Al final, no era tan así Opinión

Menos mal que vivo en Occidente, donde el problema es la bicisenda y no que tu casa desaparezca

17 de septiembre de 2023 00:03 h

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La semana termina con miles de cadáveres flotando en las calles de Derna, una ciudad costera de Libia, al norte de África. Cuesta hacerse la imagen de esos cuerpos, pero sucedió realmente, y de hecho debe haber muchos que aún permanecen a la deriva en algún lugar de ese territorio devastado. 

Si hiciéramos el trabajo de imaginar esa desgracia daríamos seguro con la típica imagen de un premio internacional de fotografía o, si fuera en un tiempo anterior, de una pintura, como la que realizó el ruso Valery Vereshchagin bajo el nombre “Apoteosis de la guerra”, y que muestra una pirámide de calaveras en el desierto de una estepa caucásica. 

Vereshchagin pintó los horrores de las guerras que llevaba adelante el imperio ruso en su tiempo, y lo hacía a modo de crítica. Fue tal el revuelo que causó que algunas de sus obras fueron censuradas, e incluso debió abandonar Rusia. 

En nuestro tiempo miles de personas mueren arrastradas por el desborde de los ríos o bajo los escombros tras un sismo, como sucedió días atrás en Marruecos, pero ¿alguien se indigna? Las imágenes son reales, las vemos a diario, pero el mundo sigue adelante, y en los países desarrollados se plantean resolverlos con una receta ancestral de probado fracaso: dinero y burócratas

La Comisión Europea —el órgano de gobierno de la Unión— celebró estos días su cita anual para dar cuentas sobre el “estado de la Unión”. La jefa, Úrsula von der Leyen, prometió la ampliación del bloque para los próximos años. Se espera la incorporación de los países bálticos, quizás también de Ucrania. Es el futuro, junto con el pacto verde y el reto migratorio, dijo la líder comunitaria, y para reafirmarse contó lo que lograron con Túnez, país gobernado por un autócrata, al que se le dio dinero para que frene el torrente de migrantes que llega desde África.

A esta altura no vamos a pedirle a la OTAN que reconozca el caos que trajo a Libia su incursión, ni que las miles de muertes no son producto del cambio climático únicamente sino, sobre todo, de la infraestructura destruida y la ausencia de un gobierno estable en ese país durante los últimos años. Pero justo Libia y Marruecos, son de los principales países que concentran el flujo de migrantes hacia a Europa, y Von der Leyen, como máxima representante de la UE, citó el acuerdo con Túnez como un ejemplo a seguir en otros territorios.

Si la formula de la UE para Libia y Marruecos es la misma que se aplica en Túnez, ya podemos esperar que estas catástrofes se repitan otra vez. Nadie espera que la monarquía marroquí se sensibilice al punto de mandar a reconstruir las viviendas precarias de un país cuyo PBI, paradójicamente, crece a tasas superiores al 3%. Igual no perdamos la esperanza. 

En Libia quizás sí deberíamos. El país está partido en dos, con un gobierno respaldado por Rusia, y otro por Occidente. Ni el petróleo que yace bajo el territorio libio ni el flujo migratorio que está colapsando Italia, como sucede estos días en Lampedusa, pudo crear las condiciones para que Libia recupere algo de orden político y económico. Menos lo hará el envío de un par de millones y la tutela del FMI. 

Tampoco es responsabilidad de Europa ni de Estados Unidos lo que suceda en África, pero la forma de relacionarse con esos países sí que lo es. España tiene relaciones muy estrechas con Marruecos, mientras que Italia las tiene con Libia, y la agenda que comparten ambos países europeos prioriza dos temas: recursos energéticos y flujos migratorios. ¿No hay nada más que pueda hacerse con las catástrofes que se ven en África además de solidarizarse a través de la red social del multibillonario Musk? En última instancia (¿o debería decir primera?), la crisis africana es la crisis migratoria europea. 

El drama europeo

Me detengo en un editorial que publica El País de España esta semana. Se titula “Resistencia irresponsable a la agenda verde”. Ya el título, sin mención a cadáveres flotantes ni personas bajo los escombros, tranquiliza. Se aborda el problema de las ciudades —gobernadas mayormente por partidos de derecha o de corte “libertario”—, que no quieren adoptar los cambios que promueve la agenda verde (o el “postmarxismo” en palabras de nuestro exponente local) o aquellas donde la oposición planta obstáculos.

Por ejemplo, Barcelona, donde se están reconvirtiendo las calles con menos espacios para los autos, más para las bicis y los árboles, pero algunos partidos trabaron su realización en la justicia; incluso con sentencias favorables. O Londres, cuyo alcalde acaba de poner en marcha un impuestos para los autos contaminantes que ingresen al centro de la ciudad, y ya enfrenta quejas variadas. 

La diferencia entre las urgencias europeas y africanas es pasmosa, más allá de su cercanía, y de la incontable cantidad de temas, cuando no negocios, que los unen. Toda una evidencia de la desigualdad reinante y normalizada, sin que sea necesario ahondar en uno de los dramas franceses que esta semana el New York Times llevó a su portada: con setenta y cinco años y cinco hijos, el multimillonario dueño del conglomerado del lujo francés LVMH (Tiffany, Louis Vuitton, y Dom Perignon, entre otras firmas) deberá decidir su sucesor. Un relato angustiante al estilo Succession que promete competir en el prime-time con las desgracias de quienes nunca serán sus clientes.

AF/JJD