Con la muerte de Beatriz Sarlo, se hizo viral una definición suya de lo que significa ser una persona inteligente: “Alguien que contemple siempre la capacidad de contradecir sus propias convicciones, es decir, que ponga en cuestión la seguridad con que afirma, o ponga en cuestión la seguridad con que niega. La inteligencia sería, para mí, la capacidad de pensar, en contra de lo que uno está pensando”.
Alcanza con leer esta definición para caer en la cuenta de que ya no vivimos en un mundo en el que haya suficientes personas inteligentes. Existen los creadores de consignas, los que rápido se expiden, los que no saben y afirman, los que rechazan de antemano, en fin, todo tipo de existencias débiles. ¡Cuántas veces nos encontramos conversando con un amigo y decimos: “Che, pero vos sos un tipo inteligente, ¿cómo vas a decir eso?”.
La idea de inteligencia, de acuerdo con la frase de Sarlo, no remite más que a la noción de actitud crítica. Paradójicamente, en tiempos en que se habla todo el tiempo de lo valioso del pensamiento crítico, es que más lo vemos desfallecer. Quizá no sea una paradoja, sino un síntoma en el sentido psicoanalítico del término.
En cierta medida, esto ocurre porque a la crítica la reemplazó la ironía. Esta última hizo que se esté mucho más dispuesto a creer que criticar es objetar destructivamente, antes que el análisis fino de la posición desde la que se critica; es decir, una verdadera crítica es la que explora la sensibilidad del crítico y, por lo tanto, incluye un prolegómeno auto-crítico.
Esto se debe a que se modificó sustancialmente la noción de lo que implica tener una posición tomada. Nuestro modelo de la convicción es radicalizado e incuestionable; es decir, tiene como referente al fanático. Una persona convencida, pareciera, es la que no duda. Por cierto, este es un retroceso enorme, para los debates públicos y para las formas de vida.
Pienso que esto se debe a otra modificación también significativa, más cultural, en el modo en que nos relacionamos con nuestras creencias y con los estilos de ser sujetos en nuestras sociedades. Lo ilustraré con una reflexión del campo religioso.
En el mundo actual todavía se cree en Dios, se cree mucho en Dios, en muchos dioses, pero ya no en un Dios Padre. La cuestión del ateísmo no tiene tanto que ver con una cuestión de (no) creencia; se puede creer en el dinero, en la ciencia, en los planetas, para cualquier cosa puede haber una religión. Lo que no queda claro es qué significa una religión del Dios Padre, sin la cual –por ejemplo– no existiría la paranoia y mucho menos las neurosis.
Pero esta no es una reflexión psicopatológica. Si digo esto último es solo para apoyarme en la verificación indirecta de que por algo estas posiciones subjetivas son menos frecuentes. En los 70’ ya Deleuze y Guattari decían que había ganado la esquizofrenia como proceso social de subjetivación. Hoy diríamos que se quedaron cortos.
A mí me parece increíble la figura del Dios Padre. Como si no alcanzara que Dios fuese Dios; además es necesario que sea Padre. Incluso es Dios porque es Padre. Esto último quiere decir diferentes cuestiones, pero la más importante está en plantear que los conflictos subjetivos giran en torno a la experiencia de ser hijo, es decir, las vías de filiación, la herencia, el nombre, la sucesión.
Estas últimas son categorías teológicas que fundan una clínica. Es cierto que una clínica de otra época. La clínica actual es ateológica, pero no por eso menos religiosa. Al contrario, es profundamente religiosa. Por ejemplo, mi esposa me contaba el otro día que se iba a comprar una maquinar de coser. Me contó de una chica en las redes que cose y, además, “tiene toda una posición respecto del tema”, porque invita a coser la propia ropa como gesto de resistencia al consumo y de cuidado ambiental. En definitiva, tiene un argumento que le da una justificación ideológica al acto de coser.
Esta es la propuesta religiosa actual: ideologizar cualquier acto para que se vuelva una convicción. No solo se trata de hacerlo, ya no alcanza con la categoría de “trabajo” (ella no es una simple y digna “costurera”) sino que además es preciso creer en lo que se hace. Esta contaminación del acto con la creencia –la ideologización absoluta de la identidad– es la nueva forma de la forclusión del sujeto deseante. El deseo es otra categoría de la clínica de la religión del Dios Padre.
Con este devenir, la inteligencia es cada vez más una propiedad de las máquinas. El problema es que el uso de aquella que hacen estas es operacional. La inteligencia como crisis de lo sensible se pierde en el horizonte. El cambio que hubo en el modo en que cada quien se relaciona con lo que hace y con lo que cree, va a contramano de que pueda adoptar la postura que requiere la inteligencia. Solo quedan la impostura y la pose.
“Dios ha muerto”, dicen que decía Nietzsche. En absoluto, está más vivo que nunca, pero ya no es el Dios padre. Es el Dios de las ideologías que van más allá de lo que alguien piensa, porque llegan al corazón de lo que alguien es. Ya no hay falsa conciencia, sino falso self. Fulano ya no solo cuida el ambiente, ahora es ambientalista.
Si somos inteligentes, nos vamos a dar cuenta de que este es el mundo de la religión sin religiones o, para decirlo parafraseando al filósofo Gianni Vattimo: después de la cristiandad, al cristianismo no religioso se le opone la religión no cristiana –por supuesto que no hablo del cristianismo como dogma sino como civilización.
No es casual que esta formulación recree, en otros términos, la que planteara Walter Benjamin: a la estetización de la política se le opone la politización del arte. Paradójicamente, ahora sí, la nueva estetización de la política está en decir que todo es político y cambiar el marco del perfil de una red social.
Los debates actuales se diluyen si dejamos de tener en cuenta los tipos de sujetos que producen y los modos discursivos en que se los encarna. Cuando me enteré de la muerte de Sarlo, tuve un pensamiento intempestivo: se murió una de las últimas personas que tiene una obra. Es cierto que hay muchas personas que escriben libros, algunos incluso hasta más valiosos que una obra; pero no cualquiera tiene una obra y son cada vez menos las personas con una obra.
Porque para tener una obra es necesario ser inteligente.