FICHA TÉCNICA

La nada

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Título: La nada

Clima: 30 grados. Lluvias aisladas.

Geografía: Luján, provincia de Buenos Aires.

Emoción original: Ilusión.

Factores de estrés: ausencia de mis niños.

Factores de calma: ausencia de mis niños.

Emoción final: abulia.

Me gusta despertarme y no saber dónde estoy. Tardar en descubrirlo. Pero dura poquísimo ese pequeño desconcierto, una pena. Una amiga me dice que lo peor de envejecer es que se van agotando los descubrimientos. No estoy de acuerdo. Para mí no se agotan, se achican. De viejo uno descubre insignificancias que antes pasaba por alto. Como el placer de abrir los ojos y creerse perdido. 

Quedarme sola me distensa demasiado. Soy obsesiva del orden solo cuando me mira otro. Ante la ausencia de testigos me dejo estar, qué tanto es un plato sucio, dos, seis. Lavo a la noche. O no. Mis hijos no están. Se fueron de vacaciones con el papá. El primer día me pareció un regalo. Los días con ellos son más cortos e intensos. Los mido en comidas, tentenpies, tiempo al aire libre versus tiempo en las pantallas. Los días sin ellos son más largos y, en teoría, rendidores. Los uso para escribir. 

El otro dia leí esto: cuanto más se escribe menos se piensa. ¿Lo contrario también es cierto?

Una vez hice un curso de apreciación de arte. Hubo un ejercicio que consistía en mirar indefinidamente un cuadro vacío. Después había que comentar nuestras impresiones. Se parecía mucho a escribir (al menos hoy): decir algo de la nada y ponerle un marco. 

Hace años que no escribo de la nada porque la nada no suele estar a mi alcance. En estos días que estoy sola, la nada se me apersona y me dice: contémplame, es mi momento. Al principio le hice caso, me senté en la mesa de la galeria a mirar el aire por encima del pasto, más atrás el cerco donde se paran los buhos en fila. Así estuve un rato, atestiguando los cambios de color del cielo y los contornos que la luz le daba a los objetos. El tractorcito, ese fresno flaco, el tender con una sábana que alguna vez fue fucsia. Lleva días ahí colgada. 

La nada no me interesa (al menos hoy). Prefiero la contaminación de una casa llena. Mis niños peleandose por el últino trozo de budín, la perra ladrando, el zumbido de la minipimer fundido con el playlist de Luck Ra, los cuatro libros que empecé a leer y abandoné porque requieren mucha concentración. ¿Cómo se llama ese cuadro? Caos. Ruido. Todo. Vida. Cosas que van en detrimento de la escritura. 

Aprovecho para limpiar la computadora. Busco el archivo en el que guardo las contraseñas y descubro que casi todas corresponden a un deseo que ya no quiero. Pienso en actualizar las contraseñas, luego, el deseo. No se me ocurre qué. Los deseos grandilocuentes no valen: ganarse la lotería, la paz mundial, ser flaca. Los deseos pequeños los actualizo a diario, los uso y los desecho como a una cápsula de café. Hace una semana, cuando los niños estaban acá, habría deseado un poco de silencio por favor. Hoy solo quiero que entren a los gritos. Otra cosa que se achica con la edad son los deseos. 

Uno de los libros que abandoné decía que los epicureos se oponían a que los filósofos formaran familia. Para pensar en profundidad había que estar solo. Los estoícos decían lo contrario: para hablar de la naturaleza humana había que conocerla. Y eso incluía estar rodeado de gente, tener responsabilidades, fastidiarse, añorar estar solo y no poder.

La nueva contraseña podría ser: Sifuerafilosofaseriaestoica123. (Pero es mentira, no sería).

Al final del día aparece la perra. Llega apurada, como escapándole a la noche. Me encuentra leyendo, se echa. En el libro que leo un personaje dice: “los hijos deben irse tan lejos de sus padres como puedan, estarás triste pero su comportamiento es el correcto”. La nada, cada tanto, nos sopla esas verdades. 

MGR/MG