La cárcel fue el tema de estos días. Se escuchó un coro de fondo sobre presos, carceleros, grandotes del pabellón, sobrevivientes, “violines”, facas. Todo en la imitación de ese lenguaje tumbero que fascina como el acento de barrio que sale mal. La vieja frase de Dostoyevski (“El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos”), muy fina, tiene sus vueltas. Escuchamos a los de mano dura y mano blanda… y a fin de cuentas realistas somos todos. ¿Qué pasa? ¿Te salva el Estado? El Estado más lumpen. Las cárceles argentinas. El destino que, pese a todo, queremos para los asesinos . ¿O el que mata no merece la cárcel? Necesitábamos condenas severas para crímenes tan viles.
Los que estuvieron presos, como los que fueron a la guerra, tienen un secreto en los ojos. Vieron el horror: un círculo del infierno desconocido para los de afuera. Saben algo que los demás no sabemos. Se les nota, aunque no lo quieran decir, ni lo quieran hacer ver. Osvaldo estuvo preso. Cuatro años. Es chileno, nació en Santiago en 1969, se vino de chico con la familia por motivo económico. Primero fueron a Mendoza, después al Gran Buenos Aires, finalmente él, ya grande, terminó en Necochea. Ni se le nota el acento shileno. Lo perdió. Cayó por venta de drogas a los 48 años. Subrayo la edad. “Nunca en mi vida había estado preso”, dice.
-¿En qué cárcel estuviste?
-Al principio dos meses detenido en Necochea. Ahí pensé que salía en veinte días y no. Pasé a Batán. Un complejo grande. Y estuve 22 meses detenido en la 44. Pabellón B, celda número 12. La pasé mal. Porque están los pabellones de ingreso y yo recibía una vez por mes visita de mi hermana y había personas que estaban por tres o cuatro días y la comida se la tenían que dar a ellos. A veces no teníamos ni para fumar y le pedíamos al de limpieza que nos rescate colillas de cigarrillo. Perdí tres muelas y un diente comiendo rancho. Rancho es la comida. Te daban huesos con nervios, pero algo tenés que comer. Estuve tres días sin comer, hasta que al cuarto me acostumbré a ese guiso. Cuando llegás a la cárcel, si sos transa o violín, para los chorros sos una porquería. Pero gracias a Dios hubo gente que me enseñó a dirigirme a otros presos y a pararme de manos porque nunca tenés que dejar que te intimen. La cantidad de pibes que vi contra la reja con una zanahoria en el culo gritando “¡encargado, encargado!”.
-¿Y el día a día?
-En una celda para cuatro personas vivíamos ocho. Pero fueron sacando y un día quedamos dos: un pibe de 18 años –David–, y yo. Al toque nos cayeron dos muchachos que eran primos entre ellos, de Mar del Plata, y le quisieron robar al pibe las zapatillas, a David. Les dije que no le roben. “Qué te metés, viejo transa”, me dijeron. Les dije que transa no soy: “Acá soy un gil y vos sos más gil que yo, estamos por giles acá”, les aclaré. “Cómo le vas a venir a robar a un preso”, le insistí. Y me dijo: “¿vos te vas a parar de manos?”. “Y sí”, le dije. Más vale que me voy a parar de manos. Me empujó, lo empujé, le pegué una piña, se cayó y le salió un honguito.
Lo que sigue es largo. Intervino el encargado, se hizo una denuncia, trasladaron al chico de 18, al que Osvaldo le regaló una toalla y unas ojotas porque estaba con lo puesto. Y en un ínterin un preso viejo, el gordo, sacó una espada como la del zorro, con mango de cemento y una varilla muy afilada, y le dijo a Osvaldo: “con esta espada dale a los guachos cuando te empiecen a pegar, vos dale, y que no te saquen la espada porque vas a ser pollo vos”. Los “guachos” le habían dicho a Osvaldo que “esa iba a ser su peor condena”. Ese día Osvaldo empezó “a hablar con el Señor”. Había una ventanita que daba al cielo: miraba y decía “por favor, señor, sacame de acá”. Ese mismo día se presentó la jueza que recorría el pabellón, le preguntó cómo estaba y Osvaldo no ahorró detalles: “Hace dos meses que no me baño, en el baño que tenemos no voy a la ducha porque todos te pelean y la mercadería que me trae mi hermana me dura dos días. Estoy mal y hoy a la noche me tengo que pelear con unos chicos de ahí, dos primos, y bueno, me pelearé, no voy a dejar que me peguen”. La jueza pidió que lo cambien de piso. Pero no era fácil. El encargado le dijo que era un gil (“¡cómo le vas a pedir a la jueza, el jefe del penal se va a sentir re zarpado!”). El traslado iba a ser en veinte días. Osvaldo le dijo al encargado: “esos guachos hoy a la noche me quieren pelear y yo no voy a dejar que me peguen, así que le encargo por favor que usted esté atento porque si me cagan a palos voy a golpear la reja, llamar al encargado para que me saquen”. El encargado le dijo que estaba loco, porque él se iba a acostar a dormir.
