Cuando era chica soñaba con trabajar. Todos los chicos, o casi todos, juegan a trabajar, a ser bomberos, kioskeros, maestras o secretarias, pero yo recuerdo perfectamente el deseo abstracto de trabajar. La vida familiar me cuesta desde siempre, y en la época y en el mundo en el que yo vivía parecía que el trabajo era un lugar mágico y misterioso en el que se te permitía estar por horas alejado de tu casa y —en un mundo sin smartphones— más o menos incomunicado. Todavía lo creo en algún sentido: trabajar es la forma más aceptada en nuestras sociedades de pasar mucho tiempo sola. También entendí, a eso de los nueve o diez años, que las personas que trabajaban y ganaban su dinero podían decidir dónde vivir y con quién, si mirar tele a la noche, si pedir pizza o cocinar, si hablar con alguien o no hablar con nadie, si quedarse en casa todo el día o salir a pasear para “aprovechar el día”. Quienes no trabajaban —y acá pensaba en los chicos como yo, pero creo que sobre todo en las mujeres, en las madres de muchos de mis amigos— tenían que resignarse a vivir con gente, hablar con gente, les gustara más o les gustara menos.
Algo de esa ética no me ha abandonado nunca; y sin embargo, ya en el colegio me di cuenta de que estar en un lugar al que no se le encuentra el sentido haciendo algo a lo que no se le encuentra el sentido era desolador, que tener que pedir permiso para ir al baño como en el colegio o para ir al médico como en la oficina me resultaba insoportable (sin que haga falta siquiera mencionar el nivel de privilegio que me permitió en general tener trabajos que muchas veces me aburrían pero de ninguna manera me violentaban). Leyendo Not Working. Why we have to stop del psicoanalista Josh Cohen me sentí identificada con la infancia que él relata, la de mirar por la ventana mientras los profesores explicaban cosas. En el ILSE no había ventanas, pero entiendo perfectamente a lo que se refiere: pensar en nada o en cualquier cosa, sin tener en mente convertir esos pensamientos en una obra más adelante, sin el horizonte de hacerlos nada más permanente ni más útil que esos dibujitos en el aire que eran, se me hacía lo más vivo e interesante del mundo. En los años siguientes me dediqué a intentar convertir todo eso en algo productivo. Tuve la escasísima suerte de que me saliera bien y aquí estoy, sentada en el piso caliente del baño principal de mi propia casa un sábado a la tarde, trabajando de escribir esas cosas que pienso cuando alguien me está hablando y parece que escucho pero en realidad no, no escucho. Es una suerte inmensa y sin embargo está claro que hay algo que se pierde.
En algún momento de la carrera escuché por primera vez sobre el concepto de ingreso básico universal, en la versión en la que lo proponía el filósofo Philippe Van Parijs. De la renta universal se habla mucho, pero creo que se conoce menos la figura que Van Parijs utilizaba como paradigma, y que está en la tapa de su libro Freedom for All: el surfista de Malibu. La idea es sencilla: una persona que no quiere trabajar, que no encontró ninguna pasión redituable (lo que le divierte es estar en la playa haciendo surf, y evidentemente no es tan bueno como para lograr que le paguen por eso), ¿es menos merecedora de un sustento y de una buena vida que aquella que se interesa por, pongamos, la medicina o la ingeniería? No se me ocurría entonces ni se me ocurre hoy ningún contraargumento bueno. Y así y todo, sigo juzgando a la gente de mi clase social que teniendo todas sus capacidades físicas y mentales plenas no vive de su trabajo, a quienes viven de padres o maridos; sigo pensando que mantenida es un insulto, que es un orgullo no serlo. Leo el sesgo de género en estos prejuicios que no elijo pero tengo: leo, también, un pechito triste y burgués que se infla ante nadie, ante quién, como diría Spinetta.
Antes de dedicarme a escribir, la única actividad profesional que yo haría aunque nadie me la pagara, tuve muchos de esos trabajos que el antropólogo David Graeber llamó bullshit jobs, y que en la peor traducción jamás hecha sobre la faz de la Tierra alguien eligió llamar “trabajos de mierda”. Casi nunca juzgo traducciones, pero en este caso el error conceptual es grave: los trabajos de mierda, los trabajos que hace la gente de los sectores bajos y medios bajos (limpiar, servir, atender, cuidar) son trabajos profundamente importantes, que ofrecen servicios concretos. Los bullshit jobs a los que se refiere Graeber los hace la clase media alta, los hacen las chicas como yo: mandar powerpoints a otras personas que reciben powerpoints, organizar reuniones en las que se habla de otras reuniones qué hay que organizar, resolver problemas creados por la propia estructura corporativa o burocrática supuestamente pensada para resolver esos problemas. Los bullshit jobs no son trabajos de mierda: son trabajos de mentira. A lo que voy: ¿qué puede tener de digno, en qué sentido puede contribuir a una vida buena el cumplimiento de ese deber imaginario como para producirme la satisfacción de estar cumpliendo un rol social verdadero, como para dar por resuelto el problema de qué hago en este mundo y qué hago con mis días? Un ritual de este tipo solo tiene sentido en una religión, o una secta. Leí algo parecido a eso en esta nota que me pasó mi amigo Seba Campanario: en un mundo sin religiones, el trabajo se vuelve eso mismo, una religiosidad, una fe ante la que nos sacrificamos con la esperanza de una redención o una vida con sentido, de la sensación de que estamos en este planeta para algo.
No vi el video de Mariana Alfonso “la planera viral” —tengo una tara con los virales: no forman parte del amplio conjunto de banalidades que sigo con interés, probablemente porque no me dicen nada sobre mí— hasta que leí la noticia de que el gobierno le había sacado la asignación que tenía. Me pareció increíble: jamás se me había ocurrido que la pertinencia o no de dar un plan social dependiera de los discursos que el destinatario pudiera elaborar y producir sobre esos planes, que lo que hiciera a una persona merecedora de una cantidad de recursos no fuera algún factor objetivo sino la actitud correcta. Entiendo que nadie pensó en todo esto, solo en calmar la ira social que se desató y que fue bastante más allá del microclima tuitero, pero me interesa entender el origen de esa ira. Supongo que a muchas personas, y sobre todo a esas amplias mayorías de todas las clases sociales que odian sus trabajos con razón, Mariana Alfonso les recuerda el absurdo de la existencia que es entregar tu tiempo y tu vida a cambio de un rato de tranquilidad desde que llegás a casa a la casi noche hasta que te vas a dormir; un rato de tranquilidad que ni siquiera es tal, encima, en una economía precarizada y destruida que todos los días te obliga a recalcular de qué vas a vivir este mes. Me quedé pensando en algo: todas las veces que conversé con amigos en la universidad sobre el surfista de Malibu di por hecho, claramente, que él nos admiraría a los que prefiriéramos trabajar para tener un poco más y “contribuir a la sociedad”, que no nos despreciaba y por eso no necesitábamos considerarlo una ofensa a nuestro estilito de vida y nuestras pequeñeces. Mariana Alfonso, con una vida mucho menos fácil de la que tendría el surfista de Van Parijs, una vida que ninguna de las personas que la odia podría envidiar, no nos dio ese gusto. Sus puños llenos de verdades parecen ser una afrenta que nadie —ni la sociedad ni el Estado— está dispuesto a tolerar.
TT