David Lynch: un corazón salvaje
Todo se va disolviendo, como figuras de cera que se derriten ante el fuego. Hasta el lenguaje se ha degradado y las viejas palabras, esas que nos permitían imaginar un mundo más sólido y consistente, ya pueden significar cualquier cosa; lo que es lo mismo que no significar nada. Ahora a cualquier situación burocrática se la designa “kafkiana”. La poética obra de Kafka, rica en significaciones complejas, que hizo del absurdo de la existencia la materia misma de su poder creativo, ahora ha quedado reducida a un modismo intrascendente. Justamente Kafka es una de las claves secretas que nos permiten adentrarnos en los universos flotantes que ha producido David Lynch a lo largo de medio siglo, creando una de las obras cinematográficas más originales de la historia.
David Lynch murió el miércoles pasado (la noticia se divulgó el jueves) en la casa de una de sus hijas. Tuvo que autoevacuarse de urgencia porque su casa estaba en riesgo: se encontraba en la zona de incendios voraces que está sufriendo Los Ángeles. Sufría de enfisema por décadas de fumador. Ya dependía de la máquina de oxígeno para poder trasladarse de un cuarto al otro. El final del gran artista podría ser filmado por el propio Lynch como otra escena sugerente e incomprensible (a la vez que trágicamente cómica) de una trama que nunca se completa: el poeta que ya no puede respirar sin ayuda de la máquina se ve cercado por el humo que incendia la Meca del Cine y muere ahogado de calor familiar en la casa de una hija.
El final del gran artista podría ser filmado por el propio Lynch como otra escena sugerente e incomprensible (a la vez que trágicamente cómica) de una trama que nunca se completa: el poeta que ya no puede respirar sin ayuda de la máquina se ve cercado por el humo que incendia la Meca del Cine y muere ahogado de calor familiar en la casa de una hija
Más que surrealista —otro de los muchos términos que han sido bastardeados hasta el hartazgo y que todas las reseñas han gastado aun más respecto del cine de Lynch—, el creador de la primera versión fílmica de Dune apela siempre al absurdo. Su amor por Kafka y Camus (era devoto de “El mito de Sísifo”, en el que el francés reflexiona sobre el absurdo de haber nacido e insistir en vivir “arrastrando una piedra hasta la cima de la montaña con el único objeto de dejarla caer”) está presente casi en cada fotograma de cada una de sus producciones.
Lynch era un renacentista: es famoso por su cine o por la serie Twin Peaks, pero hizo de todo. Diseñó muebles, escribió libros de todo tipo (algunos son considerados de autoayuda), fue publicista, trabajó con grandes músicos (su amistad con David Bowie es legendaria).
Nacido en Montana (pero con mudanzas constantes por el trabajo de su padre), de niño fue boy scout, lo que lo mantuvo en contacto constante con la naturaleza y le dio la experiencia de orden y organización que le permitió afrontar los más diversos proyectos a lo largo de una vida muy fecunda. A los 15 años fue uno de los jóvenes acomodadores que ubicaban a los invitados especiales en la Casa Blanca, con motivo de la asunción del presidente John Fitzgerald Kennedy.
Como se ve en los films de los cineastas que Lynch admiraba (de Stanley Kubrick a Roman Polanski, pasando por Jacques Tati, Ingmar Bergman y Werner Herzog) debajo de las apariencias estalla lo Real. De allí que el “clima lyncheano” sea una mezcla de misterio y estupor, en el que parece que siempre se está por develar un secreto, pero nunca se devela nada.
Aunque los géneros a los que pertenecen sus películas son muy variados (desde lo metafísico a la ciencia ficción) todos sus films se basan en el suspenso, como si el relato policial fuera la única forma humana de interpretar lo Real cuando aparece desnudo ante nuestra mirada asombrada. El sentido del mundo (el sinsentido, en realidad) es lo que nos impulsa a investigar, pero lo que encontramos nunca es lo que buscábamos.
La gran diferencia del cine de Lynch con casi todo lo demás que se hizo tras la cámara es que no importa ni quién es el asesino ni los motivos del crimen. Lo Real siempre es delictivo, siempre es mortal, siempre es peligroso, además de que nunca terminamos de comprenderlo. Su cine pone en escena la búsqueda insaciable. Búsqueda que es llevada al extremo de lo bello, lo raro y lo perfecto (todo al mismo tiempo) en los que, para mí, son sus dos grandes obras maestras: Blue Velvet y Wild at Heart.
Justamente en Blue Velvet se repite todo el tiempo la frase que podría ser la clave de toda la obra de Lynch: “Este es un mundo extraño”. En varias entrevistas el cineasta dijo que lo que más le interesaba era hacer arte “porque el universo en el que vivimos está conformado por opuestos y en el arte podemos apelar al truco de reconciliar los opuestos”.
Lynch sostenía que nuestra época ha vivido una degradación radical del lenguaje y las frases ya no significan lo que antes creíamos entender en ellas. Por eso ahora queda el arte para intentar no restaurar los viejos sentidos sino mostrar el sinsentido, el absurdo en el que estamos inmersos. Como en Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en las películas de Lynch los personajes están perdidos y buscan un redentor. A diferencia de los de Beckett, los personajes de Lynch logran, a veces (como en su primer film, Eraserhead, aunque también en Blue Velvet y Wild at Heart), una epifanía o una trascendencia. No es casual que él fuera practicante de la meditación trascendental y que tuviera una fundación que enseñaba a realizarla en las cárceles, en los hogares para personas indigentes y en los correccionales de muchachos que tienen muchos problemas con la ley.
Es que para Lynch el gran secreto es dejar de flotar como motas de polvo en la oscuridad de un mundo absurdo; motas que son arrastradas por los vientos del caos, para encontrar en nuestro corazón lo único que vale la pena: la paz, que no es meramente una palabra (degradada como todas las otras) sino un estado de la mente.
DM/JJD
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