Decir que “los argentinos amamos el fútbol” es un error sociológico. Más preciso sería decir que nuestra sociedad es mayoritariamente futbolera; que muchísimos hombres y mujeres, y no en las mismas proporciones, disfrutan del fútbol, lo consumen, lo ven, lo hablan y lo practican, lo han practicado y lo practicarán. Y por eso lo gozan o lo aman, o ambas cosas: no se ha recordado lo suficiente, en estos días de excesos, que es un juego sencillamente maravilloso, por sencillo, por económico, por creativo, por democrático. No es universal, para nada: en la Argentina, se trata de una mayoría intensa que, en los Mundiales, se vuelve especialmente ruidosa y expansiva –luego se relaja, porque un Vélez-Central Córdoba no puede movilizar tanta libido. Y tampoco incluye a todo el planeta: estoy viendo en estos días el documental de Ken Burns sobre el béisbol norteamericano, y dice casi lo mismo que yo sobre el fútbol. Como todos sabemos, él se equivoca.
El fútbol tiene otra condición magnífica e inigualable: la combinación exacta de mercancía y afecto. Por más que le adosen la palabra “pasión” a cualquier cosa que se intente vender, no es sencillo pegarle afectividad a todo. Anoche escuchaba que una famosa marca de camiones pretende que los suyos despiertan pasión. Lo dudo, tajantemente. El fútbol la tiene, pegada, indisoluble: es un repertorio de emociones –evitaré la palabra pasión como al infierno, porque me tiene harto su maltrato– que involucran el amor, la memoria, la identidad, entre otras fruslerías. En una Copa del Mundo, esa posibilidad se desata porque le agrega una ficción que es radicalmente increíble –y por eso la creemos en el acto: que esos tipos, todos hombres, que han jugado y jugarán mucho mejor que cualquiera de nosotros, que en algunos casos nunca han jugado en un equipo local, que han pasado la mitad de sus vidas lejos de esta casa, representan a la patria. Una ficción imposible: creemos en ella a pie juntillas. Y ese relato promete una coronación: el que gane la Copa, será el mejor del mundo –y eso nos incluirá a nosotros, sus representados y representadas.
Como se ve, es todo ficción: una ficción tan perfecta que creeremos en ella, con fervor, cada cuatro años. A veces, muy ocasionalmente, ciertos sujetos excepcionales en circunstancias también excepcionales le agregan una significación política. Eso ha ocurrido ya cuatro veces en nuestra historia, con un único y repetido protagonista en tres de ellas. La primera fue en 1978, cuando esa “primera” Copa ganada fue organizada por la más terrible dictadura militar de nuestra historia y exhibida como “prenda de unidad” y victoria. Ese único antecedente debería obligarnos a desterrar la cláusula “unión nacional” de nuestro vocabulario. Las otras tres las organiza la figura absolutamente excepcional de Diego Maradona: por perder contra Alemania en 1990, uniendo las puteadas al chiflido de un Himno; por ser expulsado en 1994, transformando una irresponsabilidad personal en una conspiración planetaria encabezada por la CIA y el Vaticano; por triunfar en 1986, cuatro años después de la rendición en Malvinas, venciendo a todo y a todos en la actuación más inolvidable de la historia de las Copas, y en el momento radiante de felicidad popular más intenso de que tengamos recuerdo.
Pero luego, la política se desvanece, porque Maradona habrá sólo uno, es irrepetible, es excepcional –¿podemos entender el significado exacto de “excepcional”? Significa que no habrá otro Maradona. Significa que no habrá otro Messi, que a la vez es distinto que Maradona. No te bañarás dos veces en el mismo río: afortunadamente.
Sin embargo, supongo que el clima de locura que nos embarga –este estado maravilloso de la expectativa, la ansiedad, los nervios, la conversación imparable y omnipresente, hasta la insoportable levedad de muchos paneles de gordos hablando de fóbal– parece excesivo por sí sólo: entonces, hay que buscarle explicaciones sesudas, interpretaciones que suenen serias. Tanta levedad (veintidós tipos corriendo detrás de una pelota, para usar la vieja fórmula borgiana) subleva: hagamos de cuenta, entonces, que en torno de este se discute, por ejemplo, la política argentina. En realidad, es el preciso momento en que las cosas empeoran, porque las metáforas que se eligen son, básicamente, patéticas; y, peor aún, erróneas. La de Christian Grosso en La Nación fue desafortunadísima –Messi como un hombre “vulgarizado”, cuando nunca ha sido otra cosa que un hombre vulgar, hablante persistente de un rosarino perfectísimo. La afirmación reveló clasismo y una pésima lectura del significado de “vulgar” –que podría leerse como “popular”, lo que no está nada mal, y no como “grosero”, lo que estaría feo.
El problema es que eso desató la contra-andanada nacional-popular-antiimperialista, que incluyeron esa tontería vieja y patriotera según la cual Modric nació en González Catán porque es tan buen jugador. Claro: Salah nació en Flores, Grealish en Bernal, Mbappé en Florencio Varela. Por suerte, Bono, el maravilloso arquero marroquí, no nació en el Gran Buenos Aires porque la regla no aplica para arqueros. Al menos, hemos pasado el Riachuelo: la cláusula original decía que “Platini nació en Barracas”. Luis Alberto Quevedo, que no es periodista deportivo sino sociólogo (para refutar ese lugar común que le adjudica a los periodistas deportivos el monopolio de la levedad), le agregó, para subir el nivel gramsciano de la conversación, que el gesto de Topo Gigio de Messi era “un mensaje al poder”. El fantasma maradoniano que siempre nos embarga en estas fechas agregó la generalización colonialista: se dijo que “los europeos” criticaban a “los argentinos” por sus modales vulgares. Para producir esa afirmación, la empiria consistió en leer tres tuits de otros seis gordos españoles hablando de fútbol, a su vez.
No. Definitivamente, no. Disfrutemos más del sabor de lo irrepetible: esto no ha ocurrido antes ni volverá a ocurrir, porque el fútbol es memoria y es tradición, pero es esencialmente lo impredecible de lo que va a ocurrir. Mi amigo Martín Bergel me insiste: deberíamos cancelar esa obsesión con la repetición. “Como en el 86”: no, porque no puede ocurrir de nuevo una guerra y una postdictadura y un Maradona y un partido contra Inglaterra. “Como en el 78”: menos aún, porque eso sólo puede ser memoria del horror. La obsesión con la repetición de lo precario es la falta de audacia con lo nuevo. Dentro de apenas pocas horas Argentina juega una nueva semifinal de Copa. Los que tenemos más de cincuenta ya vimos cuatro: ésta será la quinta (aunque la del 78 no fuera estrictamente semifinal). No queremos que se repita nada –salvo que siempre las ganamos.
Que el fútbol nos permita cosas importantes también incluye callarse la boca y disfrutar del fútbol. Cinco semifinales del mundo, con el mejor de todos los tiempos encendido. A callarse y a sufrir y a gozar, que eso es el fútbol. Después hablamos: de amor y de goce y de festejo, o de la esperanza de la próxima.
PA