Hace unos años fui a una dermatóloga de esas que además de salud hacen “estética” con la esperanza de que me arreglara la rosácea y me recomendara algún tratamiento para las ojeras, alguna cosa de las que se estaban empezando a hacer chicas que yo conocía y que yo también había empezado a probar, algo con agujas finitas, un láser, esos procedimientos que en algún momento de la historia reciente decidimos llamar no invasivos. Me dijo que yo no tenía rosacea, a pesar de lo que hubiera leído en internet, solo una piel sensible para la que podía recomendarme algunas cosas, y que para las ojeras genéticas que yo llevaba desde chiquita me aconsejaba “un buen corrector”. Me fui a casa pensando que esa mujer debía pensar que yo era una ridícula, y con razón, buscando que me inyectaran alguna sustancia extraña sin haber siquiera intentado con el truco más viejo de la femineidad. Una obsesionada con la belleza que no se maquilla: eso era yo. La fijación se mantiene, pero ahora sí me maquillo.
Recordé ese día leyendo Maquillada: ensayo sobre el mundo y sus sombras, de Daphne B., una escritora canadiense que tiene casi mi edad y cuyo nombre jamás había oído mencionar hasta que a la editorial Blatt y Ríos se le ocurrió publicarla en traducción de Cecilia Pavón. La tapa es atractiva: lleva una foto de su autora, una chica preciosa con el pelo rosa y el más prolijo delineado kitten eye que yo haya visto. Daphne B. es poeta, y eso se nota: sus ensayos, en los que el maquillaje ocupa un lugar privilegiado como tema y sobre todo como lenguaje y territorio, tienen la inteligencia de quien puede pensar más allá de la moralización de la vida pero sin ingenuidad. El talento de quien sabe escribir sin pedir disculpas: ese es el talento de las poetas.
Leyendo a Daphne B. entiendo que fui a la dermatóloga a buscar una solución que no fuera maquillaje porque tenía una visión moralizada sobre el maquillaje: el maquillaje como mentira, la mentira como algo esencialmente malo. El maquillaje como un lo atamos con alambre, una solución impermanente: la impermanencia como algo esencialmente malo. El maquillaje como el atajo que toman las personas sin compromiso, el maquillaje como el camino barato, una senda pecaminosa para una millennial responsable. Digo millennial porque sé que es algo generacional: hoy queda feo “pintarse como una puerta”, pero esa misma gente que no se pintaría como una puerta lleva bótox o rellenos de hialurónico. Las divas de hoy se enorgullecen de no usar base, como si fuera más “natural”; supongo que lo sería, si tener una piel “perfecta” fuera algo que se pudiera conseguir sin todo el tiempo y el dinero que en efecto necesitamos para conseguirla. No estoy en contra de ninguna de las dos vías: hoy hago las dos, maquillarme y hacerme tratamientos, en la medida de lo deseable, lo posible y lo pagable. Pero me divierte que la conversación sobre el maquillaje sea una geografía tan representativa de la ética de un momento, del modo en que se nos enseña que lo más saludable y responsable y encomiable es invertir a futuro, en tratamientos que duren, antes que en meras pinturitas. Es una solución de clase, también, por supuesto: las pinturitas son más baratas, y cuánto más baratas, más artificiales se ven. Es bastante contracultural en un sentido, entonces, el enamoramiento de Daphne B. por las sombritas de colores; lo digo avergonzada, como una persona que tiene tres paletas todas iguales, de tonos tierra y rosaditos.
Daphne B. recorre el mundo del consumo con la conciencia de todo lo que ese mundo financia y produce (destrucción ambiental, trabajos de explotación, trastornos de ansiedad) pero tratando de pensar también más allá de eso, en la dimensión del placer, de ese placer irreivindicable de armar carritos en internet, de abrir un lápiz labial nuevo que acaba de llegar a tu casa, de aprender ese delineado tan preciso que ella sabe hacer y yo no. Daphne B. sabe, aunque no necesariamente lo explicita como yo, que la moral del consumo contemporánea está llena de agujeros: que además de que nuestro concepto de belleza natural cuesta millones de artificios, todas esas chicas que te sugieren comprar “poco pero bueno” tienen mucha más ropa que vos. Está bueno que no lo explicite como yo: su juego no es ese, su juego es jugar, navegar esas verdades como quien las ve y la deja pasar para que la diversión no se acabe. Me gusta también que no entra en la pregunta esa de idiota de pintarse “para otros” o pintarme “para mí”, como si una realmente supiera diferenciar entre lo que es para los demás y lo que es para una: como si fuera tan malo, realmente, hacer cosas para que te vean.
Un último recuerdo que me trajo Daphne B.: una frase de una amiga de una amiga, “mirar y que me miren”, que adopté de manera irrevocable. En sus textos que son sobre todo, sobre internet, sobre sexo, sobre Elon Musk y Grimes, sobre su abuelo muerto en una mina y sobre cogerse sociólogos que usan retóricas marxistas pero no preservativos, el maquillaje funciona como una forma de explorar eso: ese deseo fascinante de ser vista, de mirarse al espejo y delinear una boca que rompa todos los corazones, ese deseo que Daphne B. se niega —que me niego con ella— a pensar como una patología o un pecado, como un problema que algo o alguien debería venir a resolver.
TT