¿Qué es un maestro y qué es un discípulo? Para hacer una memoria de lo que no son, nada más alejado del vínculo entre ambos que el de un líder con su ladero. La aclaración vale para la mitología paternalista, microfascista, que organiza las relaciones entre discípulos y maestros bajo un régimen de obediencia, de deslumbramiento admirativo, de seguidismo o de poder. Por lo que tampoco deberíamos ver en ese tipo de sociedades la imagen del perro corriendo detrás del amo.
La literatura adaptó esa estructura desigual desde Cervantes. Una persona no alcanza para aventurarse al vacío. Necesita una compañía: el deuteragonista. O sea, Sancho, testigo, sombra, consejero y carne de cañón de la locura de Don Quijote. Pero no vemos allí el dúo maestro-discípulo, como tampoco lo vemos en John Watson respecto de Sherlock Holmes. Son más bien relaciones de comprensión y paciencia mutua, en las que se comparten a cuatro manos tanto los asuntos de los actos como los de la inteligencia.
Ir hacia algún lado o deducir un enigma solicita un compañero de obsesiones, digamos otro neurótico, otro más, que asuma las iniciativas ajenas como propia. Es el abc de la pasión discipular: parasitar un deseo hasta llevarlo a una situación de éxtasis.
En la vida real de la historia del pensamiento, Sócrates incursionó en las entrevistas, desde las que acechó a Platón sacándole jugo de heredero. Oculto tras el nombre enmarmolado de mayéutica, lo que hacía era organizar diálogos con desprecio por los niveles que habrían de entronizarlo a él respecto del alumnado o los colegas, y dedicarse a escuchar antes que a imponerles ideas firmes o fijas a los otros.
En El banquete, que tiene formato de un coloquio de borrachos con algo de una sobremesa en La Brigada, Platón asume como propio el desdén de Sócrates por la autoridad del saber propio. De hecho, el discurso de Sócrates, a los postres, es uno entre siete, por lo que queda en estado de revelación la idea de que hablar, argumentar, incluso “tener razón” son hechos de valor relativo.
Son más poéticos y representativos del tránsito de lo que fuere entre un maestro y un alumno los procesos indirectos. Encontrarse con el maestro, a veces donde no se lo espera y que, de golpe, ocurra el milagro del conocimiento. Siempre por afuera de los ajustes institucionales, aun cuando el fenómeno se de en alguna institución. Con esta modalidad alguien podría aprender a usar un arma en una comisaría, a soplar y hacer botellas en una fábrica de vidrio, a manejar un Fórmula 1 en los boxes de Montecarlo. Podría aprenderse todo. ¿Cómo? Depende del milagro de la conexión.
En 1984, del que no pasaron 38 años sino 10 mil, vi en el Auditorio de la Facultad de Bellas Artes a Manuel Antín, entonces director o presidente o Papa del INCAA. ¿Qué hacía yo ahí? No lo sé, lo que puede decirse de casi todos los puntos en los que me detuve (Gracias, Sócrates, por tu espíritu de ignorancia).
Antín no era un burócrata pero circunstancialmente sí lo era y, entonces, habló como un burócrata. Habló y habló en un ambiente amistoso y colmado de perdonavidas. Hasta que al lado mío alguien levantó la mano. Era un hombre de unos 50 años, de un parecido extraordinario a Rodolfo Bebán. Tenía un maletín y un traje y una chalina. Entre el instante en que pidió la palabra y el que empezó a hablar, pasaron treinta segundos o más. A ese silencio, al que entró a alambrar como a un lote, lo rompió para criticar la gestión de Antín con una solidez de campeón de todos los pesos. Por supuesto, no recuerdo una sola de las palabras que dijo, pero sí, hasta el delirio de restauración, el gesto que las sostuvo.
¿Quién era? Carlos Vallina: El Chino, al que tendría que invitar a cenar ya mismo, si quiero ser mínimamente justo con él. Al año siguiente lo tuve de profesor de Realización Cinematográfica en la Universidad Nacional de La Plata. La primera clase fue un shock, el más importante de mi vida en ese mundo; y quizás el único vinculado a la presencia de lo que podemos llamar un maestro.
Saludó y comenzó a hablar de El perro andaluz de Buñuel. Fue una performance en la que desplegó todos los matices de su voz dramática, una máquina con todas las marchas y todas las luces. Cuando llegó el momento de describir la escena en la que la nube atraviesa la Luna y la navaja un ojo, y digo escena (que no lo es) por no decir algo que falte a la verdad de su grandeza compositiva, yo, que no había visto la película, vi esas imágenes. De modo que cuando la vi por primera vez, comprobé que ya la había visto.
Entre el momento en que El Chino Vallina describió las imágenes en que la Luna, las nubes, la navaja y el ojo confluían en un punto microscópico de sentido de radio cero y densidad insoportable como la del Big Bang, y aquel otro en que conseguí la película en VHS con la misma ansiedad de quien compra droga en las narices del cura y el comisario, habrán pasado cuatro cinco días en los que no tuve otra cosa en la cabeza que el deseo de verla y “tocarla”, y saber quiénes eran Buñuel y Dalí, y qué tipo de geografía y locura había en Aragón, y tirar de cada uno de los hilos que El Chino había dejado sueltos para mí.
¿Cuál es, dónde está la maestría? Ni falta hace decirlo: en el deseo de entrar a un mundo exclusivo, en la electricidad que produce en el cuerpo la sensación de no saber (y el efecto retráctil de salir de allí como si uno estuviera bajo el agua), y en la pasión ya no de lo transmitido sino del transmisor que, volatilizado por el amor a lo que estaba describiendo, produjo una escena inolvidable en la que me veo como un pez mordiendo menos el anzuelo que su resplandor dorado.
JJB