En los escasos días en Nueva York veo una función de la puesta de mi obra Fauna, en inglés, dirigida por April Sweeney, y un ensayo de mi obra El tiempo todo entero (traducido como The whole of time), dirigido por Tony Torn. Oír mis obras en inglés es la verdadera sensación de alien, en términos de extranjería, de ser otre, de alteridad. Ensayé e hice funciones de esas obras con actrices y actores muy cercanxs y queridxs y que esos personajes ahora tengan vida en el extranjero remoto, con otras caras y otras voces, da sensación de universo paralelo, de bifurcación.
Al tercer día me despido del hotel express en Chelsea y vuelo a Madison, Wisconsin. Me explican que lo dicen así completo y con la coma porque hay Madison en otros estados que no son Wisconsin. Me explican, también, que estoy volando al Midwest, el centro oeste de estos estados unidos. El avión sobrevuela un gran lago antes de aterrizar, pasa rasante sobre la superficie de agua y alcanzo a ver sendos muelles con botes amarrados que se adentran en esa agua. Me pregunto si lxs amigues que me reciben poseerán una embarcación.
Ya en el pequeño aeropuerto todo se siente muy distinto a la mole de JFK. La cinta de retiro de equipaje está junto a la puerta de salida al exterior, hay una moquette en tonos ocre que recubre gran parte del aeropuerto y sillones marrones de televisión para esperar con comodidad. Nadie corre, nadie está apurado, todo es marrón. Le aviso a mi amigo Víctor que ya aterricé. Él aún está en su casa porque llegamos una hora antes. Me dice que lo espere en la puerta en 9 minutos. Llega en 7. Aparentemente no hay tanta gente en la calle en Madison, Wisconsin.
Madison es una ciudad más que nada universitaria y conocida por sus lácteos. En Madison hay más que nada blancos y, dado que me alojan en la ciudad, muy cerca del campus, estudiantes. Mis amigues, Víctor y Sarah no tienen canoa ni bote pero sí una casita de madera pintada de azul fuerte entre árboles a la que entra el sol oblicuo, a veinte minutos del campus. Vamos a caminar por la zona con Víctor hasta que esté listo mi hotel. Atravesamos huertas comunitarias, bordeamos el gran lago Monona y visitamos un jardín botánico frondoso. La ciudad está entre esos dos lagos, Monona y Mendota, cuyos nombres me sorprenden, podrían ser palabras que usamos con Ramón para ponernos apodos o bromear. Pero son palabras que provienen del ojibwa, la lengua de lxs anishinaabe, uno de los pueblos nativos americanos que habitaron esa región. Creo que tienen una muy buena sonoridad, Monona y Mendota. Cuando es la hora, Víctor me lleva a The graduate, el hotel en el que me alojo. Como su nombre lo indica, es un hotel con estética universitaria vintage, memorabilia universitaria, banderines, cuadrillé y, otra vez, una moquette estampada. En esta ocasión, el cuarto que me toca es tres veces más grande que el de Nueva York. Hay más espacio para desplegarse en el Midwest. Para llegar, Victor conduce por la avenida Langdon sobre la que se erigen las mansiones de las fraternidades. Una vez más hago el estúpido y evidente comentario de que sólo había visto esto en las películas y que no tenía tan en claro que existieran de verdad, por lo menos no después de 1985. Y sin embargo, ahí están. Estxs estudiantes que pertenecen a estas fraternidades viven de a muchxs en mansiones de columnas y ladrillos. En el frente de estas mansiones se leen las letras griegas que nombran a la fraternidad: ΔΘμ delta zeta mi, por ejemplo, en letras gigantes, y vaya uno a saber por qué, me dan pánico esas mansiones con esas leyendas, como si solo cosas maquiavélicas se cocinaran dentro. De noche, cuando para mi ya es hora de dormir, oigo y veo desfilar por debajo de mi ventana a hordas de jóvenes que van en manada hacia algún lugar. Vienen o van hacia la calle de las fraternidades, los muchachos de remera, las chicas en jean y top, aunque afuera no haga más de seis grados.