Osvaldo volvió a la celda donde lo esperaban “los guachos”. Uno, cuando lo vio entrar, le pegó una cachetada. Él se levantó, no quería discutir a los gritos, pero subió la apuesta: “¿Sabés que tás matado pedazo de gil?”. “Pero pará, viejo, vos no te podés parar con nadie, viejo violín”, dijeron los dos. Ahí nomás llegó el encargado, y le dijo a Osvaldo que prepare todo que va de traslado. Dios lo escuchó.
En el traslado se cruzó a una autoridad del penal. Y lo que siguió lo cuenta entre risas y resignado: “‘¡¿Cómo era la falopa que vendías vos?!’, me preguntó el jefe. Le dije que, aparentemente, rica. El tipo se rió: ”Si vos me traes diez gramos ya, te mando al pabellón H’. No tenía de dónde sacarlos. “‘Y estoy ahí como un gil y tengo que pagar la condena y me quiero ir a mi casa’, le dije. Y me empezó a bardear. Me tuvieron horas en ese franeleo hasta que me llevaron al H”.
-¿Cómo fue el primer día en libertad?
-Salí mucho mejor porque ahí conocí a Dios, creo en el Señor y voy a la iglesia. Aprendí a valorar pequeñas cosas que no valoraba, y a distinguir quiénes son mis amigos, quién es mi familia y quién no. Aprendés porque estás solo. Y de golpe te encontrás con Dios, con Él. Eso te da fuerzas para salir adelante.
Osvaldo perdió todo. Ahora trabaja y gana 2500 pesos por día, apenas le alcanza para comer, pero no se queja. “Vivo el día a día, qué sé yo. Perdí mi familia porque me separé, mis hijos están en Buenos Aires y yo estoy en Necochea. De hecho, cuando salí de la cárcel fui a Moreno donde viven mis hijos, festejé el día del padre y me volví a Necochea. La casa me la prestó un gitano que conocí en la cárcel, al que ayudé mucho”.
-¿Saliste mejor o peor?
-Considero que salí mejor. Voy a cumplir 54 años. Perdí a mi familia, me distancié de mis hijos, tengo primos en Chile, una prima en Mendoza que me invitó, pero amo Necochea, y salí mucho mejor porque estoy con Cristo, ¿entendés? Hay batallas duras, pero si te ponés de rodillas y con el corazón quebrantado él escucha las oraciones y es un milagro. En la cárcel hablé mucho con la psicóloga y entendí que no tenía que rodearme con cierta gente que pensé que eran amigos y al final no estuvieron. Aprendí a valorar hasta a mi suegra, bueno, aunque no sea más mi suegra porque estamos separados, pero es difícil querer una suegra, eh, pasa que ella me ayudó de verdad.
El café con Osvaldo se termina en la confitería de la estación Retiro. Nos rodea el ruido de pasajeros y los avisos de partida, pero ya entramos en la calma del atardecer, con el sol empezando a irse, como él. Lo veo caminar. Me despide. No quiere perder el micro. Tiene la manía de subirse primero de todos. Me vuelve lo del principio: sabe algo que saben pocos. Una temporada en el infierno.
La familia que se le desarma a Osvaldo al salir me recuerda una pequeña historia. Una chica de 11 años, Sofía, va a una escuela en Floresta. Los primeros quince días de clase sólo asiste a cuatro. Se sabe que la mamá es adicta. Sofia cuidaba mucho a su hermano menor. Pero en enero la mamá fue presa. ¿Cómo sobrevivieron Sofía y el hermano hasta marzo? “Siempre nos preguntamos eso”, dice su maestra. Cuando le dijeron de llamar a la madre tras los faltazos “la nena entró en un que sí que no y se quebró”. Mamá está en cana. “Hubo que llamar al Consejo. Y al poco tiempo le dieron la tenencia a una tía.” La historia apunta a lo inevitable, a cuántos se condena cuando se condena a alguien. Las justicias y las condenas suceden en el plano de lo realmente existente.
El crimen de Fernando Báez Sosa tiene tantas imágenes que enceguece. La muerte de Lucio también. Crueldad sin límites y una picadora sobre prejuicios (resulta que unos no eran tan chetos como se decía, y las otras eran dos mujeres contra un pibito). Los criminales ahí, en estrados, solos, bajo el repudio unánime y cumpliendo los rituales de la justicia (se ponen de pie, se sientan, declaran, escuchan, son esposados, y así) ofrecen aún en esa inferioridad el poder residual de quienes hicieron actos tan irreversibles. Y en el medio de tantas injusticias la sensación que nos hace reivindicar en cada víctima la posibilidad de la justicia que falta.
“Que se pudran en la cárcel” pensamos muchos frente a los asesinos de Fernando o a las asesinas de Lucio. La cárcel, claro, lugar para pudrirse, para pudrirla también. El comentario menciona la doble condena argentina que las mil inauguraciones de sitios de la memoria no abolieron: ir a la cárcel es ir a esas cárceles, a esas condiciones carcelarias.
