Mostrador Psi

23 de mayo de 2023 09:59 h

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Madres y padres contando intimidades de sus hijos, docentes contando intimidades de los estudiantes, médicos contando intimidades de los pacientes, amigos contando intimidades de los amigos, directores de tesis contando intimidades de los tesistas, ex parejas contando intimidades de sus ex, psicólogos y psicoanalistas contando intimidades de los pacientes. Lo que estas escenas de la vida cotidiana actual tienen en común es el ejercicio abusivo del poder, en pos del lucimiento personal. Lo que estas escenas de la vida cotidiana actual tienen en común es la puesta en acto del patetismo de la pretensión de tener, de la euforia de la mostración de ser. Acaso sea un mal de época: aquello que se establece en un pacto implícito -o incluso explícito- de intimidad se rompe unilateralmente, exponiendo al otro sin su consentimiento. Se hace del otro un objeto expuesto -como quien dice una fractura expuesta- a la vil arena de lo público.

La primera columna que escribí en este diario fue acerca de esto mismo, y luego escribí varias más. Porque, como dijo Martín Kohan hace poco, “las cosas no cambian cuando nos cansamos, cuando nos aburrimos, cuando cambiamos de tema; nos cansamos, nos aburrimos, cambiamos de tema, y las cosas siguen ahí, intactas, como si nada. La verdad nos fatiga a veces, pero no por eso deja de ser verdad”. Me importa mucho seguir pensando, sobre todo, la forma en la que la vulneración de la intimidad sucede entre algunos “profesionales psi”. Si bien las redes sociales han configurado un nuevo escenario para la mostración, con reglas y dinámica propias y hasta una nueva subjetividad -recordemos la lectura pionera que hizo Paula Sibilia en 2008 en La intimidad como espectáculo, editado por FCE, y ese gran título del primer capítulo “El show del yo”-, lo cierto es que mostrarse obscenamente no es nuevo en lo que al ámbito psi se refiere.

La pregunta por cómo empezar a atender pacientes cuando recién nos recibimos es un interrogante por el que hemos pasado todos. Pero una cosa es preguntarse por los inicios de la práctica y otra, muy distinta, es creer que para que ello ocurra es preciso darse a ver. Hoy parece que hay que exhibirse en Instagram porque “todo pasa por ahí” -sin advertir que lo que uno hace ahí puede tener usos diferentes -no se trata de IG sí o IG no-. Sin advertir la diferencia entre mostrarse y publicar, por ejemplo, lo que uno hace-. Exhibirse a sí mismos: armar la vidriera cual si fuéramos un objeto a consumir. Adornarse para llamar la atención. Imposturas, infatuaciones, figuración y exhibición; “hay que saber venderse”, hay que montar el mostrador para despachar la imagen de sí hecha mercancía: ¿qué tendrá que ver eso con la práctica del psicoanálisis? La práctica del psicoanálisis es todo, menos estar sujetos a una imagen. Es todo, menos algo sostenible por medio de una imagen. A más obediencia y servidumbre respecto de la imagen de sí, menos posibilidades de escuchar a otro, menos posibilidades de abrirse al mundo inédito que se funda en un análisis. Se trata de pasar del alguien al algo, sólo en ese pequeño pasaje es posible inaugurar una intimidad inédita, la del análisis.

Hace muchísimos años, cuando no existían las redes sociales, existían, sin embargo, otras formas de exhibición, del empuje a mostrarse. Imposturas hubo siempre. Y entonces, una frase que se repetía sin cesar -capaz hoy se sigue pronunciando, pero por suerte no estoy rodeada de gente que piensa así- era “hay que circular”. Circular por los congresos, entre las personas, mostrarse, empilcharse bien, ponerse encima la imagen de psicoanalista. Y así era como se creía que se “conseguían pacientes”. Cómo conseguir chicas, diría Charly García, cómo conseguir pacientes, dicen los desesperados por tener -porque no estoy hablando de la necesidad de trabajar-. Siempre me resultó detestable esa manera. La idea de que la cosa pasaba por ahí. Por estar en los lugares y estar de determinada manera. Por dedicarse a cultivar el perfil alto, hacerse notar. Siempre me resultaron un poco aparatosas las personas que sobreactúan “tener pacientes”; siempre me resultó graciosa esa expresión “estoy entre paciente y paciente” (como si toda la vida de un analista no ocurriera entre paciente y paciente). Me acuerdo que una vez, en mis inicios, fui a supervisar con una analista que me parecía interesante en sus modos de leer. Atendía en un piso segundo al que se accedía por una escalera antigua: larga y pesada. Y al bajar hice un comentario muy de mi estilo fiaca para la actividad física: “uy, subir y bajar todo el día”. Ella se puso seria y me contestó “no hace falta que suba y que baje, el paciente que sale le entrega la llave al que llega”. Me mostró que “tenía” muchos pacientes, uno detrás del otro. Me acuerdo de que esa fue la última vez que fui. Desde siempre me resultaron patéticas las imposturas. Tener pacientes, tenerlos, sostenerlos, agarrarse de ellos, del tener. A veces, cuando veo pasar a los exhibicionistas, creo que no se trata tanto de mostrar que “tienen” pacientes, sino que en esos casos es al revés: algo los tiene a ellos. Los tiene agarrados una imagen. El lastre de la imagen de sí.

