Acerca de qué puedo escribir, le pregunto a mi hijo Ramón, un poco en broma, y él me responde serio y sin dudar, ‘sobre Merlo’. Por Merlo se refiere a la sierra, entiendo, de la que acabamos de volver. Aunque también hayamos estado particularmente en Merlo, un día, de visita, en la casa de mi amiga Sonia y su compañero y su familia ensamblada. En Merlo se compraron un terrenito, pidieron un procrear, les dieron el procrear, construyeron una casa con vista a la sierra, todo en más o menos dos años, velocidad récord digo yo, para que haya una casita donde había espinillos.
Cada vez que vamos, e intentamos ir seguido, las combinaciones con sus hijos van cambiando, de acuerdo a la edad. Esta vuelta, los dos del medio, el mayor de ella, el menor de Martín, su compañero, me llevan una cabeza y aunque estén lejos de ser adultos aparentan ser mucho más grandes de lo que son y hablan menos, se retiran, prefieren estar lejos de los adultos y evitar cualquier plan que nos incluya. Entonces Ramón pasa el rato con el menor de Sonia, que también le lleva tres cabezas pero tiene ganas de jugar y charlar con un niño, porque él mismo aún lo es, y tampoco le parece tan mal plan andarnos cerca, aunque más no sea por un verano más.
Este año, Camilo nos sorprende con trucos de magia que aprendió de un profesor que le da clases de cartomagia. Todos los trucos van acompañados de unas palabras, algo ensayado, una suerte de acto distractor: de algún modo lo más técnico de todo es poder hacer ese acto bien, esa performance, incluso mucho más que la habilidad de las manos al barajar. Los trucos le salen muy bien. Hay uno más osado que incluye tirar toda la baraja por el aire y “atajar” una carta entre dos dedos del pie, acción que está preparada desde antes con esa carta apropiadamente colocada entre esos dedos. Para ese truco pidió un mantel. La acción distractora le sale bien de todos modos, la baraja vuela, la carta aparece prensada entre los dedos, los niños en el público quedan fascinados. ¿Cómo la atajó? ¿Cómo atajó con los pies, justo la carta marcada? La magia se ha manifestado.
Visitamos a distintas personas en estas vacaciones en la sierra: la hermana de un amigo que vendió todo en Buenos Aires y se mudó con su pareja a una chacra en Las Tapias; una amiga, su pareja y su hijito que recientemente adquirieron una casa en San Javier y pasan allí meses en verano e invierno y reciben visitas en su ancho mirador; el amigo músico que también pasa sus veranos en San Javier y nos agasaja con una merienda regada de anécdotas. Otra amiga de amigos que también cerró todo en Buenos Aires y se mudó a Las Chacras, arriba de Villa de las Rosas, para que la hija le esté cerca al papá. Ella cuenta que no sabe si mandar a la hija a una escuela libre que organiza un suizo porque no es enseñanza oficial, así que no existe para el estado y teme que la niña quede colgada de una palmera en términos de educación, colgada de un espinillo, más bien.
En el monte de esta sierra todo muerde: las cortaderas, con sus hojas silenciosamente letales afiladas como cuchillos, las espinas de las acacias y los espinillos que perforan suelas y pinchan pelotas y bicicletas, los alacranes, las hormigas, los mosquitos, el calor. En este verano particularmente hablan de sequía, y de emergencia hídrica también. La dueña de la casa nos pide que no reguemos afuera, sí nos pide que le reguemos las seis plantas de adentro. Llueve algunas noches, ¿cuatro, tres? Una de esas noches es una tormenta de verdad, de mover chapas y tirar ramas, con algo de granizo también. Esa tormenta en particular hace que la mañana tenga rocío y esté un poco más fresca, las anteriores ya no habían dejado rastros de mañana. La dueña dice que de todos modos no alcanza eso, esta cantidad de agua. Nos recuerda que, aunque no lo parezca, esta es la temporada de lluvias. Que las napas profundas no llegan a recuperar. Que con esa cantidad de agua apenas se dan por regadas las plantas a nivel superficial. Una de esas noches, de mucho calor, algo raro para la sierra también, a esta altura del nivel del mar, los insectos comienzan a salir de sus madrigueras: tienen sed. Una araña de tamaño tarántula aparece en una pared por detrás de la cabeza de Valentina y su hija, ellas cambian de posición en la mesa: no vamos a importunar a la araña en su casa, tampoco nos vamos a sentar de espaldas a ella a comer. La habitación de Valentina es la más asediada por los insectos: está en la planta baja, junto al jardín, tiene piso y techo de madera. Ella termina durmiendo con su hija en la camita de una plaza, no le confía más a la que está al nivel del piso. En el monte es aconsejable no dormir a nivel del piso.
