Existe una pasión, triste por cierto, que atraviesa todas las relaciones: la envidia. Cuando digo que atraviesa, quiero decir que ninguna relación está a salvo de ella, en la medida en que la envidia irrumpe súbita e involuntariamente. No tiene que ver con si se quiere o no se quiere al otro, ni con los “valores” que alguien tiene, ni con la moral. Porque justamente el otro envidiado no es el otro en sí, sino lo que se le supone. Nadie está a salvo de ser embargado por la envidia, incluso alguien que se reconozca como no envidioso. Por eso pienso que no se trata tanto del ser envidioso, sino de cómo la envidia puede irrumpir y sorprendernos. Por supuesto que hay grados y por supuesto que hay personas que hacen de la envidia un combustible de su modo de estar en el mundo. Y estoy al tanto de que existen personas que no se alegran bajo ningún concepto cuando a los otros les va bien -incluso si a ellos mismos les va bien-.
Pero en todo caso, cuando la envidia irrumpe, no es algo voluntario ni es algo “manejable”. La envidia aparece ahí donde se le supone a alguien -que puede ser un hijo, una madre, un padre, un famoso, un amigo, una pareja, un colega, un par, un jefe, un empleado, un hermano, un X de las redes, etc.-, aunque sea un por un instante, un ser absoluto, un goce absoluto, un tener absoluto. La envidia se dirige menos a lo que alguien tiene, que a su supuesto modo de gozar de eso que tiene, se dirige al hecho de tener satisfacción. Y esa diferencia me parece crucial en la medida en que muchas veces se puede incluso tener lo mismo que el otro tiene y, aún así, experimentar envidia. El objeto de la envidia, entonces, no es la posesión de algo en particular, sino la suposición de un ser completo, sin fallas, consistente y gozoso: el otro tiene (y punto). José Luis Juresa señala que “en una sociedad en donde la consistencia del ser suele representarse por la posesión, la acumulación y el empoderamiento, la envidia es un sentimiento que puede aislarse con bastante frecuencia, en algunos casos de forma mucho más desenmascarada que otros. Así, las identificaciones, las representaciones del ser parecen ir deslizándose en un permanente lamento, no necesariamente explícito, sobre lo que falta, lo que no hay, lo que me ha tocado en suerte – siempre deficitario, siempre menos – lo que no suma, en definitiva, en una secuencia de situaciones que van desgranando una serie de identificaciones ligadas mucho más al quiero, que al deseo”.
Aquel que se consume en la envidia y es consumido por ella está detenido en la fascinación. Fascinado por eso que le supone al otro, queda entrampado en ese engaño y fijado en una imagen. Porque se trata de la lógica del espejo: el otro o yo. Por eso Florencia Abadi -El sacrificio de Narciso, Hecho atómico ediciones- sostiene que “lo propio de la envidia es la impotencia para la acción, la impotencia para realizar su deseo (...). La envidia es la marca de la diferencia que hace creer que alguien tiene lo que otro no tiene. Esa diferencia le otorga al envidiado la posesión de lo absoluto. Se envidia para creer que existe ese absoluto, que el deseo puede satisfacerse plenamente. La envidia sostiene la ilusión, protege al deseo velando el carácter constitutivo de su falta. (...). La envidia muestra el objeto de deseo al otro, pero para el envidioso sólo queda el de destruir o robar aquello que si el otro tiene (y no se convencerá de otra cosa) está ya perdido para él”. Impedido por las posesiones que le supone al otro, el sujeto de la envidia no logra habitar el deseo que tiene que ver con un objeto que es nada, “deseo de nada nombrable”, dirá Lacan -muchas veces puede suceder que un análisis suscite una especie de merma en el consumismo-. Por su parte, Lacan dijo: “Todos saben que la envidia suele provocarla comúnmente la posesión de bienes que no tendrían ninguna utilidad para quien los envidia, y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha. Esa es la verdadera envidia. Hace que el sujeto se ponga pálido, ¿ante qué? -ante la imagen de una completud que se cierra, y que se cierra porque el objeto a separado, al cual está suspendido, puede ser para otro la posesión con la que se satisface”. Suponerle al otro la satisfacción no hace sino hacernos mascullar odios, amasar resentimientos, tragarnos el propio veneno. El Otro sabe, el Otro tiene, El Otro goza: acaso tres ilusiones neuróticas que amplifican y resaltan la amargura y la frustración, el impedimento y el aplastamiento del deseo.
