Ocurrió cuando estaba de vacaciones en África con su marido. La hija mayor del rey Jorge VI recibió en Kenia en febrero de 1952 la noticia del fallecimiento prematuro de su padre. Elizabeth Windsor se convertía en la reina Isabel II y desde ese momento sabía que su vida no sería la misma. El país africano que dejaba atrás vivió ese año el comienzo de una de las rebeliones más sangrientas contra la dominación colonial británica, que provocó una represión salvaje ordenada por Londres y que fue ocultada durante décadas a la opinión pública.
La primera década de su reinado estuvo marcada por la culminación de la descolonización y el fin del imperio británico en África y Asia. Una tragedia para la clase dirigente del país que ayuda a entender la política exterior posterior del Reino Unido y el empeño personal de la reina por promover su versión adaptada a los nuevos tiempos, la Commonwealth.
En esos primeros años en que Isabel II aprendía a ser reina, el Ejército británico respondió a la rebelión de Kenia, que fue denominada del Mau Mau, con una campaña de ejecuciones, torturas y asesinatos de motivación claramente racista. Los enemigos fueron tratados como animales, y eso incluía a la población civil. Al igual que en la Guerra de los Boer en Sudáfrica a principios de siglo, se montaron campos de concentración por todo el país para encerrar sobre todo a los keniatas de la etnia kikuyu, mayoritaria en el país, a los que se consideraba simpatizantes del movimiento insurgente.
En 1954 ya habían encerrado a 70.000 personas. Las cifras se dispararon cuando la política de concentrar a la población civil se extendió a campos y poblados rodeados como si fueran una prisión. Más de un millón de keniatas compartieron un destino cruel que acabó con miles de muertos por hambre y enfermedades, abandonados a su suerte.
Más allá de algunas referencias genéricas, la reina nunca pidió disculpas en nombre del Estado británico por las matanzas realizadas en Kenia y otros países de África y Asia por el imperio. En un viaje a India en 1997, Isabel II mencionó de pasada un hecho terrible. “No es un secreto que ha habido algunos episodios difíciles en nuestro pasado. Jallianwala Bagh es un ejemplo penoso”. Se refería a la matanza de Amritsar de 1919, cuando soldados británicos abrieron fuego contra una manifestación pacífica y mataron a centenares de personas.
La línea oficial de los gobiernos británicos siempre fue negar la responsabilidad de la opresión y violencia sufrida por esos pueblos y afirmar que el imperio había dejado atrás un legado de progreso y buena administración en esas naciones.
La explotación de los recursos naturales de los países, que había comenzado en el siglo XIX en India a través de una empresa privada, la Compañía de Indias Orientales, fue obviada, como si no hubiera ocurrido. El imperio había sido prácticamente un regalo de Gran Bretaña a los pueblos del Tercer Mundo.
“El imperio británico no era liberal en el sentido de ser una sociedad democrática y plural. Repudiaba abiertamente las ideas de igualdad de los seres humanos y ponía el poder y la responsabilidad en las manos de una élite que procedía de una pequeña proporción de la población de Gran Bretaña. No es que el imperio británico no fuera democrático; era antidemocrático”.
Son frases del historiador Kwasi Kwarteng de su libro 'Ghosts of Empire', publicado en 2010 poco después de ser elegido diputado del Partido Conservador. Kwarteng, hijo de inmigrantes de Ghana, es hoy el ministro de Hacienda en el Gobierno de Liz Truss.
La amnesia política sobre lo ocurrido en esa época no se improvisó. Cada vez que una colonia lograba la independencia, la embajada británica recibía la orden de quemar miles de documentos para asegurarse de que no mancharan la reputación británica. En el caso de Kenia, una selección de 1.500 de ellos se envió a Londres, donde fueron guardados en secreto en los archivos del Foreign Office. Se negó su existencia a los periodistas e historiadores. El Gobierno no desveló que los conservaba hasta 2010. Su estudio posterior confirmó los peores ejemplos de la represión, incluido el uso generalizado de la tortura.
En 2013, el Gobierno de David Cameron aceptó indemnizar a 5.228 keniatas con 3.800 libras a cada uno. “El Gobierno británico reconoce que los keniatas fueron sometidos a torturas y otras formas de malos tratos a manos de la Administración colonial”, dijo el ministro William Hague. Fue la primera vez en que un Gobierno de Gran Bretaña admitía la práctica sistemática de torturas en una de sus antiguas colonias.