Casi todos los lechos de arroyos y riachos en esta zona, a la altura de los pueblos, están secos. Eso de todos modos no tiene particularmente que ver con la sequía, en general hay tomas de agua un poco más arriba para abastecer a los pueblos. Después, si el agua excede, la sueltan y va a las acequias o a los arroyos, aunque últimamente no exceda demasiado.
La dueña de casa es pampeana. Dice que vivió en varios lugares. Que después crió a sus hijos en la casa hermosa que ahora le alquilamos. Que después se separó del padre de sus hijos, que dividieron el terreno, que él vive con su nueva familia del otro lado del cerco, que ella se fue a vivir con el nuevo compañero más arriba en el monte, que uno de los hijos vive un poco más allá. Los que atraviesan todos los terrenos como propios son los perros: Zafira, Lolo, Bob. Todos son mezcla de otra cosa: un poco labrador, uno negrito de botitas blancas muy simpático y eléctrico, un gigantoto con cabeza de León. Y después otros más cimarrones, algo de galgo, algo de dálmata, algo de otra cosa más, esos más apaleados, de los que se asustan cuando unx se para, de los que roban hormas de queso de la cocina cuando la puerta queda abierta.
Hay una anécdota que recorre las vacaciones, que Ramón le cuenta al músico en la merienda en San Javier. Es la de la famosa frase “The dingo ate my baby” que aparece citada en la serie Seinfeld. Un matrimonio acampa en un desierto en Australia, su beba de 9 meses desaparece, la madre sostiene que un dingo, un perro salvaje, se lo robó. La justicia no le cree, están convencidos de que fue ella quien la mató, con el encubrimiento de su marido, va presa treinta años, la acusan de sicópata, treinta años después, yendo a rescatar a un andinista despeñado dan con el saquito ensangrentado de la bebé en una cueva de dingos, comprobado: había sido el dingo nomás. Por alguna razón la frase luego se tomó para la chacota, en parte por esa actuación tan graciosa de Elaine, pero la historia en sí misma es el horror y no sé por qué justamente esa historia planea por sobre nuestras vacaciones en la sierra, más allá de la fascinación de Ramón por las historias de terror, y si tuviera que arriesgar algo es quizás por la supremacía innegable de lo salvaje: un dingo, o una araña, nunca tienen intención de matar y eso lo hace ¿más o menos trágico?
Nosotrxs, en la sierra, le tememos a los insectos, no los conocemos. La dueña de casa nos dice “acá estamos rodeados de vida”. Yo digo que acaso estadísticamente muera más gente pisada por colectivos que mordida por una yarará. El temor, el pavor, es a lo desconocido.
En la casa de la hermana de mi amigo aparece una boa por entre unos leños, cerca de donde tienen el asador. Es gigante, de manchas. Le sacan una foto, se la mandan a un veterinario amigo, dice que esa no es venenosa, listo, a convivir.
Las abejas también tienen sed. Para que no mueran ahogadas en piletas, en algunas casas le arman bebederos en bañeras viejas o en contenedores. Tienen que tener alguna superficie para poder apoyarse y no caer. Estas que beben de esta bañera fuera de lugar vienen de una colmena a dos kilómetros, almacenan agua de a moléculas y las llevan a su colmena para enfriarla, bajarle la temperatura. Estas abejas están a cargo de eso y nada más. Van y vienen durante todo el día, dos kilómetros de ida, dos kilómetros de vuelta, con la carguita de agua.
A la mayoría de la gente que se fue a vivir a la sierra ya no le gusta la ciudad. Y suelen comentarnos a nosotros, a los que aún vivimos acá, lo fea y alienante que es, y lo mal que se vive ahí. Lo hacen sin temer herirnos, como si fuera una innegable verdad, universal.
A mi la sierra particularmente siempre me cautiva, sin embargo dudo que alguna vez pueda irme a vivir. A lo sumo fantaseo con poder pasar más meses por año allá.
Algo de la ciudad a mí me gusta, no es de alienada que vivo acá. Somos tanta gente junta. El mayor paisaje es el otro. ¿Por eso me gusta vivir en la ciudad? ¿Porque me gusta que la gente sea (el) paisaje?
RP