La envidia es la marca de la diferencia que hace creer que alguien tiene lo que otro no tiene. Esa diferencia le otorga al envidiado la posesión de lo absoluto. Se envidia para creer que existe ese absoluto, que el deseo puede satisfacerse plenamente.
Nombrar la envidia como “mal de ojo” quizás sirva como clave para pensar que se trata de un mal no sólo en el sentido de lo que hace mal, sino en el sentido de una focalización desenfocada, de un mal mirar, del engaño de la mirada. Abadi dice: “el carácter defectuoso de la visión envidiosa se constata en que idealiza (”magnifica“, dice Ovidio) y hasta delira, ya que supone en el otro un goce imaginado por ella, se crea a sí misma la fantasía de que el otro ha encontrado su objeto adecuado”. De la idealización a la envidia no hay más que un paso, un paso en falso.
En la envidia, el otro está en la mira de nuestras proyecciones o suposiciones. No estar advertidos de eso que le atribuimos al otro alimenta las pequeñas guerras cotidianas, las hostilidades del día a día. Las redes sociales, por ejemplo, son un generador constante de intercambios con personas que, la mayoría de las veces, no sabemos quiénes son: no conocemos su voz, sus tonos, sus gestos, etc. Entonces tenemos vía libre para atribuirles todo lo que nuestra fantasía pretenda. En ese punto, se va generando un tipo de violencia consistente en la atribución. Cada uno “decide” sobre el ser del otro y proyecta en él una especie de objeto ideal, que a veces se ama, otras tantas, se odia y muchas otras, se envidia.
También pienso en la expresión “envidia sana” y creo que esa adjetivación pretende algo así como mesurar la dosis de veneno que emerge para que no se convierta en chorro. Una envidia advertida como tal, confesable. Envidia por goteo, en pequeñas dosis, envidia al fin. Envidia sana es un oxímoron, no porque sea enferma, pero sí porque nos envenena.
Si bien la envidia y el resentimiento no serían estrictamente lo mismo, comparten, según creo, la exudación de amargura, la masticación de veneno, la rumiación hecha hostilidad. En Aquí yace la amargura. Cómo curar el resentimiento que corroe nuestras vidas -Siglo XXI editores-, la filósofa y psicoanalista Cynthia Fleury dice que “la cristalización de la amargura desemboca en resentimiento”. El resentimiento, en su dinámica de rumia, es “algo que se masca una y otra vez, con la amargura característica del alimento fatigado por la masticación (...). Se trata de revivir una re-acción emocional que inicialmente podía estar dirigida a alguien en particular pero con el andar del resentimiento, va creciendo la indeterminación del destinatario”. También dice que “el resentimiento nos conduce hacia este camino sin duda ilusorio, pero áspero, de la imposible reparación y hasta de su rechazo. Es evidente que hay reparaciones imposibles y que obligan a la invención, a la creación, a la sublimación”. Invención, creación y sublimación, de eso también se trata un análisis. Sobre todo de eso. Un análisis es una apuesta y, sigue Fleury, “hay que ver despuntar el resentimiento en el horizonte para comprender la apuesta de una subjetivación que se libra de eso. Creo que en la cura analítica, esa apuesta es la más sustancial de todas”.
Deponer la mirada fascinada, como quien depone las armas, sea acaso una pista para inventarse una vida en la que la suposición del ser del otro no esté puesta en la mira. Inventar un espacio que no está hecho, hay que hacerlo. Agujerear el supuesto ser del otro y el concomitante ser - en - menos propio, hacer caer todas esas capas de suposiciones, de atribuciones. No es posible hacerlo del todo y para siempre, pero el análisis es un ejercicio y una experiencia para bajarle el tono a la estridencia de lo que suponemos consistente: pasar de la estridencia del tener, al susurro del lenguaje; del ruido del ser, al sonido de lo inaudito. Porque analizarse es encontrarse con que la existencia está agujereada, es disolver espejismos, es enterarnos de que no hay deseo, sino en la medida en que haya agujeros por donde pasar a través del espejo.
AK