ENSAYO GENERAL

El mejor lenguaje para dar miedo

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Pienso mucho en eso que dice Michel Foucault sobre el tabú del sexo en el primer tomo de Historia de la sexualidad (y lo cito muy seguido, también, así que perdonen, lectoras y lectores, si sienten que han leído esto que voy a explicar hace demasiado poco): que es menos productivo afirmar que antes no se hablaba de sexo que preguntarse cómo se habló de sexo en cada época. Volví a esta idea hace pocos días cuando vi la Nosferatu de Robert Eggers. Las historias de vampiros (igual que las de los hombres lobo, las de las bestias como la de La bella y la bestia, las de posesiones, las de sirenas y muchos otros mitos) son formas que encontrar diversas épocas de pensar y conversar sobre sexualidad: mundos cargados de imágenes y símbolos que, al eludir la literalidad del asunto, permitían investigar algunas de las fantasías más indecibles con lo no humano, fuese lo animal o lo espiritual, lo monstruoso o lo angélico, lo que se vincula con la vida antes de la muerte y la vida después de la muerte, o con la muerte misma.

Hace un rato discutimos con una amiga si esta última versión de Nosferatu trataba sobre el abuso sexual. Como suele pasar en los relatos de vampiros, hay algo así como una historia de amor entre un vampiro y una chica, pero en este caso se trata mucho más claramente de una historia de lujuria: Ellen (Lily Rose-Depp), la protagonista, está casada con Thomas Hutter (Nicholas Hoult), un muchacho bueno y dulce, pero tiene unos impulsos irrefrenables que la dirigen sexualmente a una oscuridad que no sabe bien qué es, pero de la que tiene una certeza inamovible y persistente en el tiempo. Si comprendí bien, Ellen invocó a Nosferatu en sueños siendo adolescente, y desde entonces él no se cansa de buscarla por las noches.

En uno de sus extraños acercamientos ensoñados, Ellen le dice al vampiro que él no es capaz de amar, que ella ama a su marido y él no puede saber nada de eso; el vampiro, en efecto, le reconoce que no puede amar, pero también que no estará satisfecho hasta tenerla; en varios momentos de la película se da a entender que Ellen tampoco alcanzará ninguna plenitud sin un auténtico encuentro con el monstruo.

Yo leí toda esta historia como un cuento de hadas sobre el deseo: esa sensación de que siempre hay algo más, de que incluso si una está enamoradísima no está completa, y que es esa incompletud la que te acecha por las noches y te hace sentir que a veces estás más enganchada con la muerte y la destrucción que con la vida y su reproducción. Es cierto, también, que la trama del abuso está; quizás, sobre todo, en tanto fantasía, la fantasía sexual de la sumisión e incluso de la violación.

Digo “sobre todo” porque, en efecto, la película recupera un mito sobre los vampiros que es claramente un comentario sobre el consentimiento, la cuestión de la invitación: es sabido que los vampiros no pueden entrar a una casa sin que alguien los invite a pasar. De la misma manera, el conde Orlok (Bill Skarsgård, en esta encarnación de Nosferatu) necesita el consentimiento de Ellen para acostarse con ella: no puede, dice, hacerlo a la fuerza, sino que necesita que ella acceda a que él la destruya; es por eso que digo que lo que está en juego es una fantasía de violación y no una violación.

En cualquier caso, lo que me resultó más interesante que la discusión en sí fue la posibilidad de que existiera: que el lenguaje del tabú victoriano de la época hiciera posible un malentendido sobre el tema, en lugar de que la película tuviera una política sexual muy clara. De alguna manera, un vocabulario conceptual que hacía que el sexo no reproductivo (porque el sexo con un no-muerto, a diferencia del sexo con el marido, parece apuntar hacia afuera de la reproducción) estuviera vinculado con lo demoníaco y lo inmoral parecía, de todos modos, poder preguntarse por lo irrefrenable de ese deseo; en ese sentido, es un vocabulario que abre a la posibilidad de un claroscuro que el director Robert Eggers hace muy bien en subrayar sin desambiguar. Creo que este lenguaje es excelente para hacer pensar, justamente porque muestra los grandes dilemas de la vida, el amor y la muerte en una luz muy distinta de la de nuestra cotidianeidad; lo que no sé es si es el mejor lenguaje para dar miedo, me di cuenta de eso cuando alguien me preguntó si te quedás asustado.

Poco antes de ver Nosferatu vi La habitación de al lado, la última de Pedro Almodóvar. Es una película íntima y luminosa en la que, igual que en la más monumental Dolor y gloria, Almodóvar se dispone a explorar los problemas de la vejez de gente que se le parece mucho; hombres y mujeres artistas, con vidas intensas, que se encuentran de pronto con un oleaje que está cesando. La habitación de al lado, que cuenta la historia de una mujer que ante un diagnóstico de cáncer terminal decide que quiere elegir los términos de su muerte, es una película que inequívocamente toma partido en favor de la muerte digna. No significa que no tenga ambigüedades o contradicciones, aunque se vean mucho menos tirantes que las de Nosferatu: hay algo dulce y esperanzador en la decisión de Martha (Tilda Swinton), pero también queda claro que no es una elección que se tome con ni con toda la seguridad ni con toda la alegría.

Lo que me quedé pensando sobre todo es esto: La habitación de al lado da más miedo que Nosferatu porque allí la muerte no es un símbolo de nada. No es lo oscuro, ni tiene esa relación con la tragedia y hasta con el sexo que parece tener cuando una es muy joven, como la Ellen de Nosferatu. No tiene con qué producir intriga y fascinación. Es la muerte de quien ya casi no se acuesta con nadie, de los que están cansados, de los que se juntan con amigos a recordar la época de los altos contrastes. Es una como la que probablemente nos vaya a tocar, y todavía no se inventó ningún mecanismo más aterrador que ese.

TT/MF