Estoy leyendo maravillado Cada uno por su lado y Dios contra todos, una autobiografía de Werner Herzog y me puse a pensar las veces que en mi vida apareció Herzog en persona, como recuerdo o como significante. La primera vez fue cuando cursaba filosofía. En ese entonces yo pensaba que la filosofía era el amor por la sabiduría, como bien podría escribirse a la manera de grafiti en esos sobrecitos de azúcar que transmiten frases contundentes. Pasé directo del secundario a la universidad y lo primero que me impactó era el desorden que había en ese edificio de Filosofía y Letras. El secundario me resultaba algo ordenado, acá tenías que correr a anotarte en teóricos y prácticos. Había miles de profesores, las clases se daban en la calle, o en el edificio del Hospital de Clínicas a veces muy tarde en la noche y todos mis compañeros eran gente nueva. No conocía a nadie. Ninguno de los amigos del secundario ni mis amigos del barrio me acompañaron a practicar el amor por la sabiduría. Me dejaron solo, me cortaron las piernas. Mi mamá, incluso, estaba absolutamente en contra de que estudiara una carrera que no producía dinero y que encima, como decía “me iba a calentar la cabeza”.
Así que tuve que inventarme una personalidad. Me mostraba interesado en todo lo que fuera sofisticado, culto, hermético. Uno de esos días mis compañeros de estudio decidieron dar en una de las aulas una película de Werner Herzog. Era clave, me dijeron, verla y entenderla. La película se llamaba Corazón de cristal y hablaba sobre un tipo que soplaba cristales y que muere antes de pasarle a alguien los secretos de su técnica y amenazando a la pequeña comunidad a la ruina ya que no habría más sopladores de cristales para hacer artesanías en vidrio. El problema era que la película no tenía un orden lineal –tenía algunos tramos de narración– y abundaban escenas que parecían cerrarse sobre sí mismas sin explicación. Por supuesto, como en todas las películas de Herzog que iría viendo después –esta es de 1976– la naturaleza salvaje o domesticada estaba en primer plano, era uno de los personajes del film. El otro obstáculo era que los actores estaban todos hipnotizados y se movían como zombies haciendo una película muy lenta, granulosa, infumable. No sé si Herzog también estaba hipnotizado mientras filmaba. Por supuesto, cuando terminó ese calvario, les dije a mis amigos que era una obra maestra.
A comienzos de los noventa, mi hermano Juan me mostraba unas fotos que había sacado en un set de filmación donde estaba trabajando. Formaba parte del equipo de Ya no hay hombres, un film de Alberto Fisherman en el que actuaban Georgina Barbarossa y Giuliano Gemma. El argumento de esta película es más o menos así: una mujer decide construir un hombre ideal en la cabeza y se sorprende cuando éste aparece en la vida real. Algo parecido, pero con una chica, pasa en la primera novela de Philip Larkin, Jill.
En una foto del rodaje de esta peli de Fisherman, mi hermano y una amiga estaban con un tipo rubio. Para ese entonces yo ya había visto Fitzcarraldo; Aguirre, la ira de Dios y El enigma de Kaspar Hauser de Herzog. Y creo que había leído Caminar sobre el hielo, un diario del director alemán donde decide andar un trecho larguísimo desde su casa hasta donde vivía una amiga que se estaba muriendo. Herzog pensaba que en el caminar en condiciones elementales y hostiles, durmiendo donde lo agarrara la noche, existía una posible cura para su amiga. Herzog sin duda cree en el poder simpático de la magia como potencia de narración, como teoriza Borges en el arte narrativo y la magia. “¡Este es Herzog!”, le dije a mi hermano. Pero él no tenía ni idea, para él era sólo un extrajero muy buena onda que pasó por el rodaje de Fisherman para saludarlo. Herzog estaba en Argentina porque había rodado Grito de piedra en la Patagonia, una película sobre la vida y el ascenso de un alpinista. La película después le pareció floja y no suele citarla en su filmografía.
Volví a ver a Herzog en una película de Tom Cruise donde el genio de la cienciología personifica a Jack Reacher, un personaje de novelas policiales. De golpe, aparecía el jefe de una oscura organización criminal que obligaba a un solplón a que se cortara los dedos él mismo, para no tener que matarlo. Le pasaba una tenaza y el tipo lo hacía. El jefe era Herzog en un papel memorable. Sobre todo porque el alemán es un tipo divertido, amable en la vida social. Lo conocí en un festival en Suiza. Éramos varios los que estábamos charlando con él y recuerdo lo que contó: “Durante la guerra mi mamá no tenía para darnos de comer, y yo y mi hermano estábamos llorando y pidiéndole comida. Ella nos dijo: Hijos, si pudiera me sacaría una costilla y se las daría, pero no puedo. Entendimos. Desde ese entonces no soporto la gente que se victimiza y lloriquea”.
Pienso que Werner Herzog es un escritor y un director extraordinario. Tarde, pero llegué por mis propios medios o por mis propios miedos. Sin dudas cree en Dios, pero su Dios es bastante parecido a Klaus Kinski, un actor célebre por querer tener sexo con todo el mundo, gritar desaforadamente e insultar al que se le cante. Un Dios parecido al del Viejo Testamento.
FC/DTC