En un discurso que dio por radio al cumplir 21 años en 1947 durante una visita a Sudáfrica, la princesa Isabel aún podía comprometerse a dedicar toda su vida “al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”. La retórica de que la metrópoli y sus colonias estaban unidas por un destino común aún permanecía, aunque meses después se produjo la independencia de India, a la que se había llamado “la joya de la Corona”. Gran Bretaña abandonó esa posesión sin asumir la responsabilidad por el conflicto que dejaba atrás. Más de un millón de personas pereció en la partición de India y Pakistán.
Fue el desenlace terrible de doscientos años de saqueo. En el siglo XVIII, el poder económico de India era mayor que el de Europa, escribió Shashi Tharoor en el libro 'Inglorious Empire'. “En 1947, después de dos siglos de control británico, era seis veces menor. Más allá de la conquista y los engaños, el imperio eliminó a los rebeldes disparándoles desde cañones, masacró a manifestantes desarmados, impuso un racismo institucional y provocó la muerte de millones con el hambre”.
“Tharoor realiza una labor de demolición de los mitos más persistentes sobre la supuesta misión civilizadora de Gran Bretaña en India”, escribió Victor Mallet en el Financial Times. “Describió la destrucción de los sistemas precoloniales del imperio por los británicos con sus numerosos libros de contabilidad y administración”.
Nada de esto apareció en los discursos de Isabel II en sus numerosas visitas a las antiguas colonias tras su independencia. Al igual que en las declaraciones públicas de los gobiernos, la reina mantuvo la vigencia de esos mitos. La siguiente parada fue la defensa de la Commonwealth, una asociación del Reino Unido con sus antiguas colonias centrada en las relaciones económicas y comerciales con la intención de que Londres mantuviera su peso internacional.
Lo primero era vender una nueva imagen. “La Commonwealth no tiene ninguna similitud con los imperios del pasado”, dijo la reina en su mensaje de Navidad de 1953.
No la tenía, porque ya era imposible. O quizá no del todo. Sólo tres años después, Gran Bretaña, junto a Francia e Israel, llevó a cabo una última aventura imperial con la invasión de Egipto como respuesta a la nacionalización del Canal de Suez por Nasser, al que la propaganda británica tildaba del nuevo Hitler. EEUU y la URSS se ocuparon de forzar la retirada de las tropas extranjeras en un mundo en que los viejos imperios tenían que dejar paso a las superpotencias.
En términos de imagen, Isabel II era la carta que empleó Londres para conservar el contacto con sus antiguas posesiones. Algunos de sus viajes tuvieron un significado indudablemente histórico, como el de Suráfrica en 1995, un año después de la victoria de Nelson Mandela en las primeras elecciones libres, y el de Irlanda en 2011.
La reina fue una voluntariosa embajadora de las virtudes de una nueva relación al precio de describirlas de forma irreal. “La Commonwealth es un ejemplo de multilateralismo, permitiendo a sus miembros, con independencia de su tamaño o nivel de desarrollo, que se escuche su voz en el concierto de las naciones”, dijo en un discurso en una cumbre de la organización.
La realidad era muy distinta. “Inicialmente presentada como un consorcio de colonias habitadas por blancos –defendida por el primer ministro surafricano, Jan Smuts–, la Commonwealth tuvo sus orígenes en una concepción racista y paternalista del control británico como una forma de tutelar y educar a las colonias en las formas responsables de autogobierno”, ha escrito Maya Jasanoff, profesora de Historia en la Universidad de Harvard.
Por el tiempo que llevaba en el trono y la época que le tocó vivir, Isabel II fue un símbolo de ese pasado imperial que políticos conservadores como Boris Johnson han intentado que perviva o han pintado de un color luminoso. “El continente (africano) puede ser una mancha, pero no es una mancha sobre nuestra conciencia. El problema no es que una vez estuvimos al mando allí, sino que ya no lo estamos”, escribió Johnson en 2002. La nostalgia imperial nunca ha abandonado del todo la política del país.
Isabel II nunca dijo nada parecido. Sus discursos y viajes sí ayudaron a que sobreviviera el mito del imperio benévolo que nunca existió.