La pandemia situó a la educación en la agenda de todo el mundo, por una vez, fuera del calendario paritarias-resultados de evaluaciones estandarizadas que configuran el menú tradicional. A veces, es cierto, ese calendario se ve salpicado por alguna tragedia que rodea la escuela, o por algún relato de superación individual que casi siempre se refiere a distancias recorridas a pie o en burro. Fuera de eso, la educación en general es sólo un tema del que se habla en las escuelas, en los espacios de gestión e investigación especializados y en conversaciones esporádicas y rutinarias entre familias.
Una parte importante de la discusión actual está relacionada con los impactos que deja no asistir presencialmente a la escuela en niños, niñas y adolescentes. ¿En qué momento, quienes damos clases presenciales desde hace décadas y resistimos los cantos de sirena tecnófilos, alguien pudo afirmar que la enseñanza virtual es mejor que la presencial? En mi deteriorada memoria, esas proclamas están asociadas a agentes y empresarios de los negocios educativos, y no a las voces de los docentes reales de las aulas reales de los niveles obligatorios. Vale la pena detenerse en este punto: la discusión gira eludiendo la voz de quienes estamos cotidianamente en la escuela.
Durante 2020, y en lo que va de 2021, florecieron mil conversatorios, webinars, seminarios virtuales y demás encuentros en bits sobre qué pasará con la educación después de la pandemia. Realmente muy pocos docentes de inicial, primaria y secundaria tuvimos voz cantante en esos espacios. Y ahora, que parece aumentar el ritmo de la vacunación y tal vez podamos salir más tranquilos a respirar la próxima primavera, esa pregunta se vuelve urgente: es un problema para el que habría que estar pensando políticas concretas desde hace un año.
En general quienes son convocados a analizar la coyuntura educativa son “especialistas” académicos (las comillas son porque parten de una pregunta: ¿Quién puede ser más especialista en educación que una maestra?) o funcionarios de los distintos niveles de gobierno. Los escritorios ministeriales, tal vez comprensiblemente, vienen con un guión adjunto que justifica sus acciones pasadas, presentes o futuras, por lo general simplificando decisiones e impactos. El púlpito académico, por su parte, no logra asir el territorio, el edificio, las culturas institucionales de las escuelas y cómo esta etapa tan histérica de la historia los atraviesa.
Vale la pena detenerse en este punto, entonces, para plantear lo siguiente: las soluciones a los grandes problemas educativos -salvo los que requieren masivas inversiones en infraestructura y salarios- ya existen. No sólo eso: sino que son obra de docentes militantes, llenos de convicción política, ética y profesional del trabajo con los otros, quienes ensayan nuevos formatos de cursada o nuevas formas de vinculación con la comunidad -salir del edificio, ir al barrio, convocar a las familias a pintar y reparar esa infraestructura tan abandonada, patear y matear.
Imaginar la educación del futuro -esto es una hipótesis, o una propuesta parcial- tal vez no se trate de especular con escenarios post humanos, sino ver qué de lo que ya ha sido inventado y ensayado es pertinente en los tiempos por venir.
Un ejemplo de acciones que empezaron como militancia, luego escalaron a políticas públicas, y se vuelven imperiosas es el pasaje a una escuela extramuros, fuertemente imbricada con su contexto y comunidad. Retomando las dimensiones más igualitaristas del sarmientismo que fundó nuestra cultura escolar (algo de esto hemos planteado con Iván Stoikoff en otro espacio periodístico), tal vez se trate de que el Estado nacional y los jurisdiccionales se pongan al hombro campañas de recorrida de barrios en busca de los estudiantes que la pandemia desconectó. Y ofrezcan, por ejemplo, alternativas de terminalidad como las que se están anunciando estos días y están establecidas hace años en las resoluciones del Consejo Federal de Educación.
Por caso, los programas “Vuelvo a Estudiar” en Santa Fe, y ATR en la provincia de Buenos Aires. Sin un paraguas oficial -y antes de que existiera- en muchísimas escuelas del país se sale a convocar a chicos y chicas que por mil y un razones se habían desconectado del edificio y su rutina clásica. En este contexto, ya no tiene que ser un deber de unos pocos docentes comprometidos, sino del Estado en todos sus niveles. Por supuesto, esto bien puede articularse con la expansión de la conectividad y la virtualización de algunas instancias educativas. El futuro es eso: mestizaje. Ninguna utopía, ni las más lúcidas, irrumpió en estado de pureza, sino mezclada la coyuntura y con la tradición de todas las generaciones muertas, como decía Marx. La educación no es una excepción: slogans como “escuela del siglo XIX con docentes del XX y alumnos del XXI” no dan cuenta de esa yuxtaposición de tiempos, culturas e identidades que existe en las escuelas.
Pero claro, comprender la potencialidad futurista de la escuela real implica bajar de escritorios y púlpitos, entrar a aulas con paredes descascaradas y vidrios rotos. Pero además, es necesario otorgar legitimidad a los docentes, un colectivo que entre el gri(e)terío partidista y el desinterés social es ridiculizado a dos puntas: de un lado, un sindicalista millonario y cínico, del otro la señorita que a pura vocación y sacrificio dará hasta su vida para enseñar.
La retórica -no específicamente antisindicatos docentes, sino antisindical en general; y no específicamente en Argentina, sino en todo Occidente- contra ellos logró dibujar una caricatura exitosa de corporativismo ajeno a la importancia de lo educativo. Es allí donde se ensaña el lenguaje político: la educación no mejora porque, como sostiene Guillermina Tiramonti y sus replicantes, hay un actor cruel que obtura caprichosamente los cambios virtuosos.
En el otro extremo, la docencia como un llamado inmaterial, etéreo, trascendente a trabajar a destajo sin importar carencias infraestructurales, salarios por debajo de la línea de pobreza, sin importar la alienación de ser un trabajador en el siglo XXI. A esa maestra ideal y pasiva se le realiza una ablación de agencia política: la docente verdaderamente comprometida tiene vedado el tomar posición y reflexionar por sí misma, y de allí permitir el aprendizaje crítico -prescripto en cualquier diseño curricular- por parte de los alumnos.
Reducidos a esa caricatura es imposible tomar la voz docente de manera legítima, que nos mostraría como lo que somos: ni burócratas ni monjas, sino herederos y herederas de mil tradiciones políticas, pedagógicas y didácticas que ponemos en juego en cada aula, en cada Zoom.
La vanguardia educativa está -siempre estuvo- en las aulas ignoradas donde ocurren milagros diariamente. Sólo falta bajar a tierra con una mirada matizada y federal para encontrarse con algunas de las iniciativas que podrían tranquilamente ser el camino de salida de esta educación pandémica.
MB