Pasé cinco años de mi vida envuelto en Isabel Perón.
Me obsesionaba la extraña soledad del personaje. En la Argentina, donde alguien tira una piedra y ya tiene seguidores, Isabel pareciera haber quedado sola.
Le generé un malestar a Teresa, mi mamá, porque para ella Isabel representa el Rodrigazo y el principio de la represión más feroz, que se tragó nuestra vida familiar tal como estaba planificada.
Pero la idea de mi documental Una casa sin cortinas no era defender el gobierno de Isabel –indefendible–, ni inaugurar una placa de bronce en la pared. Quise mirar más de cerca la incomodidad que genera Isabel Perón, y encender un poco de luz sobre su figura.
En 2012 conocí, en el living de su casa de Villa del Parque, a un funcionario isabelista que todavía la defendía. Pero pasaron unos años antes de que unas cartas personales de Isabel olvidadas en un departamento vacío me definieran a empezar el documental. A partir de ahí recorrí archivos en Argentina, Estados Unidos y España, lo que incluyó perseguir a directores del acervo público que preferían manejarlo como si fuera privado. Subrayé decenas de cables desclasificados y publicaciones más o menos conocidas, más o menos encontrables.
En la casa de Gaspar Campos en la que vivieron Isabel y Perón a su vuelta a la Argentina respondió el timbre una adolescente siempre desconcertada. Al menos el trato fue más amable que en El Messidor, residencia del gobierno de Neuquén en la que Isabel estuvo detenida, donde un cartel todavía invita a seguir de largo: “Circule sin detenerse”. En la Quinta 17 de Octubre de San Vicente, museo de frondosa memorabilia peronista que también funcionó de prisión, me alertaron que nadie iba a buscar a Isabel. Pero ahí, junto a las botas de caña alta del general Perón, encontré quimonos de Isabel y también su banda presidencial. Sorprendentemente no estaba apolillada. De Doctor Arce 11 en Madrid, donde Isabel y Perón compartieron edificio con la actriz Ava Gardner, una vecina me rajó a gritos; y en Puerta de Hierro, tristemente, ya no queda nada: Jorge Valdano y un grupo inversor compraron la Quinta 17 de Octubre y la tiraron abajo para hacer chalets.
De a poco, y con paciencia, encontré políticos, dirigentes, funcionarios, abogados, vecinos, conocidos, que accedieron hablar a cámara. Empezaron a acercarme a la huidiza figura de Isabel.
“No era Evita”, me dijo un militante peronista en Caseros, que se dedica a hacer pizzas y perdió su Fiat en el Rodrigazo. “Era como conocer a la segunda mujer de tu papá”, me dijo un dirigente peronista que asumió un cargo en 1975, para aguantar los trapos, y las atravesó casi todas. “Tampoco es que importe la mezcla turbia entre política y arte”, me dijo otro dirigente, “lo prueba el beneficioso encuentro entre la starlet Eva Duarte y Juan Perón. Lo que pasa es que la historia se repite dos veces, y la segunda como farsa”.
“Si Evita viviera”, cantaban en los ’70, “Isabel sería copera”. Pero Evita no vivió y entonces la incomodidad con Isabel nos estalló a todos en la cara.
Esta semana Isabel cumplió 90 años y la gárgara informativa escupe datos, más o menos repetidos.
No son justamente las certezas donde hace pie el personaje de Isabel, sino en las imprecisiones: ¿Es Isabel o es María Estela? ¿Conoció a Perón en Panamá o en República Dominicana? ¿Integraba un ballet de danzas españolas o fue bailarina de cabaret?
Podría seguir, pero paro acá: lo interesante es que el propio silencio de Isabel alentó la construcción de su mito. Incluso en su paso por la vida pública Isabel se encargó de que las respuestas sobre ella fueran confusas y siguieran en las sombras. Podría dar fe el periodista francés Edouard Bailby, detenido en 1975 por tratar de averiguar sobre ella.
Su figura también se ha construido en las contradicciones: primera presidenta mujer, profundamente contraria a los derechos de las mujeres (impugnó la patria potestad compartida y las políticas de salud reproductiva); era joven para ser presidenta, pero ya parecía vieja; gobernó bajo el sello del peronismo, inaugurando la economía ortodoxa que después aplicaría la dictadura militar; fue un supuesto títere de López Rega, aunque condujo casi un año de su gobierno sin él; abrió la puerta a la represión militar, con la que terminó presa como ningún otro presidente argentino.
Fue nuestra presidenta argentina, pero hoy es ciudadana española.
