ENSAYO GENERAL

El narcisismo de las pequeñas diferencias

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Me entretengo a veces pensando en cuánto de nuestras convicciones es puramente casual. Qué cantidad de cosas llegamos a pensar, o qué debates llegamos a entender como fundamentales, solo en virtud de circunstancias azarosas. Opiniones que pensamos que nos configuran por completo, que nos son centrales e identitarias, y sin embargo se originan en algo que hubiera sido muy distinto si hubiéramos nacido en una casa a dos kilómetros apenas de la que nos tocó, o dos años antes, o dos años después. En general es mucho más fácil ver esos sesgos en los demás que verlos en una misma, pero algunos de los que yo tengo me resultan bastante evidentes. Esta semana pensaba en uno de ellos.

Entré a la carrera de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires en 2008, el año del conflicto con el campo y del renovado interés por la política agonal. Por una conjunción de factores políticos y académicos, entonces, el tiempo que pasamos mis compañeros y yo discutiendo si tenía más razón Habermas o Laclau debe haber sido excesivo. Y quizás por haberle dedicado tanta atención a ese debate en esos años tan definitivos para mi formación intelectual es que no puedo evitar ver a casi cualquier evento en esa clave.

Quizás soy anticuada por decir esto, pero lamento mucho que esa conversación haya quedado en el olvido. Para hablar de conceptos y no de nombres, me refiero al debate sobre la importancia de resaltar los conflictos o la de subrayar los acuerdos. Más allá de los textos, recuerdo que en esa época empezó a circular mucho una versión del agonismo que reivindicaba la agudización de las contradicciones entre gente de todos los partidos y extracciones: la idea de que la política era fundamentalmente conflicto, y de que lejos de intentar ir contra esa pulsión de violencia había que reconocerla y abrazarla, reivindicarla incluso, y ocuparse nada más de configurar bien a los amigos y los enemigos.

El debate pasó de moda, sí, pero porque el triunfo cultural de esta visión fue casi total: tanto por izquierda como por derecha, hoy no solo nadie parece pensar que la política pueda construir consensos o que alguien que tenga una perspectiva que reivindique eso pueda ganar una elección; casi que ya nadie le encuentra ni siquiera ventajas a esa visión. Pasamos de pensar que construir posiciones comunes es difícil a considerar que es imposible, y de ahí, sin escalas, a pensar que ni siquiera es deseable.

Esto puede sonar teórico, pero yo veo muy concretamente en la política que nos rodea, tanto en Argentina como en el mundo. Se ve, incluso, en esta versión exaltada que vivimos del narcisismo de las pequeñas diferencias. Ahora no solo los antiperonistas no quieren tener nada que ver con los peronistas (y viceversa), sino que los ex macristas que ahora son mileistas (lo mismo se puede ver al interior del Partido Demócrata norteamericano, por caso, entre demócratas clásicos de centro y demócratas de izquierda) odian furiosamente a los macristas, y los peronistas anti progresistas que hace dos minutos eran progresistas dedican más energía a la lucha contra lo woke que a cualquier otra causa más noble. Nadie quiere seducir a nadie, ni siquiera para ganar: nadie quiere los votos de nadie que se le diferencia por un milímetro. Pareciera que todos dan por hecho que no hace falta acercar posiciones ni convencer: hay que ganar a toda costa, y ganará el que se muestre más fuerte e intransigente, quien se muestre como una versión más pura y exagerada de sí mismo, no quien se muestre dispuesto a conversar.

Pienso que todo este regodeo verbal en la violencia suele llegar a su reducción por el absurdo cuando la violencia efectivamente se impone, como sucedió el miércoles pasado. De pronto, ante las imágenes de un policía apuntando con balas de goma a la cabeza de una persona desarmada, que no presentaba ningún peligro ni cometía un delito en flagrancia, las canchereadas resultan insoportables. La idea de que da todo lo mismo, de que da igual si compartimos algunos valores mínimos con los de enfrente, lo importante es ganarles y el mientras tanto a otra cosa, se evidencia tan ridícula como es. La relevancia de construir ciertos consensos mínimos, de que el periodismo se comprometa con un análisis de los hechos y un respeto de los derechos básicos (como hizo el diario La Nación en su cobertura del disparo contra Pablo Grillo), deja de parecer una cuestión estética o una preferencia tibia para convertirse en lo que siempre fue: un asunto de vida o muerte.

TT/MF