En Madison me saca a cenar una académica argentina que vive en Milwaukee hace por lo menos veinte años. Cenamos en un restaurante con paredes y techos vidriados que da al capitolio, que es igual que el de Washington que, de nuevo, sólo vi en películas. La académica en cuestión enseña teatro latino, especialmente argentino y mexicano y la especificidad de la academia me resulta demencial. Nos despedimos temprano porque al día siguiente viaja a Nueva York a acompañar a su hija mayor a una ceremonia de batas porque fue aceptada en la prestigiosa escuela de medicina de NYU.
En mi segundo día en Madison, Wisconsin, Victor planea para nosotrxs un pic nic de camino a un trámite que me acompaña a hacer en una oficina de la IRS (Servicio interno de impuestos), para ver si puedo tributar mi charla en la universidad de Wisconsin, que, como es pública, propone este tipo de burocracia. Vamos con el tiempo justo, aunque no sea tan grande la ciudad. Pasamos por al lado de los edificios del campus, de distintas épocas y estilos, y Víctor enumera de qué se trata qué. Me señala uno más alto y racionalista y me dice que ahí, en el 4to piso, es donde tendré por la tarde el encuentro con el grupo de teatro latino que se llama, justamente, 4th floor. También me señala la espesura del otro lado del lago y me dice que ahí es donde iremos a comer los sandwiches. Por mi parte me proyecto en edificios y paisajes como un playmobil a escala. Estacionamos el auto en un sitio permitido, junto a una cancha en la que hay dos equipos jugando a algo que en un primer momento parece basket pero que es como un basket de frisbee: los jugadores juegan a arrojarse un frisbee a corta distancia como si se tratase de un balón. Caminamos a paso acelerado hacia nuestro claro en el bosque, encontramos un banco sobre el lago, comemos los sandwiches, el campus quedó de la orilla de enfrente, empacamos los restos, y volvemos a paso acelerado al auto para acudir a nuestra cita con los impuestos norteamericanos. La oficina se encuentra en una zona despoblada que sólo tiene edificios de un piso con estética de mall. Nunca hay seres humanos pedestres: solo autos, edificios todo muy parecidos entre sí, carteles sobre esos edificios, y no mucho más. Estacionamos el auto en el parking desolado de uno de esos edificios, entramos, no hay nadie en ningún lado, subimos a un primer piso, hay puertas cerradas que conducen a oficinas, Víctor chequea el número de oficina en su celular, sí es una de estas, que tiene sus puertas y paredes de vidrio repletas de papeles pegados de adentro para que desde afuera se pueda leer esa información, que de todos modos es tanta impresa en A4 que és difícil discernir cuál es su valor. Víctor pega su nariz al vidrio en una pausa entre papeles y golpea con su puño. Llega a comentarme que el guardia estaba dormido. Nos abre un hombre gigante de uniforme, nos pregunta si tenemos cita, nos hace pasar. Esta oficina, como casi todos los ambientes en esta ciudad, tiene moquette. El hombre, mientras aún estamos de pie junto a la puerta, nos pregunta con seriedad si tenemos en claro que estamos en una oficina del estado, nos avisa que vamos a ser escaneados con un detector de metales y quiere saber si portamos armas. Cuando empiezo a negar con la cabeza, Víctor responde ‘Sure’, con una media sonrisa, en respuesta a que no tiene problema con ser expuesto a un detector de metales pero el seguro entra justo después de la pregunta del guardia de si portamos armas. El señor lo mira, le ve la sonrisa, Víctor se apura a aclarar que por supuesto que no lleva armas y el hombre de muy mal modo le dice que le convendría no hacer ese tipo de bromas en unas dependencias del estado. Quedamos ambos en silencio y cabizbajos. De ahí en más el hombre nos comanda las acciones: párese ahí por favor, no, mirando para allá, levante los brazos, dése vuelta, siéntese ahí, levante una pierna, ahora la otra por favor, mientras pasa esa vara metálica por nuestros miembros. En un momento me pide que levante mi chain (cadena) cuando pase el detector por mi pecho y yo entiendo chin, que es mentón, y quedo mirando al cielo como una niña