Es un lugar común, pero porque es cierto: una pareja es una conversación irrepetible e interminable, una partitura de páginas infinitas que tiene silencios largos y movimientos diversos, pero que al final está hecha de motivos que siempre vuelven aunque sea difícil reconocerlos en distintas claves, en distintos instrumentos. Nos damos cuenta cuando se termina, en el segundo después del aplauso final de una obra que a una le gustó mucho y que sabe que nunca podrá volver a escuchar por primera vez, que podrá ser repetida pero jamás resucitada. En parte es eso lo que se duela en una separación, pero hay otra conversación, hay otro relato, una especie de mundo discursivo compartido que es el reverso de esa historia secreta de las parejas: es la sensación de que mientras se está en una pareja, y más aún en un proyecto de familia, se está yendo a una parte con otros. La sensación de que se forma parte de un consenso, de la empresa colectiva de la reproducción de la especie: sentir que se pertenece a una marcha de pingüinos, a un fluir de la vida en una misma dirección. También esta historia pública se llora.
Una amiga me cuenta de la relación más antigua que tiene este momento, un tipo con el que se ve desde hace poco más de un año. Le está pasando algo que ya escuché varias veces últimamente: se trata del amantazgo más largo que jamás tuvo, en el sentido de un vínculo de amantes que no se formaliza ni se termina. Es como que si la vida hubiera seguido como antes de la pandemia, en algún momento hubieran tenido que ir juntos a un cumpleaños, a una reunión familiar, hubieran tenido que ver y ser vistos y así decidir si ese era un paso que querían y que podían dar; pero ya no hay demasiados cumpleaños ni queda bien andar sumando contactos estrechos a reuniones familiares, entonces sencillamente ni se lo plantearon y se siguieron viendo. Su relación está totalmente hecha de ellos: la frase que usa ella es algo así como que es “toda de verdad”, un edificio construido solo con intimidad. Hay ventajas; conozco varios casos de personas que cuentan historias parecidas, y que de alguna manera más o menos políticamente correcta dan a entender que el año pasado se enamoraron de personas que no encajarían en sus vidas reales, entre sus amistades, en sus círculos sociales y aspiracionales. Más que por las desventajas, igual, me pregunto por el significado; si es así como lo pone mi amiga, que el afuera es lo falso y lo íntimo lo verdadero, o si es tan fácil separar una cosa de la otra en el relato de una relación.
En Despojos, el libro que la escritora británica Rachel Cusk publicó sobre su divorcio en 2012 y que llegó a la Argentina hace pocos meses, Cusk vuelve todo el tiempo sobre la relación entre “la realidad” y “el relato” o “la historia”, como si se tratara de dos polos que constantemente están enfrentándose y compensándose mutuamente a lo largo de un amor. Para Cusk, efectivamente, el matrimonio es un relato, un relato de dos y de muchos, aunque lo interesante es que justamente ella no separa esas dos cosas que yo separé al principio, y que quizás no sean tan sencillas de diferenciar. El título refiere a la idea de que, terminado un matrimonio, se termina una historia, y lo que quedan son despojos: muerta la ficción, muerta la poesía, solo queda la realidad desnuda del divorcio, los abogados, las peleas de plata, los horarios de los chicos. El amor cubría todas esas cotidianidades grises de un manto de verso, pero no era solamente el amor; también el matrimonio hacía que esa mezquindad, esa vida burguesa y absurda, se viera respetable y llena de sentido. A Cusk la obsesiona la idea de que los casados y sus hijos pertenecen a una especie de cofradía, de la que ella y sus hijas son expulsadas luego del divorcio; ellas, dice Cusk, pasan a ser un recordatorio permanente para los demás de que las cosas se pueden romper; se convierten en espías que miran la felicidad doméstica con las narices pegadas contra el vidrio. Cusk no es tonta, ni idealiza los matrimonios ajenos; por el contrario, desde los despojos, ahora, ella sabe la verdad. Sabe que esas mujeres que siguen casadas, que siguen viviendo el relato del matrimonio, lo hacen a fuerza de persistencia; que hay algo que ella decidió no sostener, una excomunión a la que sometió voluntariamente, porque la realidad se le hizo demasiado pesada para hacer equilibrio sobre una ficción tan frágil.
