Un neonazi es un aspirante a nazi o un nazi vegano al que la faltan recursos materiales -en el sentido de militares- para ejecutar su voluntad de sometimiento y exterminio de lo “inferior” en base a delirios de superioridad racial. Se diría que un neonazi es un nazi naif que sostiene su felicidad existencial en observar los actos nazis allí donde sucedan, bajo el ánimo simpático de la perversión. Por lo que no es un nazi de hecho sino de derecho.
En esta línea de recreación de los maravillosos sucesos de época que se vienen sucediendo, el saludo de Elon Musk en la asunción de Donald Trump es, apenas, un saludo neonazi, calculado para despertar la tormenta de interpretaciones que se está dando. Y, en tanto neonazi, Musk es también un neonazi con ciertas especificidades. Es un freakneonazi, un milloneonazi y un tecnoneonazi que, desde la cima de su fortuna -la máxima obtenida por un terrestre- no alcanza a ver la escala humana de la vida, de la que se desprendió como un globo de helio.
Musk tiene cosas de científico loco, de tirano antiguo y de artista de conceptos, pero algunas hilachas sucias que cuelgan de su misteriosa biografía nos dicen que es medio bobina. Pasa seguido con algunos “genios”. En su caso, si avistamos la traza de su actividad familiar, se observará un paisaje futurista rancio.
De sus once hijos, al menos uno fue florecido en vientre subrogado y siete fueron fabricados más que concebidos en probetas, por tandas de a dos y tres; y el último, un teslita modelo 2022, a cuya madre no permite que lo vea, responde al nombre de Tau Techno Mecanicus, que es como si en la Argentina alguien se llamara Ford Ranger XLT.
Sus hermanitos de chip X AE A-12 (en honor a la IA, el amor y la sigla de un avión) y Exa Dark Siderael no van a la zaga de la imaginación paterna, que se mueve en forma constante hacia la distinción, insuflada por una seguidilla de pedos mentales.
La vida de Musk es la versión no conservadora de “el que tiene plata hace lo que quiere”, incluyendo el despliegue de una imaginación que tiene menos calidad que poder de ejecución. Por ejemplo, compró X para franquear la incontinencia expresiva de sus usuarios de carne y de cartón pintado y darle a su comunidad un perfil de red cloacal. A su favor, en cuanto al uso que le da, hay que decir que la relación con X no es obligatoria. En contra, se dirá que compró un bife ya hecho, y hasta un poco abombado.
Tesla ¿es una genialidad? El Ford T es de 1908, y ya venía con ruedas, suspensión, volante, cilindros y frenos; y el coche eléctrico de Thomas Parker es de 1895. Como dijo Macedonio Fernández, el mundo fue inventado antiguo. Lo que hace Musk es pescar en la Pelopincho de las ideas la inminencia de la transición energética, y encaminar su inversión de riesgo hacia lo más seguro.
Se dirá: pero el “genio” fabrica cohetes en Space X. Está bien, tranquilos, no se sulfuren, astronautas libertarios. Konstantín Tsiolkovski diseñó la primera nave autopropulsada con el objetivo de imaginar viajes interplanetarios en 1902. Por lo que quizás sea más “genial” en Musk su pulsión de pionero subterráneo, a la que le hace honor The Boring Company, la empresa de excavaciones que creó con el propósito de diseñar sistemas de transporte público subterráneos, desplegados en marañas de túneles. Un delirio del que no logra convencer del todo a los gobernantes -aunque algunos ya cayeron en la trampa- debido a que las excavadoras son muy bonitas (una se llama “Godot”, en honor a Samuel Beckett) pero no previenen las dificultades que se presentan inesperadamente y retrasan y encarecen las perforaciones en porcentajes muy altos.
En términos de modelo de progreso, Musk es más bien un contratista del Estado con disfraz de self made man. Y si bien puede censurarse de su biografía el capítulo en el que se escribe su fortuna de origen para que su figura de beduino cabalgando en los desiertos del capital sea más épica, no es fácil ocultar que cuando vendió su parte de PayPal en 2002 por U$S 180 millones, consiguió U$S 5.000 millones del Estado para desarrollar sus negocios, como por ejemplo el de Space X, donde puso U$S 100 millones y la NASA U$S 1600 millones.
Lo que verdaderamente impresiona de Musk, dado que no podría hacerlo su capitalismo híper subsidiado ni sus provocaciones de Último Primer Día de clases, ni su creatividad más bien mediana, es la cantidad de plata que tiene.
Esta breve e insuficiente descripción tal vez alcance para considerar que, en las malas, la fortaleza de Musk podría ser capaz de actuar en su propia defensa. Sin embargo, el presidente Javier Milei lo vio débil y atacó con un tuit babeante de servilismo a quienes le dieron a Musk el rótulo de nazi por su saludo neonazi.
Milei salta a defenderlo con un gesto que tiene algo de mascota de guardia, lo que abre una pista analítica en dirección a la identificación del presidente con los perros, de quienes parece extraer su modo de hablar y escribir “como si” ladrara.
