extraordinaria. Los miembros de la Sociedad Teosófica que estaban esperando la llegada del Maestro del Mundo, no lo dudaron -como Morfeo con Neo-, era él. Le hicieron firmar al padre documentos para que dejara a los dos hermanos a su cargo y se los llevaron a Inglaterra para que completaran su formación. Un maestro del Mundo, pensaron, tiene que hablar inglés, no un dialecto de un pueblo alejado de la India. Krishnamurti se formó en ese entorno y empezó a dar charlas rodeado por la Sociedad Teosófica. El boca a boca recorrió el mundo espiritual: ha llegado el Maestro del Mundo y está de nuevo entre nosotros. Para ver al “fenómeno” se acercaban personas de todos lados que podían costearse los viajes. La Sociedad Teosófica fue como una especie de Masia espiritual que formó a Krishnamurti. Y las cosas anduvieron bien hasta que el muchacho empezó a tener ideas propias. Decidió que no era el Maestro del Mundo y que la religión -convertida en institución- era un mal conductor de espiritualidad. Que las personas no tenían que seguir a un maestro y que tenían que buscar su propia emancipación. Krishnamurti, dijo, en definitiva, que era un persona normal cuyo deseo fundamental era ayudar a la gente a soportar el sufrimiento. Y dijo también que “el pensamiento es dolor”. Aunque tenía una contextura frágil y tuvo muchas enfermedades, vivió una larga vida. Creo que Jiddu Krishnamurti es lo más cercano que uno tiene para imaginarse al Jesús real. Un hombre como todos, mortal, que hizo, tal vez, el bachillerato con los esenios y que fue profundamente político y revolucionario. Como la institución de la iglesia cristiana se formó después de su muerte, él no pudo entrar con el látigo al Vaticano para sacar a los que usan su nombre en vano y acumulan poder y riquezas.
FC