Pero hay una vuelta más; ante esa muerte de la ficción que el divorcio significa para ella, ante esa sobredosis de realidad, la contraofensiva de Cusk es la tragedia griega; el epítome de la ficción. Cusk utiliza muchos conceptos y personajes de Sófocles y Eurípides y del mundo clásico en general para pensar eso que sucede cuando un matrimonio se desintegra y solo quedan dos personas; es un mecanismo que Cusk repitió tres años después en la obra de teatro Medea, una reescritura de la tragedia clásica sobre la madre filicida protagonizada por (otra vez) una escritora contemporánea que se está separando del padre de sus hijos. Puede sonar un poco solemne y exagerado comparar un divorcio relativamente civilizado con una tragedia griega, pero la propia Cusk explica en el libro el sentido de recurrir a los griegos: su honestidad y su violencia, su absoluta indiferencia por nuestros tabúes, hoy nos resultan atractivos. Nos permiten, pienso —recordando las reflexiones de Paul Ricoeur en torno de lo que hacen las metáforas— pensar partes de la realidad que no pueden contarse solamente describiendo los hechos literales del mundo. Pienso también que son una contraseña, una forma correcta y, de paso, culta de hablar de cosas que no nos animaríamos ni a pensar, como el incesto o el asesinato de una persona querida. Y sobre todo, la tragedia: el hecho, escribe Cusk con mucha sabiduría, de que no podemos saber cuáles son las cosas que nos conducen a nuestro destino. Creo que en otra época (y quizás en culturas y círculos distintos del de Cusk) esa función de pintar una intensidad de la que a veces ni siquiera podemos hablar y de mostrarnos sujetos entregados a una serie angustiosa de casualidades desgraciadas la cumplían las telenovelas; y entre la juventud de clase media, a veces, pienso que ese espacio discursivo hoy lo ocupa la astrología. Hay algo profundamente liberador en los arquetipos, en las mujeres locas que se comen a sus hijos, en los héroes trágicos que se acuestan con sus madres; hoy, entre quienes ya no diríamos ni en chiste “las mujeres somos todas intensas” o “los judíos somos todos prosaicos” por temor a ser mal entendidas o a contribuir con discursos que no nos representan, es un alivio poder decir que las piscianas somos todas unas hijas de puta. Yo no creo en el horóscopo y sé que hay gente que cree, pero pienso que los signos zodiacales tratan de algo que contar antes que de algo en que creer. Pienso en otra cosa que dice Cusk, también, en relación con la pregunta de qué constituye autoridad en el mundo griego: no está claro si los dioses, así de débiles que son en la resistencia a sus impulsos y así de mezclados que están con el mundo mortal, pueden representar algo así como una soberanía, y por eso se trata de un mundo ambiguo, descentrado; justamente el tipo de matices de los que a veces hoy no sabemos cómo hablar.
Al final de Despojos, Cusk cuenta la historia de un divorcio (que podría ser el suyo, pero no lo parece) desde el punto de vista de una niñera que lo ve desde afuera. Es un desvío curioso en un libro profundamente autobiográfico, pero la decisión es acertadísima, espectacular: es la manera de volver forma y procedimiento esa obsesión con la pareja como una historia que nos contamos para sobrevivir pero que también necesitamos contarles a otros para sobrevivir, la manera de mostrar que enamorarse y creerse la protagonista de una historia de amor que alguien más está mirando (o leyendo) no son una verdad y una mentira, una sustancia y una apariencia, son dos verdades a medias, las dos sustancias contaminadas en las que transcurren nuestras vidas.
TT