El Presidente dijo de Musk que haber comprado X fue “uno de sus grandes aportes a la historia de la humanidad”, y que “Elon no está solo”; y mencionó a “nuestro querido Donald Trump” y “al wokismo internacional”. De ese alambique de ira se destila una prosternación oral a dos manos, su idea cada vez más consolidada de que la red cloacal X es el mundo en el que verdaderamente vive y la sombra nerviosa del pequeño Agustín Laje, divulgador hispanoladrante del concepto de “wokismo”.
Unas horas después de salvarle la vida a Musk con un Tweet, fue justamente el “wokismo” el eje alrededor del cual giró como un molinete el discurso de escolar olfa que Milei dio en Davos con su inquebrantable voluntad de promocionarse como autor de un mundo nuevo. De hecho, el género de su ponencia no es tanto la exposición de foro como el trabajo práctico, en este caso un trabajo practico nocturno, echo a las apuradas, voluntarioso y logorreico, con tres invocaciones seudo ensayísticas: una cita de Winston Churchill bastante flojeli («Cuanto más para atrás miremos, más lejos podremos ver hacia adelante»), una alusión a la bazofia ilegible de Ayn Rand, La rebelión de Atlas Ayn, cuyo valor literario es cero, y una referencia a sí mismo (“Como suelo decir en mis ponencias…”).
La pieza es una lectura paranoica de un mundo que de ninguna manera existe en los términos oscurantistas en que se lo describe, alucinante, con enunciados grandilocuentes surgidos de los yacimientos de la superstición. Habla del “desvío” de Occidente respecto de sus objetivos iniciales, que hay que restaurar, y de la supuesta superioridad de Occidente, y del “espíritu pionero que hoy se ve representado entre otros por mi querido amigo Elon Musk, que injustamente ha sido vilipendiado por el ”wokismo“, en las últimas horas, por un inocente gesto que lo único que significa es su gratitud con la gente”.
La lamida de las Nike Air Jordan 1 de Musk no tiene fin, para plantear las cosas delicadamente en términos de zapatería. Pero esa y otras digresiones de su ponencia en Davos no representan su verdadero espíritu. Tampoco lo representa el loop “antiwokista que tiene el ritmo de las cachetadas de loco”. Ni siquiera sus sapucais homofóbicos. El verdadero contenido de esos párrafos sórdidos, sedientos de venganza e infectado de promesas de privaciones hasta la inexistencia de lo que no les gusta a los pioneros de la antigüedad, lo que queda fijado en el discurso tanto por su modo de tirar la piedra como de esconder la mano, es la repugnancia de lo femenino. Vamos a decir: la línea amorosa constitutiva de lo femenino.
Si se pudiera adivinar el redactor fantasma de la ponencia de Davos del presidente Milei, o al menos su espectro inspirador, los oráculos del lenguaje apuntarían sus dedos al pequeño Agustín Laje. Es cosa del pequeño Laje la obsesión por el “wokismo”. Es él, más que otros, el importador a granel del término y sus derivados, del que viven sus libros carromatos. Y si el pequeño Laje es el “antes” de Davos, el abogado torturista Nicolás Márquez es el “después”. Porque por lo que se vio, fue Márquez el que desarrolló al día siguiente la idea de la peste “wokista” sembrada en Davos, concentrándose especialmente en el desprecio a las mujeres, sobre el que se explayó ante la momia de LN+ que lo entrevistaba: “Nadie mata a una mujer por el hecho de ser mujer; uno puede matar a una mujer por infidelidades, por enconos personales”.
Ese fue el vermú. El trago ardiente fue cuando, una vez más, salió a las pistas con su cuestionamiento neurótico de la autopercepción (como si la autopercepción fuese una experiencia inequívoca y exclusivamente biológica), y dio un ejemplo de autoincriminación: “Yo que tengo 49 años y quiero tener sexo con un menor de ocho, me auto percibo de ocho años, total lo que prevalece no es mi realidad biológica”. Qué raro ese razonamiento de idiota viniendo de un ser superior. ¿Cuál es la lógica en la que se basa su inteligencia para reducir por principio la experiencia de autopercepción a un acto delictivo?
Márquez y Laje, por nombrar sólo a dos intelectuales del espacio ideológico de gobierno (hay muchos) tienen en común las baterías libidinales demasiado cargadas. El combustible “seco” acumulado puede que sea el del sexo reprimido que al no canalizarse produce microfisuras en las paredes de la contención, y fugas de alta presión, casi rayos de gas sexual que contaminan el ambiente público. Se los ve desestabilizados, cazando putos y mujeres como quien caza mariposas.
En una guerra contra estos ejemplares, verdaderas torres de alta tensión emotiva y auto represión, si yo fuese asesor del ejército “woke” (en el que jamás me alistaría, dicho sea de paso), le recomendaría que en una batalla final lanzaran mujeres, incluso de utilería, al modo de granadas y bombas molotov. No queda nadie.
JJB/MF