En una de esas observaciones drásticas que prendían fuego la casa de los Bioy Casares - Ocampo, Borges dijo que Lucio V. Mansilla hacía “enumeraciones estúpidas”. No soportaba sus alardes de adelantado viajando en mula, a caballo, en elefante, en camello, en coche, en barco; y probando aquí y allá manjares que solo existían si los comía él. Cuando parecía que las patadas al caído iban a dar paso a la calma del agotamiento, sobrevino la lápida: “Está showing off todo el tiempo”.
Un día, evocando a Borges, alguien debería poner en su lugar a Mansilla, emblema del escritor consentido por las ventajas de clase y por una extraña celebración de su dandismo que es curioso ver cómo todavía sobrevive como valor. Y, quizás, darle a su excursión a los indios ranqueles el estatus de incursión cultural, dado que su legendaria amenidad y su adulada elegancia no le quitan al relativismo cultural de sus aventuras un aire de superioridad autoadjudicada.
Pero ese día no es hoy, ocupado en asociar el showing off de Mansilla a su avatar actualizado: el hacerse ver, el hacerse oír o (atentos columnistas) el hacerse leer. Como diría el léxico infantiloide más repetido que sopa de ajo en las cuentas del alardeo social: “Vengo a presumir”. ¿Qué? Lo que uno es o parece ser o quisiera ser; o lo que uno tiene. Para el showing off vale tanto el cuerpo como el logro social o la posesión. Lo que cuenta es el efecto resplandor que se desprende de la voluntad de éxito a escala de ejemplar de una especie, y que es la voluntad de existir.
El acto del showing off consiste en asomar la cabeza de hormiga entre millones de hormigas para dar un mensaje desesperado: “Acá estoy, todavía estoy. No se les ocurra olvidarme”. La pregunta: “¿Qué será de la vida de fulana o de fulano?”, prueba de un interés por aquello que se olvidó y de pronto se recuerda como una emisión inesperada de la memoria que llama al orden al amnésico, ya no existe. Lo que contribuye a la extinción de la curiosidad. Queda en pie una curiosidad residual, atada con varias vueltas de cuerda al palo de la oferta.
¿Quién no escuchó la desgracia que habría sufrido un conocido conductor televisivo de “nuestro medio”, quien habría ingresado a la guardia de un importante sanatorio de la Avenida Juan B. Justo con el “agregado” en su cuerpo?
Todo lo que quisiéramos saber (bajo la curaduría de los propios interesados) está disponible en el catálogo de la comedia y el drama humanos. Tiene la amplitud de un padrón, y ni siquiera hacer falta ir al encuentro de las novedades porque la dinámica de la “comunicación” interconectada nos las trae. Todo el mundo es una celebridad, incluyendo por supuesto a los amigos; y si bien nadie debería poner las manos en el fuego por la apariencia íntima de sus publicaciones, es a la revelación de lo íntimo (y también a falsearlo) a lo que aspira el género.
Primero se hacían ver las figuras endiosadas de la realeza, luego las del star system de Hollywood, y ahora lo hace medio mundo en una oferta masiva de aventuras en las que la identidad es un derivado de la composición teatral. De algún modo, los exhibicionistas de las redes ¿no son en un sentido estricto, en el sentido en que ya no los son los directores de cine o de teatro, verdaderos autores, aunque lo que hagan sea falso? ¿Quiénes si no las mujeres y los hombres comunes son los autores que quedan? ¿No son ellos los únicos capaces de imaginar el guion que ellos mismos son capaces de protagonizar en honor a una identidad de mercado? ¿O no hay un mercado de la identidad?
Perfecto, entonces. Tenemos este aluvión dramático en el que vemos a cientos de millones de personas viajando, comiendo, cocinando, en el gimnasio, manejando, haciendo un stand up espontáneo con menos chispa que una maratón de babosas; recomendando libros, monopatines eléctricos, vegetales orgánicos, helados sin TACC, geriátricos, armas, coachs de la mente; mostrando los bíceps, los tríceps, los cuádriceps, el orto. No falta nada de lo que el mundo tiene para darnos a través de su especie aparentemente más perspicaz.
Aparentemente. Porque detrás de los miles de millones de imágenes de “identidades en auge” con que las hembras y machos terrícolas nos revientan los almacenes de los teléfonos, subyace, como el lobo feroz que es, con su malicia intangible, el lenguaje también terrícola en su variante de chisme. Por algo, Edgardo Cozarinsky lo llamó “el relato indefendible”. Una vez que se echa a rodar como una rueda de acero, no hay campo que no atraviese ni reparo que no aplaste. Un ejemplo popular: ¿quién no escuchó no una vez sino varias en distintos ciclos, la desgracia que habría sufrido un conocido conductor televisivo de “nuestro medio”, quien habría ingresado a la guardia de un importante sanatorio de la Avenida Juan B. Justo con el “agregado” en su cuerpo de, según quien cuente la historia, ora un desodorante, ora un bate de beisbol, ora el cilindro de espuma de polietileno conocido como Flota-Flota?
Si la imagen es la reina de este mundo, el chisme es la conspiración que la decapita. También es un arte derivado, por supuesto. Cozarinsky detecta su poder, sin el cual nos dice que no tendríamos a Marcel Proust, ni a Henry James. Una señora en una comida de Nochebuena, dice Cozarinsky hablando de James, “deja caer en la conversación un ‘germen’”.
Un germen. Para qué más. Con esa insignificancia (pero insignificancia creciente) comienza la aventura de la destrucción de la imagen, un fenómeno que podemos imaginar de muchos modos, también de este: mientras miramos con alguien una foto de X sonriendo en un posteo “internacional” de su IG, decimos que esa sonrisa es lo más genuino que tiene. Es el triunfo de la imagen que nos quiere dar, y de la identidad falsa por la que trabaja a sol y a sombra. Lo sabremos porque ese alguien con quien miramos la foto, va a desenvainar la daga del chisme para decirnos: “¡Nada que ver! Se la saqué yo. Es una sonrisa falsa”.
JJB