El ascenso de las derechas autoritarias en el hemisferio occidental es varias cosas. En primer lugar, se relaciona con una reafirmación del poder de los ricos y del mercado sobre el resto de nosotros y nosotras. Se nota en el entusiasmo con el que las abrazan los millonarios, comenzando por Donald Trump, por los que financian a VOX en España y por Elon Musk, que muestra tanto agrado por Milei como los magnates argentinos.
Pero el ascenso de las derechas autoritarias es también otra cosa: una reafirmación de ese proyecto político que llamamos “Occidente”, frente a los indicios de su franca decadencia. Milei arrancó su reciente discurso ante los millonarios de Davos con ese motivo: “Hoy estoy acá para decirles que Occidente está en peligro”. El peligro no sería otro que el que traen las ideas del “colectivismo”, que ponen en riesgo la esencia de lo occidental, que, en su visión, sería el capitalismo de libre empresa. Como si el socialismo, la socialdemocracia, el keynesianismo, que nacieron en Europa, no perteneciesen en verdad a Europa, sino a quien sabe qué mundo no-occidental y, por ello, extranjero.
La defensa de “Occidente” es también, por supuesto, el intento de apuntalar la supremacía del hombre blanco, intrínsecamente asociada a la identidad occidental. La derecha extrema “occidental” es, a su modo, una reacción de ansiedad y paranoia frente a la perspectiva de la pérdida de los privilegios que los pueblos blancos ostentaron hasta ahora.
La muestra de eso es el conjunto de obsesiones que comparten los referentes derechistas más conocidos. La primera es la preocupación por el ascenso de China, tema constante en los discursos de Trump, cosa entendible si uno es un presidente estadounidense viendo cómo otro país rival se convierte en la economía más grande del mundo. Menos comprensible resulta cuando se trata de Argentina, que no se juega el lugar de amo. Como vimos en estos días, el gobierno de Milei ofreció a Estados Unidos la posibilidad de instalar una base militar en la Patagonia, lo que sus militantes y periodistas afines justificaron activando una paranoia nacional por una supuesta base china en Neuquén que obviamente no es tal (es apenas un observatorio). Los que instalan la base militar son los estadounidenses, pero miedo hay que tener a los chinos. A cuento de que somos “occidentales” y nos gusta “la libertad”, Milei también se ha dado el gusto de maltratar a China en varias ocasiones, incluso anunciando que no promovería acuerdos comerciales con el que es uno de nuestros principales socios.
Otra obsesión compartida por líderes “occidentales” angustiados tiene que ver con la dificultad de controlar políticamente Medio Oriente, de lo que deriva esa súbita simpatía por los judíos o, mejor dicho, por Israel, imaginado como baluarte de la libertad y dique de defensa de “Occidente” en esa región. En este punto, no hay referente de la derecha autoritaria mundial que sobrepase a Milei, que no deja gesto sin hacer para congraciarse con la derecha israelí. Si Argentina no está en este momento en guerra, integrando una alianza bélica contra Irán, es posiblemente solo porque las potencias “occidentales” decidieron desescalar el conflicto. La penosa escena de Milei regresando anticipadamente al país para ponerse al frente de un “comité de crisis” (¿qué crisis? ¿de quién?), o de Patricia Bullrich, como siempre, proclamando su deseo de salir a los tiros (el motivo es lo de menos), indican que nos habrían llevado a la guerra de haber tenido la oportunidad. Ya lo hizo Menem en la Guerra del Golfo: parece que ya olvidamos las desgracias que eso nos trajo a los argentinos.
La relación de las derechas con la angustia por la posibilidad de la pérdida del predominio de los blancos se nota, finalmente, en la obsesión por demonizar la inmigración y las luchas antirracistas. En Europa es tema fundamental de los extremistas de ultraderecha, que imaginan que la oleada de inmigrantes de Asia, América Latina o África es parte de una conspiración para “reemplazar” a los blancos por una nueva población negra o marrón y, por ello, no “occidental”. Porque, se entiende, Francia no sería realmente Francia, Italia no sería realmente Italia, ni España España, si sus habitantes dejaran de ser predominantemente blancos.
En Estados Unidos, en cambio, el pánico étnico apunta a los avances del movimiento antirracista y a la propuesta de construir una sociedad “multicultural”. La derecha estadounidense detesta ambas cosas y avanza contra la enseñanza de visiones críticas sobre el racismo en las universidades y escuelas y, en general, contra todo lo “woke” (progre). Quema de libros incluida. En América Latina, salvo quizás en Brasil, lo que los obsesiona no son tanto los reclamos de los afrodescendientes como los de los pueblos originarios. En Argentina, se nota en la demonización constante a la que se viene sometiendo a los mapuches ya desde tiempos de Macri. El gobierno de Milei ha hecho varios gestos de ataque a los pueblos originarios, desde eliminar la sala que se dedicaba a homenajearlos en Casa Rosada, hasta promover –ya antes de la asunción del poder– la derogación de una ley que protegía a las comunidades indígenas de los desalojos, pasando por una reivindicación de Julio A. Roca y de su “Campaña al Desierto”. Nada menos. El desmantelamiento del INADI, la repartición pública dedicada a combatir la discriminación racial y de otros tipos, debe leerse como parte de esa misma avanzada, justo en un momento en el que una cantidad creciente de argentinos y argentinas recuperan su identidad indígena. Un referente libertario incluso se hizo eco de las teorías conspirativas del “gran reemplazo” de sus colegas europeos. Habrá que ver si prende en estas pampas.
Por ahora, las máximas autoridades del país se mantienen dentro de estas formas de racismo, digamos, implícito. De allí para abajo, en la militancia libertaria (lo mismo que en la macrista), abunda el racismo explícito contra indígenas, contra inmigrantes de países limítrofes y contra los “negros”/pobres. Hasta el momento, el propio Milei no ha apretado esa tecla. El foco de sus iras no son tanto los individuos insuficientemente blancos, como los movimientos que se proponen representarlos colectivamente y discutir la visión de una Argentina “blanca y europea”. Desde la cosmovisión liberal, el mensaje parece ser claro: el único camino válido para mejorar la condición de vida es el esfuerzo individual validado por el éxito en el mercado. Nada de organización antirracista colectiva. Nada de cuestionar la supremacía sistémica de los blancos. ¿Sufrís discriminación que te quita oportunidades? Esforzate más. Punto.
“Occidente” no es una región, ni una civilización: es un proyecto político. Es una narrativa asociada a la ideología liberal, que nos invita a imaginar que Europa y sus retoños en otros continentes son intrínsecamente superiores por haber sido cuna del capitalismo y de “la libertad”. No tiene nada que ver con los europeos o los norteamericanos de a pie, ni mucho menos con los latinoamericanos, que, al revés, padecimos y padecemos los prejuicios, la expoliación colonial y la violencia racial que nos trae ese proyecto. “Occidente” no está en peligro: los que estamos en peligro somos nosotros.
EA/DTC