Me gusta cómo lo dice Guy Le Gaufey: “La imagen de sí: ¡qué deliciosa esclavitud, qué preocupante felicidad y, sobre todo, qué carga! Pero también ¡qué angustia si imaginamos sólo por un instante que puede dejarnos! Le declaramos la más intestina de las guerras, amorosamente reafirmada a partir de cualquier tregua duradera”. La imagen: esa servidumbre ¿voluntaria? Lacan dice: “sólo el psicoanálisis reconoce ese nudo de servidumbre imaginaria que el amor debe siempre volver a deshacer o cortar de tajo”. El mostrador representa a las personas que están mirándose al espejo todo el día, midiendo su imagen. El detalle lamentable es que esas posiciones no son inocuas, sobre todo para aquellos que les confiaron su intimidad. Muchas personas de las nuevas generaciones de psicólogos ya salen de la facultad con el chip del espectáculo de mostrar cuestiones íntimas del consultorio en las redes. No es exclusivo de las nuevas generaciones. Solo que en ellas es automático y bastante penoso. Como si ejercer y mostrar fueran un mismo gesto. Tratan como objeto a los demás, pero ellos mismos son también el objeto de esa mirada que tienen encima. Como dice Barthes: “La «vida privada» no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender”.

“La gestión de sí como una marca”, dice Paula Sibilia, y otra vez me pregunto qué tendrá que ver eso con la práctica del psicoanálisis. Y no porque pretenda que el psicoanálisis está fuera del mercado, sino porque pretendo que el discurso del psicoanálisis produzca ciertos antídotos y resistencias a esa lógica. Puede que haya quienes caigan en la trampa de lo que se muestra, de lo que se ofrece como mercancía, pero la trampa termina impidiendo el encuentro transferencial. Me gusta pensar que si las apariencias engañan, el primer engañado es el que aparenta.

La transferencia no tiene que ver con los modos en los que alguien se da a ver: al igual que en el amor, no somos deseables por lo que nosotros creemos. No se trata de mostrar, ni se trata de figurar, ni de circular. La fascinación casi siempre es un impedimento. El texto de Sibilia está vigente y el desafío está vivo: “Por eso, quizá la verdadera megalomanía y la mayor de las excentricidades contemporáneas deban encontrar su camino en esa resistencia aparentemente humilde a las tiranías de la exposición que todo lo degluten para convertirlo en espectáculo. En una sigilosa búsqueda de la riqueza que puede haber en lo indecible y lo inmostrable, y quizá también en otras formas de creación que logran burlar los imperativos de lo exponible, comunicable y vendible (...). Generar cortocircuitos capaces de hacer estallar tanta modorra auto celebratoria para abrir el campo de lo pensable y de lo posible y para crear nuevas formas de ser y estar en el mundo”.

En lo que al ejercicio del psicoanálisis se refiere, no se trata de vida privada solamente, sino de vida íntima. La irrupción de la transferencia es, ella misma, la cifra del desquicio, de la descolocación y de la sorpresa; de la desorientación y de la dispersión; es esa flecha que agujerea la “inefable y estúpida existencia”, y que nos saca de la narcotizante mismidad. Y es ahí que creo que lo otro del narcisismo, de la infatuación, puede pensarse a partir del don, de la transferencia; ese don de amor que ensaya otra respuesta: “el dominio del no tener”, dice Allouch. Quizás ese sea un nombre posible para el lugar del analista. La transferencia es la cifra del desarreglo de la imagen de sí. Creo que la práctica del psicoanálisis sólo ocurre en la medida en que se está dispuesto a eso, a dejar caer esa imagen.

Alguna vez Freud dijo que la actividad psicoanalítica es difícil y exigente y que no admite ser manejada como “las gafas que uno se pone para leer y se quita cuando va de paseo”. Hay personas -que se autodenominan psicoanalistas- que van de paseo y olvidan los anteojos con los que se lee la práctica del psicoanálisis; ahí van, de acting en acting. La pretensión de ser y de tener los obnubila de tal forma que pasan a transformar la vida íntima en un set de televisión. Como en ese capítulo de Seinfeld -The Merv Griffin show- en el que Kramer arma uno en su casa (capítulo sugerido para esta columna por Juan di Loreto) con los restos encontrados -como el propio ser- en el basurero del Otro. Pero la utilería pasada de moda y olorienta, no les impide, sin embargo, posar, sobreactuar, copiar los gestos de los presentadores, hacer de la vida un show y preguntar, cada tanto “¿dónde están la cámaras?”

AK