A la sentencia popular le siguió también una previsible saga de intervenciones contra la reclusión perpetua o la venganza. Punitivismo y garantismo, esa encerrona. Pedimos la cárcel para los asesinos y asesinas, aún en la zona franca que superpone imágenes y tironea la manta corta (“querer cárcel pero no tortura”), y quedar atrapados en algo que sabemos por viejos: la cárcel para un promedio de argentinos sin guita, apellido ni capital social, sin haber cumplido el consejo ancestral de Fierro (“Hacete amigo del juez”) o de mínima sin el guasap de un ministro después de 15 minutos de militancia, supone estar sometido a la violencia tercerizada de códigos internos donde, por ejemplo, funciona la palabra esa que suena, “violín” (el violador violado). El castigo de los otros reos. La zona liberada del pabellón. El Estado se hace el sota o es relativista: la cultura tumbera ajusta cuentas. El jefe del penal que dice –como le dicen a Osvaldo–: “¿No hay merca para mí?”. El trato de muchos del servicio penitenciario que según Osvaldo tiene lo de siempre: huesos y nervios de punta. Y el rigor de la cárcel también en lo que los presos se hacen entre ellos, que fue lo que se nombró tanto rodeando la sentencia. Y no es nuevo. Laissez faire y gallos de riña. De un modo caradura podemos citar una “condición”: nuestra tolerancia a la carne sufriente. “Las toneladas de carne sufriente que toleramos”, dijo una vez Fogwill discutiendo otra cosa.
Pero nadie orina agua bendita. Estamos hechos de tolerancias y movemos las fronteras móviles de lo tolerable. Toleramos que nos pidan limosna desde el vamos, y millones de sufrimientos simultáneos, vivir es encallecer. Dijo Videla en una entrevista, ya viejo y preso: “En este momento deben estar torturando a alguien en una comisaría”. No mentía. Cuando pedimos pena sabemos que casi seguro en la cárcel les darán biaba. La sociedad es una picaresca cruda. Y también pensamos (sentimos) que Lucio y Fernando ahora descansan en paz porque hubo justicia, esa. Que así sea. Frente al sufrimiento atroz de Lucio en manos de esas mujeres o las patadas que en menos de 50 segundos volvieron el cuerpo de Fernando de plastilina. Sabemos que la pena lleva eso encima. Sabemos de qué están hechas las salchichas y las cárceles. El rigor real. Y, aun así.
Si celebramos esos cuarenta años de democracia con millones que no se curan, ni se educan, imaginemos el estado de las cárceles, incluso con programas, con evangélicos, universidades, docentes y abogados que van y hacen pie ahí. Con todas las manos que se meten. Cuarenta años donde gobernaron todos. Los socialdemócratas, los neoliberales, los progresistas, los populistas, siete hombres y una mujer, peronistas y radicales, Zaffaroni fue de la Corte como Fayt, Nazareno y Argibay Molina. Probamos todo y falló casi todo. Nacidos a la democracia debajo de un cartel que pedía “juicio y castigo”. Y aún pedimos cárcel. ¿El lenguaje jurídico, policial, carcelario es lengua madre de la democracia?
Misas por María Soledad, José Luis Cabezas, Axel Blumberg, Luciano Arruga, las víctimas de Cromañón, del tren Sarmiento, los marinos del ARA San Juan. A unos los matan delincuentes sin códigos, a otros los hijos del poder, a otros la policía, a otros la política corrupta de todos los gobiernos. Y, como Osvaldo, en ese extremo, vemos que cada cual, cada uno, por empezar, se tiene a sí mismo. A si mismo con las oraciones a Dios, con un amigo gitano, con la espada que te regalan para defenderte, con la piedad de alguna jueza. Osvaldo pagó vender droga. Salió y no quiere volver más. Ganará 2500 por día, pero no comerá más rancho. Aprendió.
El hilo que une esta democracia donde no todos valen igual es el hilo dorado de las familias de las víctimas, las que sentimos en un lugar de verdad inobjetable. No porque tengan la única verdad, sí porque hablan sin mediaciones, sin conveniencias, sin “muñeca”, y rompen el pacto de convivencia hipócrita que sostiene cualquier orden. ¿Quién le sostiene la mirada a la mamá de Fernando?
Entonces, consensos: sabemos no sólo adónde mandamos en cana a alguien, sino también a qué condiciones. La pregunta que reabsorbe todas: ¿perderán el RIF los condenados? ¿Dejarán de estar protegidos? ¿Los violarán? Ahí dio vueltas toda la semana eso que sabemos. No sean punitivistas, dicen. ¿Y los que ya están adentro? ¿Y los que entonces según lo que damos por hecho son violados cada día? La apelación al consenso democrático se viste de seda: siempre se enuncia como un salvavidas emocional, sobre los límites que deben ser cuidados, pero bajo el agua hay cadáveres. Digamos entonces que el bullicio por lo que no se quiere que sufran estos condenados es la otra cara de la misma moneda: lo que ya sufren miles de condenados como Osvaldo. ¿De qué está hecha la Argentina? Cuando hablamos de cárceles abrimos la rejilla para tocar el rollo de pelo del Estado. La tarea de Crónica TV puede ser vista con el dedito levantado que dice: “Oh, malditos buitres…”. O puede ser vista como el canal que expone el show de un horror que todos los días aceptamos.
MR