equivocada cuando escucho a Víctor que me dice la cadenita, la cadenita. Este hombre con su enojo ya sólo nos hace fallar. Cuando termina todo el operativo y nos declara libre de metales excepto por mi chain, nos hace pasar del otro lado de una mampara que ni siquiera llega al techo, detrás de la cual hay un escritorio al que está sentada una empleada. Ella estuvo ahí todo el tiempo así que debe haber oído nuestro malentendido con el señor de seguridad, pero, una vez que atravesamos la mampara, todo es amabilidad. Entonces Víctor le explica mi caso: que vine a dar una charla y un workshop a la universidad, que como es una universidad estatal necesitan pagarme de modo oficial, que para eso necesito tener un número de lo que sería un cuit norteamericano, pero que no resido ahí ni tengo la intención de hacerlo, que tengo pasaporte alemán pero resido en la Argentina, con la que no hay convenio. Ya ambos pasaportes sobre el escritorio confunden a la señora aún más, que se remite a su pantalla a leer los formularios hasta que da con que acaso califico como el último ítem que es: excepción. La conversación va y viene, por suerte está Víctor porque yo no habría sabido cómo hacer nada después del detector de metales, él llevó algunos formularios impresos, la señora saca fotocopias y nos da otros, le pregunto a Víctor mientras rellenamos formularios, si esto no me va a traer problemas a futuro cuando quiera volver a entrar a este extraño conglomerado de Estados, dice que no que no tiene nada que ver. Una vez que la señora reunió fotocopias con mi caso, nos explica que esos documentos viajan así en forma de papel a una oficina en Texas y que entonces tendríamos una respuesta en aproximadamente tres meses. Nos lee un estatuto de otra fotocopia en la que punto por punto nos explica que esa respuesta de Texas puede ser a) positiva, y en ese caso no tendría que hacer nada más, b) dudosa y en ese caso me pedirán más documentos para reconsiderar el trámite o c) negativa y en ese caso debería dejar pasar no sé cuánto tiempo para volver a aplicar. Mientras lee detrás de su barbijo sus anteojos se ahuman y nos dice, al término, que siempre se hiperventila cuando lee esta declaración. ¿Está emocionada la señora? Algo de la situación solemne y de ella cumpliendo su misión haría pensar que sí. Nos desea, también, mucha suerte: espera que resulte una respuesta a) para mi caso. Realmente lo desea.
A la noche, Víctor me lleva a comer curds de queso, que son unos bocadillos de queso fresco empanados y fritos, clásicos de la zona, en un sitio que se llama The old fashioned, otro clásico de la ciudad, sobre la misma plaza del Capitolio. El lugar es gigante, de grandes mesas de madera y está lleno. Nos sentamos a una barra gigante y de madera también, a comer nuestros curds. Frente a nosotros, detrás de los empleados, hay una televisión en la que reproducen imágenes del huracán Ian que está asolando el estado de Florida. Hay reporteros recubiertos de hule con palmeras dobladas por el viento dando testimonio desde el ojo mismo del huracán. Me pregunto quién necesita ese nivel de literalidad. En esa cena le comento a Víctor de mi miedo a las fraternidades y al hombre blanco en general, no al hombre como genérico sino al sexo masculino, al sexo masculino blanco en este país en general, especímenes de los que estamos rodeadísimos en ese momento. Nos hacemos chicanas, avanzamos bastante sobre el tema, me dice que le parece raro que me den miedo los hombres blanco norteamericanos, que su madre le diría lo mismo de los alemanes, con los que aparentemente tengo algo que ver. También cita lo que podría estar diciéndome Sarah su novia, que sí nació en este país, “otra argentina que está una semana en nuestro país y quiere venir a explicarme cómo somos”. Lo hace así en indirecto, citando a Sarah, citando a su mamá y es suficiente para que yo entienda que puede ser violento esto de ir a sentarme ahí a opinar o a sacar conclusiones, después de una semana. Saliendo del Old Fashioned nos decimos, a modo de tregua, que igual todo es más que nada retórica, lo dice él, lo digo yo, y no tambalea nuestra amistad.
RP