Vamos en dos autos, en el mío están mis dos hijos y mi ahijado Baltasar. En el otro, que va adelante y al cual seguimos, van María, Santiago y sus hijos. Paramos varias veces en la ruta para ir al baño, almorzar lo que llevamos en tuppers y en una pequeña heladerita naranja con la tapa blanca. La heladerita es de María y ahora está apoyada sobre el césped en la parte de atrás de una estación de servicio donde improvisamos un picnic. Podría escribir un poema objetivista sobre la heladerita naranja con la tapa blanca que está húmeda por el frio que contiene y que la moja cuando sacamos las bebidas, al lado de dos perros marrones, de razas desconocidas, perros que parecen una antología sincrética de miles de cruces y que son de la estación de servicio y se acercan para ver si pescan algo de morfi. Tanto depende de esta heladerita húmeda por las gotas al lado de estos perros marrones. Llegamos a Beautiful Mont después de manejar durante nueve horas.
Uno de los días caminamos hasta el faro para ver si lo podemos subir, pero está prohibida la entrada a los turistas. El faro de Bautiful Mont se activa cuando cae la noche (como esas lámparas automáticas, padrino, me dice Baltazar) y larga ráfagas de luz sobre la playa. Baltazar tiene diecinueve años y parece, por el corte de pelo, un jugador de las inferiores de River. Nosotros sentamos nuestros reales en una parte de la playa a la cual la antecede un cartel que dice: “A partir de acá no hay guardavidas”. En otros lados tampoco hay guardavidas, parece que echaron a muchos y los despedidos hacen una manifestación en el tramo que une Bahía Blanca con Beautiful Mont y lentifica la entrada de autos que vienen para Año Nuevo.
Las playas del centro están llenas, pero acá la arena marrón es fresca por el agua y picante por el sol. La playa es ancha y podemos ver la caída del sol, la caída de los grandes mitos, la caída de mi hijo desmayado después de un largo día. Durante el día voy a estar expectante viendo cómo mis hijos se meten en el agua, soy su bañero estresado y particular. Nuestro amigo Gustavo, -nuestro anfitrión- nos dice que hay un dicho que dice: “Cuando el agua pasa el ombligo, hay que acercarse a la playa porque el mar es peligroso”. Me dicen que las aguavivas –que no hay y no habrá en toda la semana que estaremos- nadan contra la corriente en los días de mucho calor. Me acuerdo del comienzo de la novela autobiográfica El Sótano, de Thomas Bernhard, donde el joven narrador decide trabajar en un almacén y así “dirigirse en la dirección contraria” de la vida que esperaban para él.
Con Maite, la hija de mi amigo Gustavo, que empezó a hacer karate hace seis meses, nos ponemos a practicar katas en la playa, hacemos las primeras, que son las que ella sabe hacer. La Heian Yodan. Le enseño también la Heian Nidan. Me doy cuenta de que después de dos años de inactividad por el Covid, me olvidé algunos movimientos. En definitiva, tengas el cinturón que tengas, sos un eterno principiante y eso me encanta. De hecho el cinturón negro es una convención de los japoneses para venderle el karate a los occidentales. En karate, originalmente, el cinturón era lo único que no se lavaba y por eso después de mucho tiempo de práctica se ponía negro.
Santiago quiere comer pescado y lo acompaño a un lugar donde los traen frescos. Mientras caminamos hacia el lugar, me dice: “Me arrepiento de haberte regalado esa edición de Poeta en Nueva York de Lorca”. Ya es tarde, le digo. Nos reímos. El arrepentimiento es un sentimiento raro. Creo que sólo sirve si lo podés capitalizar en no repetir conductas que te hicieron sentir mal. O te dieron culpa. La culpa es una mierda pero, si no existiera, el mundo sería un lugar horrible, como los programas de Tinelli, esas versiones argentas de Los Juegos del Hambre.
La culpa es una mierda pero, si no existiera, el mundo sería un lugar horrible, como los programas de Tinelli, esas versiones argentas de 'Los Juegos del Hambre'.