Por supuesto que entre las dudas y contradicciones aparecen certezas: Isabel no era una dotada para la danza. El estudio y el esfuerzo no necesariamente rendían sus frutos. El deseo de lo que queremos ser no va siempre va de la mano con nuestras capacidades: y eso también Isabel lo corroboró en su presidencia. Pero, como ya sabemos de sobra, nuestro país estuvo lleno de presidentes que tampoco dieron la talla.
Leo justamente ahora en los diarios, una y otra vez, que la “nula experiencia política” de Isabel justifica su fracaso. Como si todos los años repartidos por diversos escalafones del Estado le hubieran servido a De la Rúa para evitar irse también él en helicóptero.
Pero, además, Isabel tenía experiencia política: ya a mediados de los ‘60, viajó por la Argentina para ordenar el gallinero de Perón, antes de que se lo desbande Vandor. “En el retorno del General” el 17 de noviembre de 1972, me dijo el entonces secretario general del Movimiento, “hay dos grandes protagonistas: el pueblo peronista y el General Perón. Los demás, agregábamos. Pero de los que agregábamos la principal fue Isabel”.
Me parece que fue la década del ‘80 la que nos permite entender mejor la incomodidad Isabel.
Sus visitas desde Madrid para esa época parecían venir del futuro y del pasado a la vez. De esos años tremendos con los que discutíamos qué hacer, pero con unos peinados geométricos y futuristas que debían ser moda en la calle de Serrano en Madrid.
Allí está ella en el Congreso de la Nación, en diciembre de 1983, dos figuras de cera junto a Frondizi sin aplaudir, escuchando el discurso inaugural de Alfonsín. Isabel y Frondizi, lo poco que quedaba de nuestra democracia y lo que el alfonsinismo superador pretendía mostrar. Durante la cadena nacional hay unos segundos reveladores: del discurso de Alfonsín corta el plano a un paneo entre Isabel Perón y un gobernador electo que escucha desde las bancas: Carlos Menem. El presente, el pasado, el futuro.
Pero estamos en los ‘80 y los partidos políticos firman un diálogo político. Isabel representa al peronismo, en lo que hoy parece el sonido de una cáscara vacía. O incluso una mancha venenosa: invitada con fruición por Alfonsín, para reflejarse en lo que no es, abiertamente despreciada por los gorilas, detestada por la izquierda peronista y tolerada por la ortodoxia que no encontraba con ella qué hacer.
Hoy se prefiere recordar que ya no tenía lugar, pero por entonces se gritaba a viva voz: “Vamos a volver / vamos a volver / de la mano de Isabel”.
Y entonces ella hace algo que no hizo antes y renuncia. Oraldo Britos todavía tiene su carta de despedida a la presidencia del justicialismo pegada a la pared en su oficina del Instituto de formación de la UATRE. Es el principio de un doble movimiento: la auto reclusión y el olvido general.
Ahora que yo también finalmente la solté, y está metida en la película que esperamos pronto proyectar, me dicen que Isabel es moda y trending en Twitter. Miro su firma temblorosa en las cartas que intercambié por la película con Isabel. Sus referencias a la Historia con mayúsculas, al pueblo peronista y su suposición de que lo que pueda decir ya no tiene mayor importancia. Metidas ahora en un cajón son parte de esa historia trágica y grotesca a la vez. Me acuerdo del vacío de la última vez que estuve en Madrid. Se había jubilado el histórico chofer y el nuevo esperaba trajeado en la puerta del chalet, junto al Audi, a punto de salir para la peluquería o la consulta del traumatólogo.
Zapateadora de bailes españoles, artista clásica o incluso bailarina ocasional en lugares nocturnos, como me contó uno de los amigos cercanos de su movida madrileña, el recorrido de Isabel cierra su arco en esa vida monástica en las afueras de Madrid. Encerrada en su mundo de Villanueva de la Cañada, sin decir ni mú, apenas visitada por un puñado de cercanos: su asesor financiero, que prefiere ser llamado amigo, se pregunta si “¿Isabel es un verdugo?, ¿o tal vez es una víctima?”; el párroco de la iglesia cercana, que gruñe al teléfono contra los montoneros que todavía hoy, dice, dominan el peronismo.
Quizás ya no iluminen a la figura de María Estela Martínez Cartas, más conocida como Isabel Perón, grandes datos públicos, ni fechas redondas. Sino esos aparentes sinsentidos que dan la pauta de lo que Isabel deja en la memoria popular: la defensa incrédula de un vecino antiperonista, el escape por los fondos disfrazada de otra mujer, o las puntadas de un modista arreglando sus cortinas.
JT