Le digo a Santiago que hay una gran novela que está construida sobre el arrepentimiento: Lord Jim, de Conrad. Es la historia –le digo- de un tipo bueno que comete un error letal, se ve sobrepasado por las circunstancias y se arroja al mar desde un barco que era su responsabilidad. Los del barco mueren. Eso lo persigue toda su vida y decide recluirse en una isla y cambiar de nombre, donde unos indígenas lo veneran. A veces el arrepentimiento puede ser un ostracón tatuado con tu nombre, para que abandones la polis de inmediato. Le pregunto a Santiago si leyó “No de lo que pasó”, el poema magnífico de Daniel Durand sobre el arrepentimiento. Le recito el comienzo: “Toda la noche me estuve arrepintiendo/no de lo que pasó,/ de lo que estuve por hacer/antes de arrepentirme (…) Un chico de cinco años se come/la pata de plástico de un ciervo;/cuando la madre le explica que no es/ chocolate llorisquea. No se sabe/quién se arrepiente”.
Pero Santiago se quedó pensando en Conrad y me pregunta si sus libros están buenos. Le digo que tengo un amigo que se considera “macho probado”. ¿Qué es eso? Que cada tanto tiene relaciones con otro hombre para saber que no le gustan los hombres. Nos reímos. Le cuento (ahora ya de vuelta, con los pescados en una bolsa) que yo le dije a mi amigo que lo que a él le pasa con los hombres a mi me pasa con los libros de Conrad, los reparto a lo largo de mi vida para que me quede siempre uno hasta el final. La línea de la sombra, por ejemplo, le digo a Santiago, un libro con un toque sobrenatural, imperceptible, que sucede cuando uno pasa de la juventud a la madurez. O Los Duelistas, dos personas que pasan las guerras napoléonicas batiéndose a duelo cada vez que se encuentran porque uno de ellos no puede parar. Creo que las parejas que están en litigio deberían leer esta novela para ver lo estúpido que es el rencor y el odio como combustible.
Esta tarde Maite me muestra cómo funciona Instagram en su celular. Estamos en la playa, sentados en unas sillas de metal y cuya consistencia parece hecha de esas bolsas que llevás para comprar cosas a la feria. En el IG, me dice, primero está lo que vos publicaste y debajo –mueve los dedos, mueve la pantalla- hay una ristra de reels donde están las demás publicaciones que te siguen. Me muestra. Me quedo viendo y me llama la atención la cantidad de sitios que tienen frase de autoayuda y también sitios de psicoanálisis con frases aseverativas. Es como una milicia del ánimo. Siempre pensé que el psicoanálisis es un arte y no una ciencia. Muchos de los mensajes hablan de cómo conseguir el amor del otro sin que tomes riesgos. Se centran mucho en frases estereotipadas que, sobre todo, remarcan que lo principal es que te quieras a vos mismo. El amor propio queda resumido como “quiérete a ti mismo” y eso es una caricatura del amor propio. El amor propio es aceptar nuestras decisiones, ser responsables de lo que hacemos. Por otro lado, no hay nada acerca del erotismo. Yo pienso que el erotismo no incluye al amor, pero que el amor debe sí o sí incluir al erotismo y a la perversión. En la cama, las sábanas no deberían servir para tapar la perversión. Y cuando las parejas después de muchos años se convierten en hermanos, deberían ser tapadas con las sábanas como lo hace el forense con el cadáver una vez que terminó su trabajo. Ahora bien, el amor es precisamente algo que se puede reconocer pero nunca definir. Pienso que el poema de Laura Wittner Las cosas oscuras habla de eso: “Pueden ser densas, con un núcleo profundo:/en ese caso pesarán toneladas/e irán depositándose/ en los sucesivos subsuelos de la incomprensión/O pueden ser ligeras, parpadeantes/ capaces de interrumpir la luz/ sin ninguna certeza: ni ella saben qué contienen./Como cuando mi hijo levantó la vista/ de noche, hacia la ventana/y preguntó: ”¿Ves eso?“/ y le dije ”No. Sí. No sé. ¿Qué es?“. Y me dijo: ”algo que está y no está/pero al menos lo ves vos también“.
FC